Fragmento del texto: Contribución a la
Historia del Movimiento Psicoanalítico. Freud, S. (1914). En: Obras Completas,
vol, XIV. Amorrortu Editores. 1979. pp. 20.
“Desprevenido, me presenté en la asociación
médica de Viena, presidida en ese tiempo por Von Krafft-Ebing,-" como un
expositor que esperaba resarcirse, gracias al interés y el reconocimiento que
le tributarían sus colegas, de los perjuicios materiales consentidos por propia
decisión. Yo trataba mis descubrimientos como contribuciones ordinarias a la
ciencia, y lo mismo esperaba que hicieran los otros. Sólo el silencio que
siguió a mi conferencia, el vacío que se hizo en torno de mi persona, las
insinuaciones que me fueron llegando, me hicieron comprender poco a poco que
unas tesis acerca del papel de la sexualidad en la etiología de las neurosis no
podían tener la misma acogida que otras comunicaciones.”
Comentario:
Freud inventó una nueva disciplina. Y con ella
arriesgó a escribir aquello sobre lo que la moral general, de corte especialmente
eugenésica, intentaba callar. Las madres y, sobre todo, las nodrizas, las nanas, sabían
antes que Freud, tal vez desde siempre, que la infancia no estaba exenta de
sexualidad y que la versión del infans como asexuado, propio del arte religioso
medieval, se constituía como un velamiento de un hecho insoportable para
cualquier tendencia derivada de la moral romana antigua. Los niños mostraban que la sexualidad no era la
genitalidad y que, como tal, el erotismo no estaba determinado por la “maduración
sexual” idealizada en la reproducción. Basta ver a las madres cuidando a sus
chicos de lo que ellas muy bien saben que se juega en torno a la sexualidad. La segregación
sexual temprana y la vigilancia en la que, iracundas, incurren para descubrir bajo las camas, y tras las puertas, a los pequeños investigadores sexuales, pues ellos saben que deben proceder con cautela, ya que el adulto ha olvidado, por la amnesia
infantil, su propia historia sexual prematura. Y no sólo olvidado, sino, además, la
rechaza como si se tratara de algo que pesa demasiado y que retorna de maneras que no respetan la "buena voluntad": retoños,
trozos inconexos, ideas absurdas o secundarias, lapsus, actos fallidos, fantasías y,
claro, síntomas. En "La Sexualidad en la Etiología de las Neurosis” (1898), Freud presentaba los hallazgos que ponían a la luz lo que la familia prefiere callar,
digamos, lo que el neurótico silencia acerca del deseo que lo habita por el
hecho mismo de que, cuando se trata de un ser que habla y escribe, que es carne hecha con símbolos, la
sexualidad no tiene como meta la reproducción, su objeto es siempre sustitutivo
y su erotismo no depende de la madurez del organismo sino de los efectos del
lenguaje sobre el cuerpo.
Han pasado más de cien años y lo más probable
es que, aunque se le quiera dar a Freud por superado, el hueso mismo de su
invención y sus descubrimientos no ha sido, si quiera, medianamente
comprendido. Lo que parece no dejar lugar a dudas es que, sin importar cuánto se le
rechace (esfuerzo de desalojo), lo que pone en juego la verdad que por el saber
no sabido, devenido escritura a través de su pluma, sigue sorprendiendo por su
actualidad y haciendo necesario, a pesar de la resistencia y la censura del público (púbico, impúdico), el retorno
constante a Freud.
Allí donde el psicoanálisis enuncia algo de
una verdad insoportable, la ferocidad del moralista, aunque use disfraces de científico,
salta para intentar asegurarse de que la ignorancia triunfe sobre cualquier deseo de
saber. Fue así en la época de Freud y no es muy diferente hoy. Sin embargo, es
justo por ello que el psicoanálisis se constituye como un síntoma que denuncia
los malestares del sujeto y de la cultura en una época que comenzó con la llamada “modernidad”
y que cada vez resulta más implacable en sus intentos de silenciar la división
del sujeto, bien con pastillas que obnubilan, bien con imperativos
culpabilizantes que buscan alejar al sujeto de una subversión que es
posterg(h)able pero inetivable pues, tarde o temprano, Eso (Ello) habla. El
modo en que hable, la ferocidad y el tono siniestro y mortífero con que se
manifieste, será inversamente proporcional a la potencia a la que se elevan los
imperativos que intentan acallarlo. Así, la posición del psicoanálisis, y de quienes se proponen encarnar algo de su discurso, no es otra que la de estar
dispuestos a leer y escribir mejor lo que se forja en el fuego mismo de las
pulsiones que no cesan de trabajar a pesar de los intentos desesperados del
Amo, del saber universitario, del capitalismo y de la moral eugenésica que
subsiste como resto en las manifestaciones de la “nerviosidad moderna” y, por
qué no, posmoderna, de aplastar lo que surge desde la enunciación de cualquier discurso.
John James Gómez G.
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