viernes, 29 de noviembre de 2013

Fragmento del texto: Una Dificultad del Psicoanálisis. Freud, S. (1917). En: Obras Completas, vol. XVII. Amorrortu Editores. 1979. pp. 133.

“El Yo se siente incómodo, tropieza con límites a su poder en su propia casa, el alma. De pronto afloran pensamientos que no se sabe de dónde vienen; tampoco se puede hacer nada para expulsarlos. Y estos huéspedes extraños hasta parecen más poderosos que los sometidos al Yo; resisten todos los acreditados recursos de la voluntad, permanecen interpérritos ante la refutación lógica, indiferentes al mentís de la realidad. O sobrevienen impulsos como si fueran de alguien ajeno, de suerte que el Yo los desmiente, pese a lo cual no puede menos que temerlos y adoptar medidas preventivas contra ellos. El Yo se dice que eso es una enfermedad, una invasión ajena, y redobla su vigilancia; pero no puede comprender por qué se siente paralizado de una manera tan rara.”

Comentario:

Tal vez uno de los golpes más duros a la vanidad humana, además del asestado con la teoría heliocéntrica, en la antigüedad clásica (S. III  a. C.) por Aristarco de Samos y luego reiterado por Copérnico y Galileo en los albores de las luces (S. XV-XVI), con la cual el ser humano, habitante supuestamente privilegiado del planeta tierra, dejaba de ser el centro del sistema solar y del universo, fue el dado por Freud con su descubrimiento de lo inconsciente.

Y es que si no se era el centro del universo, al menos quedaba la esperanza dulce para la vanidad de que el Yo fuese dueño de su casa y que tuviera el completo dominio de sí. La filosofía no reconocía otro ámbito para el ser humano que el de la razón consciente, a pesar que los grandes dramaturgos antiguos y los modernos, testimoniaban en sus obras los avatares a los que se veía enfrentada el alma. Sin embargo, el temor mismo de la humanidad, particularmente la occidental, de aceptar tal herida narcisista, llevó al positivismo, en el que nació la ciencia y que fuese el heredero del dogma religioso con añoranzas de garantía, a excluir al sujeto, y con él a todo aquello que le resultase perturbador. Nada más parecido a la neurosis obsesiva que las prácticas oscurantistas de los rituales religiosos del cristianismo y el catolicismo, y que el método científico del positivismo lógico.

El Yo no es dueño en su propia casa, no tiene el total dominio de sí. Es un extranjero de sí mismo que desconoce las fuerzas de la voluntad que lo funda: la fuerza pulsional. Él se esfuerza por desalojar cada una de las irrupciones de eso extraño que le habla de su impotencia, así como de otra razón que no es la de la consciencia pero que no por ello es menos sensata y sostenible a pesar de ser de mayor complejidad. La lucha por mantener impávido no es más que una mascarada ante el miedo profundo que lo aqueja por sentir que hay Otro escenario diferente al del confort consciente y al de la ilusión del principio del placer.

Así, el Yo supone que eso Otro que lo habita y lo sorprende, a pesar de sus esfuerzos de control, es una enfermedad; algo anómalo que debería ser erradicado y entonces hace todo lo necesario para desalojar y desconocer, siempre temeroso del retorno inesperado de la voluntad pulsional, dando cuenta con ello de su constitución paranoica. A pesar de sus esfuerzos, Ello retorna.

Para el Yo nada resulta más común y en apariencia sencillo que "hacerse el loco". Es lo infantil propio de la neurosis. Como el niño que espera que un juguete roto se arregle mágicamente y va a revisar una y otra vez, encontrándose con la desilusión de que, a pesar de su espera, sigue roto. Es así que, en su función de desconocimiento, "haciéndose el loco", el Yo supone que a pesar de no advenir a la responsabilidad de asumir el deseo no reconocido, podrá evitar la repetición. Pero como el niño del juguete, el neurótico se encuentra una y otra vez con la desilusión, cuando no con el padecimiento.  Así puede vivir como el "alma bella”: "Esto nunca me había pasado", "Yo no sabía", "No me lo esperaba" o, en el caso más elemental de la constitución paranoica del Yo en el neurótico: "Es que yo no sé por qué parece que todo el mundo quisiera hacerme X o Y..." En ese sentido, la locura del neurótico es más absurda y menos eficiente que la que pueda presentarse en cualquier psicosis.

A pesar de los esfuerzos del Yo, lo que se constata una y otra vez es que no hay otra voluntad que la de la pulsión. De allí que el Yo en su esfuerzo por controlarlo todo se vea expuesto al padecimiento, cuando no logra advenir como sujeto a la responsabilidad que conlleva el hecho de que hay otra razón y que ella es inconsciente.

John James Gómez G.

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¡Qué poca humanidad hay a veces en ese “gran espíritu científico”!

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