miércoles, 9 de octubre de 2013


Fragmento del texto: El Yo y el Ello. Freud, S. (1924). En: Obras Completas, vol. XIX. Amorrortu Editores. 1979. pp. 51.

“No es fácil para el analista luchar contra el obstáculo del sentimiento inconciente de culpa. De manera directa no se puede hacer nada; e indirectamente, nada más que poner poco a poco en descubierto sus fundamentos reprimidos inconcientemente, con lo cual va mudándose en un sentimiento conciente de culpa…”

“Quizá también dependa de que la persona del analista se preste a que el enfermo la ponga en el lugar de su ideal del yo, lo que trae consigo la tentación de desempeñar frente al enfermo el papel de profeta, salvador de almas, redentor. Puesto que las reglas del análisis desechan de manera terminante semejante uso de la personalidad médica, es honesto admitir que aquí tropezamos con una nueva barrera para el efecto del análisis, que no está destinado a imposibilitar las reacciones patológicas, sino a procurar al yo del enfermo la libertad de decidir en un sentido o en otro.”


Comentario:

Freud indicó, de acuerdo con lo que la experiencia del psicoanálisis le mostraba, que una de las grandes fuentes de sufrimiento para el neurótico era, precisamente, la fuerza de los ideales. Ideal del yo y el yo ideal, se presentan como constituyentes del Súper yo, instancia que, según Freud, podía llegar a ser tan cruel como solamente el Ello podía serlo. Justamente, la cuestión en juego en tal supuesta crueldad está necesariamente vinculada con la pulsión de muerte y con la fantasía, la compulsión de repetición y la ligadura entre culpabilidad y erotismo vinculada con el momento en que el trauma se liga al significante. Todo ello llevó a Freud a suponer unas “enigmáticas tendencias masoquistas del yo”, articuladas con un sentimiento inconsciente de culpabilidad.

Si bien el Súper yo da cuenta de los ideales de la civilización, no hay que suponer que dichos ideales sean algo “bueno” para el sujeto. El ideal de bienestar, por ejemplo, el ideal de que todos deben estar bien, como imperativo, puede ser más riesgoso de lo que se imagina. Un adagio popular lo indica con el siguiente enunciado: “De buenas intenciones está empedrado el camino hacia el infierno”. No es pues extraño el hecho de que hoy, en la última versión del DSM, se haya incluido a la tristeza como un trastorno.

Cuando se hacen las cosas con buenas intenciones se cifra en la búsqueda del bien del otro lo que es insoportable de la propia angustia. En tal sentido es muy poco probable que pueda saberse qué es el bienestar para el otro, pues lo que el yo desconoce en ese punto es que su intento no es otro que el de intentar huir de sí mismo; cosa que es imposible pero que no por ello rehusa de intentar. Este resulta un punto central en la clínica, pues implica reconocer, por principio, que aquel que presta su cuerpo a la función de analista, no sabe qué es  lo que es bueno para el otro. Si se parte de la fantasía de que es posible saber qué es bueno para el otro, no hay más clínica y se habrá devenido un moralista, un terapeuta religioso, redentor de almas, un salvador, un amo, un tirano.

El psicoanálisis requiere partir precisamente de otra posición. Se trata justamente de partir de que no se puede saber qué es bueno para el sujeto, pues Eso habla y habrá que escuchar, para que donde Ello era el Yo pueda advenir y hacer, así, entrar en su cálculo no sólo lo reprimido sino también lo no reconocido, es decir, el hecho mismo de que en el origen no hay más que agujero, el trauma. Es posible a partir de allí escribir la lógica que sostiene a la fantasía y reescribir el padecimiento, aparentemente imparable, ligado la repetición.

John James Gómez G. 

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¡Qué poca humanidad hay a veces en ese “gran espíritu científico”!

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