viernes, 15 de noviembre de 2013

Fragmento del texto: De la Incomprensión y Otros Temas. Lacan, J. (1971). En: Hablo a las Paredes. Editorial Paidós. pp. 62.  2012. (Segunda parte).

“…  todo lo que estimuló efectivamente la investigación lógica relativa a las matemáticas partió de la idea de que la no contradicción no bastaría para fundamentar la verdad. Esto no quiere decir que la no contradicción no sea algo esperable y hasta exigible. Pero lo que es seguro es que no es suficiente.”


Comentario:

Por su parte, el objeto a implica problemas aun mayores que los que atañen a la estructura paradójica del sujeto. Antes de ser intuido por Freud, quien intentó designarlo a través de palabras como “castración”, articulándolo al falo, a la repetición, a la pulsión y a la angustia, pero sin lograr hacer sentir toda su fuerza dadas las dificultades para separarlo de su estatuto imaginario (como aparece representado en los objetos de las pulsiones parciales: el pecho, las heces, la mirada, la voz), nadie se había aproximado a algo como Ello. Buena parte del trabajo de Lacan, que él mismo llama su invención, apuntó a ubicar en su preciso lugar el hallazgo intuitivo de Freud.

Un objeto que no puede representarse más que por el agujero es aquel que no cuenta con una imagen especular. Esto no es lo mismo que ocurre con el sujeto pues, a pesar que su estructura sea la paradoja, puede constatarse que aunque se le represente con una superficie no orientable, como la “Banda de Moebius”, algo de él puede proyectarse especularmente. Esto quiere decir que, aunque en la banda de Moebius sea indiferenciable el interior del exterior dada la continuidad entre sus caras que hacen al mismo tiempo una y dos, si se la pone ante un espejo puede observarse que se invierten en su imagen la izquierda y la derecha, cosa evidente a través del reconocimiento del lugar en el que se ubica la media torsión que la hace posible. Tal condición aún especular del sujeto está puesta en escena precisamente por su proyección imaginaria, a saber, el Yo.

El objeto a, en cambio, no es susceptible de especularidad. ¿Cómo sería posible representar un agujero salvo por el borde que lo constituye y que hace un vel (un redondel)? ¿Cómo orientarse especularmente si no pueden encontrarse, a diferencia de lo que ocurre con la Banda de Moebius, rastros de su orientabilidad en el espacio euclidiano y el único indicio que resta de sí es el hecho mismo de que falta? Esto no es un problema menor pues está en el centro mismo de la clínica psicoanalítica.

El Yo rechaza el agujero intentando huir del displacer que le causa, es decir, intentando desalojar la angustia vinculada con esa falta de representación. No es seguro que en un análisis pueda tomarse otra posición. De hecho, es común que se vaya al analista esperando encontrar una manera más eficiente de huir, sobre todo cuando el síntoma ha fracasado en su función. Más difícil aún será si quien se presta al lugar de analista no ha reconocido lo insoportable de ese objeto y entonces, aún sin saberlo, intente colmar la falta en el sujeto brindando al Yo nuevos medios imaginarios (teoría, consejos, sanciones morales) para sostenerse en su intento de huida y de desalojar la verdad que retorna poniendo ante sí la caída de los ideales, es decir, de las imágenes con las que vela ése objeto extraño e inasible pero constituyente.

Si el lugar del analista es el de sostener un saber no es otro que el de la impotencia de lo imaginario para obturar la falta estructural; el del agujero de lo real propio de la D.I. (recta infinita). Las vías de lo simbólico abren la puerta a la lectura de lo que se juega en la paradoja del sujeto y a la escritura de una lógica que haga sostenible y a veces soportable la función del objeto a. Sin embargo, dependerá de aquel que escucha permitir el encuentro del Yo con el saber de que no es suficiente la no contradicción y advenir así a Ello paradójico que es propio del sujeto: wo es war, soll ich werden. Sólo así es posible suponer un sujeto supuesto saber que no sea el efecto de la sugestión por el sentido.  

John James Gómez G. 

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¡Qué poca humanidad hay a veces en ese “gran espíritu científico”!

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