miércoles, 27 de noviembre de 2013

Fragmento del texto: De Guerra y Muerte. Temas de Actualidad. Freud, S. (1915). En: Obras Completas, vol. XIV. Amorrortu Editores. 1979. pp. 281.

“El Estado beligerante se entrega a todas las injusticias y violencias que infamarían a los individuos. No sólo se vale de la astucia permitida, sino de la mentira consciente y del fraude deliberado contra el enemigo, y por cierto en una medida que parece exceder de todo cuanto fue usual en guerras anteriores. El Estado exige de sus ciudadanos la obediencia y el sacrificio más extremos, pero los priva de su mayoridad mediante un secreto desmesurado y una censura de las comunicaciones y de la expresión de opiniones que los dejan inermes, sofocados intelectualmente frente a cualquier situación desfavorable y a cualquier rumor antojadizo. Denuncia los tratados y compromisos con que se había obligado frente a los otros Estados, y confiesa paladinamente su codicia y su afán de poderío, que después los individuos deben aplaudir por patriotismo.”

Comentario:

El Estado, es decir, la formalización estadística de los bienes y los ciudadanos por parte de una institución que se reserva para sí el monopolio legítimo de la fuerza y de las armas, amparado en “gotas de tinta”, como diría Max Weber, fue la esperanza para terminar con la injusticia que se atribuía a los modos previos de organización social, feudales, de carácter imperial, monárquico y colonial.

Se arribó al Estado merced de grandes luchas. Guerras mediante las cuales la soberanía territorial era ganada como el bien más preciado para cada naciente Estado, en su búsqueda de procurar la supuesta justicia para sus ciudadanos. Entre otras, se le suponía a esta moderna institución la función de regulación del mercado y de la sociedad civil en el marco particular de una cultura que le era propia, a lo que rápidamente se denominó nacionalismo, modo de obnubilación de todo racionalismo, pues basta la oposición de una letra para la transformación de lo uno en lo otro. Nada más alejado de la realidad que las ilusiones que en el Estado se ponían.

Los Estadistas olvidaron al menos dos cosas: la historia y la lógica del sujeto. Es apenas comprensible un olvido tal, si se recuerda que en la modernidad el sujeto fue excluido del campo de la ciencia y que la historia “científica” ha sido reducida, casi por completo, a la historia de la modernidad y  a la historio-biografía  de los “importantes” hombres de esa supuesta nueva era de la humanidad. Los efectos de tales olvidos no son menores en absoluto.

Así, el mercado dio cuenta de su velocidad para erigir un discurso que daba al traste con el conjunto de buenas intenciones de los Estados y con la habilidad contable de los estadistas y que, a la vez, los convertía en sus súbditos. Y es que cuando se trata de los olvidos mencionados, es evidente que la globalización había empezado ya, con el Imperio Romano y el Imperio Chino, un modo de lazo social que poco a poco desterró al Amo antiguo. Dichos imperios no han cedido su terreno, ambos por medio del mercado, pero amparados, el primero, en el monopolio “legítimo” de las almas a través del Vaticano y también de las riquezas transindividuales del cristianismo protestante y, el segundo, por vía del monopolio legítimo de la fuerza de trabajo de sus millares de ciudadanos que producen bajo un régimen comunista para servir a los fines capitalistas del mercado, atrapados, al igual que el otro hemisferio, el accidentalizado (occidentalizado), en la ilusión de una abolición de la esclavitud que no fue más que el cambio de  los grilletes por lo que se denominó “Contrato Social” y, en su marco, el “contrato de trabajo”, cada vez más precarizado, dicho sea de paso.

El olvido de la presencia de un sujeto, desconocimiento fundamental de la modernidad, ha conllevado el intento de silenciar lo más mortífero sirviéndose del estandarte de los ideales nacionalistas y de la moralidad capitalista. Se olvida que hay sujeto de inconsciente en el Estado y con ello se pierde de vista el estado del sujeto. La ferocidad imaginaria siempre encontrará la manera de servir a los fines de una pulsión de destrucción que, aunque se intente acallar, empuja por satisfacerse. El Estado, en manos de seres, como todos, apasionados por la ignorancia de un Yo obnubilado en el ejercicio del poder, no cesa de repetir en una ganancia libidinal por la destrucción y la autodestrucción. El esfuerzo de desalojo de lo perturbador lleva a una violencia que se apoya en todos los medios para justificar su injusticia, incluso, amparada en una supuesta búsqueda de justicia que no es otra que la que el Yo grita a cuatro vientos: considerar justo todo aquello que no perturbe su estado imaginario y permita la acumulación de lo que no sirve más que para el "estatus" de los ideales, aunque eso signifique, en el mejor de los casos, "hacerse el loco" y, en el peor de ellos: borrar, desaparecer o matar la otredad.

Es así que la ferocidad del discurso capitalista se evidencia de muchas maneras, pero ninguna más atroz que la de hacer de la muerte el mayor negocio; es entonces el "necrocio" el mayor medio de producción. Por un lado, como muerte efectiva, pues el asesinato, la desaparición y el borramiento de todo aquel que resulta perturbador a sus fines, es un ejercicio lamentablemente común. Por otro, como muerte del ocio, con lo cual cada uno responde a los fines de producción habiendo renunciado a buena parte de su vida, sin más motivo que el de intentar el vacuo fin de corresponder con los ideales que, sin saberlo, consumen.


John James Gómez G.

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¡Qué poca humanidad hay a veces en ese “gran espíritu científico”!

 “Se abre paso la vida con la misma terquedad con la que una plantita minúscula es capaz de rajar el suelo de hormigón para sacar la cabeza....