Fragmento del texto: La Dirección de la Cura y los Principios de su Poder. Lacan, J. (1958). En: Escritos 2. Siglo XXI Editores, 2ª ed. 2008. pp. 586.
“Parecería que el psicoanalista, tan sólo para ayudar al sujeto, debería estar a salvo de esa patología, la cual no se inserta, como se ve, en nada menos que en una ley de hierro. Es por eso justamente por lo que suele imaginarse que el psicoanalista debería ser un hombre feliz. ¿No es además la felicidad lo que vienen a pedirle, y cómo podría darla si no la tuviese un poco?, dice el sentido común.
Es un hecho que no nos negamos a prometer la felicidad, en una época en que la cuestión de su medida se ha complicado: en primer término porque la felicidad, como dijo Saint-Just, se ha convertido en un factor de la política.
Seamos justos, el progreso humanista desde Aristóteles hasta San Francisco (de Sales) no había colmado las aporías de la felicidad.
Es perder el tiempo, ya se sabe. buscar la camisa de un hombre feliz, y lo que llaman una sombra feliz debe evitarse por los males que propaga.
Es sin duda en la relación con el ser donde el analista debe tomar su nivel operatorio, y las oportunidades que le ofrece para este fin el análisis didáctico no deben calcularse únicamente en función del problema que se supone ya resuelto para el analista que le guia en él.
Existen desgracias del ser que la prudencia de los colegas y esa falsa vergüenza que asegura las dominaciones no se atreve a desligar de sí.
Está por formularse una ética que integre las conquistas freudianas sobre el deseo: para poner en su cúspide la cuestión del deseo del analista.”
Comentario:
La felicidad en tanto imperativo es vivida como culpabilidad por el sujeto que hoy no hace otra cosa que demandarla. Se demanda al analista que la encarne y que, a partir de allí, pueda entregar los secretos que permitirían el anhelado acceso a tan preciada ilusión entregando el buen objeto. Se la busca sin cesar pues se cree que ella encierra la clave del ser, desconociendo así que la ilusión de su encuentro no conlleva otra cosa que el desencuentro con el deseo, la muerte de éste; no porque pueda en realidad morir sino porque el Yo en su hallazgo de la ilusión anhelada, rechaza el deseo, deseando así nada. La depresión y los ataques de pánico no se hacen esperar, al no saber cómo orientarse en un mundo sin sentido mientras se recorren los senderos de esta llamada modernidad tardía. Es tal la confusión derivada de ello que cualquier noticia de tristeza es vista como riesgo, al punto que en la versión más reciente del “Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales” (DSM V), es considerada un trastorno que amerita ser medicado. Anticipada sentencia de extinción a nuestros amados poetas. Se intenta silenciar al sujeto y mantener así velada la subversión que él mismo implica por no adaptarse a los ideales, incluso, al de la felicidad. La gente por las calles se da golpes de pecho por no cumplir con el estándar de ser feliz y, en su agonía, desfallece mientras se flagela en una necesidad inconsciente de castigo que le recordará, cada día, su imposibilidad de corresponder con el "tipo ideal" de persona.
La paradoja no es otra que la que, de manera descarnada, anuncia al sujeto que puede hacer del ideal de felicidad un motivo más para sentirse miserable, mientras los héroes de la salud mental tapan la boca de los angustiados sellando toda puerta a un saber hacer con ella al evitar a toda costa escuchar que, lo que aquel miserable (miserhable) solicita a veces a gritos, puede enunciarse también con el equívoco resultante de la homofonía: “dejad que mi-ser-hable”.
La promoción del ideal de felicidad, inevitablemente, está en cada una de las pautas con las que la civilización actual se sirve del cretinismo para hacer creer al sujeto en la equivalencia entre satisfacción y consumo mientras se desconoce la falta que no deja de insistir.
El “happy end” es demandado desde las camillas de las masajistas eróticas hasta los divanes de los psicoanalistas y el fracaso de la respuesta, inminente en ambos, es menos sentido y mejor pagado en las primeras que en los segundos. El encuentro del sujeto con su falta pone frente a sus narices la interrogación acerca de un real que marca sin cesar la imposibilidad de llegar al goce pleno, bien sea éste de la felicidad, del éxito, de la fama o, para los más modestos, es decir, aquellos que sienten con mayor fuerza el sentimiento inconsciente de culpabilidad, el lugar del buen hijo, del buen trabajador, de la mujer abnegada, de la pareja perfecta. El psicoanálisis no promete la felicidad, aunque algunos psicoanalistas, como las masajistas eróticas, estén dispuestos a prometerla; ambos destinados sin remedio al fracaso.
El ideal de la felicidad aliena al sujeto en una insoportable culpabilidad, moralidad exacerbada, y con ella renuncia a una ética que le permita el encuentro con una dialéctica que anime su existencia mientras es movido por una alegría de vivir, un arte de vivir que se manifieste en estética de la ex–sistencia. El psicoanálisis abre la puerta para que el sujeto pueda devenir al lugar de una ética semejante siempre y cuando quien escucha pueda soportar lo imposible del lugar al que, consciente o no, ha elegido consentir en la práctica de un discurso que en el que la causa no es el encuentro con un objeto en el horizonte, que dará la felicidad, sino de aquel que por su pérdida originaria y para siempre, fundó el deseo del que el sujeto es metonimia irrevocable.
John James Gómez G.
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