Fragmento del texto: De Guerra y Muerte. Temas de
Actualidad. Freud, S. (1915). En: Obras Completas, vol. XIV. Amorrortu
Editores. 1979. pp. 281.
“El Estado beligerante se entrega a todas las injusticias y
violencias que infamarían a los individuos. No sólo se vale de la astucia
permitida, sino de la mentira consciente y del fraude deliberado contra el
enemigo, y por cierto en una medida que parece exceder de todo cuanto fue usual
en guerras anteriores. El Estado exige de sus ciudadanos la obediencia y el
sacrificio más extremos, pero los priva de su mayoridad mediante un secreto
desmesurado y una censura de las comunicaciones y de la expresión de opiniones
que los dejan inermes, sofocados intelectualmente frente a cualquier situación
desfavorable y a cualquier rumor antojadizo. Denuncia los tratados y compromisos
con que se había obligado frente a los otros Estados, y confiesa paladinamente
su codicia y su afán de poderío, que después los individuos deben aplaudir
por patriotismo.”
Comentario:
El Estado, es decir, la formalización estadística de los
bienes y los ciudadanos por parte de una institución que se reserva para sí el monopolio
legítimo de la fuerza y de las armas, amparado en “gotas de tinta”, como diría
Max Weber, fue la esperanza para terminar con la injusticia que se atribuía a
los modos previos de organización social, feudales, de carácter imperial, monárquico y
colonial.
Se arribó al Estado merced de grandes luchas. Guerras
mediante las cuales la soberanía territorial era ganada como el bien más preciado para cada naciente Estado, en su búsqueda de procurar la supuesta justicia para sus
ciudadanos. Entre otras, se le suponía a esta moderna institución la función de
regulación del mercado y de la sociedad civil en el marco particular de una
cultura que le era propia, a lo que rápidamente se denominó nacionalismo, modo de obnubilación de
todo racionalismo, pues basta la
oposición de una letra para la transformación de lo uno en lo otro. Nada más
alejado de la realidad que las ilusiones que en el Estado se ponían.
Los Estadistas olvidaron al menos dos cosas: la historia y
la lógica del sujeto. Es apenas comprensible un olvido tal, si se recuerda que
en la modernidad el sujeto fue excluido del campo de la ciencia y que la
historia “científica” ha sido reducida, casi por completo, a la historia de la
modernidad y a la historio-biografía de los
“importantes” hombres de esa supuesta nueva era de la humanidad. Los efectos de
tales olvidos no son menores en absoluto.
Así, el mercado dio cuenta de su velocidad para erigir un
discurso que daba al traste con el conjunto de buenas intenciones de los
Estados y con la habilidad contable de los estadistas y que, a la vez, los convertía en sus súbditos. Y es que cuando se trata
de los olvidos mencionados, es evidente que la globalización había empezado ya, con el Imperio Romano y el Imperio Chino, un modo de lazo social que poco a poco
desterró al Amo antiguo. Dichos imperios no han cedido su terreno, ambos por
medio del mercado, pero amparados, el primero, en el monopolio “legítimo” de
las almas a través del Vaticano y también de las riquezas transindividuales del cristianismo protestante y, el
segundo, por vía del monopolio legítimo de la fuerza de trabajo de sus millares
de ciudadanos que producen bajo un régimen comunista para servir a los fines
capitalistas del mercado, atrapados, al igual que el otro hemisferio, el accidentalizado (occidentalizado), en la ilusión de una abolición de la
esclavitud que no fue más que el cambio de
los grilletes por lo que se denominó “Contrato Social” y, en su marco, el
“contrato de trabajo”, cada vez más precarizado, dicho sea de paso.
El olvido de la presencia de un sujeto, desconocimiento fundamental de la modernidad, ha conllevado el intento de silenciar lo más mortífero sirviéndose
del estandarte de los ideales nacionalistas y de la moralidad capitalista. Se olvida que hay sujeto de inconsciente en el Estado
y con ello se pierde de vista el estado del sujeto. La ferocidad imaginaria siempre encontrará la manera de servir a los fines de una pulsión de
destrucción que, aunque se intente acallar, empuja por satisfacerse. El
Estado, en manos de seres, como todos, apasionados por la ignorancia de un Yo obnubilado
en el ejercicio del poder, no cesa de repetir en una ganancia libidinal por la
destrucción y la autodestrucción. El esfuerzo de desalojo de lo perturbador
lleva a una violencia que se apoya en todos los medios para justificar su
injusticia, incluso, amparada en una supuesta búsqueda de justicia que no es otra que la que el Yo grita a cuatro vientos: considerar justo todo aquello que no perturbe su estado imaginario y permita la acumulación de lo que no sirve más que para el "estatus" de los ideales, aunque eso signifique, en el mejor de los casos, "hacerse el loco" y, en el peor de ellos: borrar, desaparecer o matar la otredad.
Es así que la ferocidad del discurso capitalista se
evidencia de muchas maneras, pero ninguna más atroz que la de hacer de la
muerte el mayor negocio; es entonces el "necrocio" el mayor medio de
producción. Por un lado, como muerte efectiva, pues el asesinato, la desaparición
y el borramiento de todo aquel que resulta perturbador a sus fines, es un
ejercicio lamentablemente común. Por otro, como muerte del ocio, con lo cual
cada uno responde a los fines de producción habiendo renunciado a buena parte
de su vida, sin más motivo que el de intentar el vacuo fin de corresponder con
los ideales que, sin saberlo, consumen.
John James Gómez G.
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