Fragmento del texto: El Espíritu de los Nudos. Lacan, J.
(1975-76). En: El Seminario, libro 23: El Sinthome. Editorial Paidós. 2006. pp.
18. (Primera parte).
“En efecto, la interpretación opera únicamente por el
equívoco. Es preciso que haya algo en el significante que resuene.”
Comentario:
La interpretación, desde Freud, ha presentado importantes interrogantes. Por un
lado ¿qué sería interpretable? Y, por otro, ¿Cómo interpretar? Claro, dejamos
aquí de lado la pregunta esencialista ¿Qué es interpretar?, que resulta en
complicaciones aún mayores.
Freud había notado que la interpretación tenía que ver con
el equívoco. Aquello interpretable era lo que devenía como retoño de lo reprimido:
el lapsus; el trastrabarse al hablar al leer o al escribir, el sueño, el chiste
o cualquiera otra de las formaciones del inconsciente. Sin embargo, Freud
encontró en su camino un obstáculo importante. Un punto de aparición en el
discurso que se manifestaba como una
frase de gramática fija e inequívoca. Es la manera en que describió a la fantasía
en su texto “Pegan a un niño”. Ante ella, Freud solicitaba asociaciones pero no
aparecía ninguna. Era un tipo de retoño particular que parecía no entrar en la
cadena asociativa y es por ello que Freud le atribuye el carácter de
inequívoca. Tampoco era clara para aquel que la enunciaba y parecía además ser
insistente en la manera en que advenía al pensamiento, es decir, no aparecían
modificaciones evidentes en ella. Este tipo de frases cuestionó todo el
modelo interpretativo de Freud al punto de llevarlo a “ensayar” maneras
diversas para abordarlas, por ejemplo, haciendo construcciones derivadas de la
articulación entre lo que el analizante decía y lo que la teoría permitía
suponer y luego las comunicaba con la esperanza de que resultaran esclarecedoras.
Sin embargo, el esfuerzo fue vano. Si bien en muchos casos la respuesta era de
aceptación por parte del analizante, no derivaba de ella efecto distinto que el
incremento de la resistencia. Cuando mucho, dice Freud, lo que ocurría era
similar a lo que sucedía con quienes leían sus libros y se sentían
identificados a lo que allí encontraban. Analizantes ilustrados en cuestiones
teóricas pero distantes de la posibilidad de hacer entrar lo no sabido en
juego.
Freud no pudo fundar una clínica que sobrepasara tal impase
y la “reacción terapéutica negativa” se le presentaba, según su propio decir,
como el mayor obstáculo.
Los postfreudianos, particularmente los ingleses, a los que
Lacan calificaba como filósofos y no como psicoanalistas, no tardaron en encontrarse
con la misma dificultad ante la cual Freud se había visto enfrentado. Los
intentos para sobrepasarla fueron diversos: desde la “interpretación” como
“principio de realidad” que supondría que el analista sí conocía la realidad
verdadera, pasando por el reforzamiento del Yo que, lógicamente, conllevaba al
incremento del padecimiento neurótico disfrazado como en la neurosis obsesiva
bajo la mascarada del imperturbable, hasta las metáforas casi delirantes en las
que se interpretaba la transferencia cuando el “analista” indicaba la manera
“errónea” en que el analizante se ubicaba repitiendo sus síntomas en la,
denominada, relación terapéutica. Todo ello constituía modalidades de la
impostura de un sentido basado en la creencia de que el ser del analista
(idéntico en tal concepción a la persona que prestaba su cuerpo a la función)
podía captar la realidad verdadera y, por tanto, era él quien tenía “la sartén
por el mango” mientras olvidaba, con ello, el estatuto mismo del inconsciente
descubierto por Freud. Se trataba de la vertiente imaginaria en la que se
intentaba “intervenir” sobre la relación del Yo con el mundo, dejando de lado
la pregunta sostenida por Freud acerca de la relación de aquel que habla con el
lenguaje que le es constituyente.
Es ese el punto sobre el cual Lacan va a fundar su retorno a
Freud, buscando devolverle el filo cortante de la verdad como aquella que surge
al encuentro sorprendiendo, incluso, al analista, ya que una verdadera
respuesta es justamente aquella que no se esperaba. Esto implicaba suponer un
sujeto y para ello era fundamental interrogarse acerca de la diferenciación
entre su proyección imaginaria (el Yo) y su estructura. Evidentemente, Freud no
habló de tal manera acerca del sujeto, pero sí se esforzó por demostrar que
había algo estructural que soportaba al Yo y lo llamó en Alemán “Es”, lo que se puede traducir al Español
como “Eso” o “Ello”. Lacan se sirve de la homofonía de la expresión “Es” y el
fonema que corresponde a la letra S (/S/), para señalar que allí, en Freud, ya
estaba el sujeto. Está claro que se trata de un acomodo de Lacan, amañado por
demás como muchos de los que arriesgó hacer cuando atribuía su decir propio a
Freud, pero, en todo caso, un acomodo afortunado. Sea como fuere, se trata en
ese acto, como en muchos de los suyos, de prescindir
del padre a condición de servirse de él.
Así, Lacan retorna al problema Freudiano de aquella frase de
gramática fija e inequívoca, llamada también fantasía (traducida por los
“psicoanalistas oficiales” como “fantasma”, aunque aún no es clara la razón de
tal traducción si es que se toman con rigurosidad los términos usados por Lacan
en francés). Al abordar el problema, se hace necesario poder discernir la
confusión entre el Yo, el sujeto y lo que retorna como imposible en aquella
frase que no producía asociaciones a la manera en que Freud las esperaba. Para
ello, la articulación entre lo imaginario, lo simbólico y lo real, se hizo inminente
como medio para pasar del sentido meramente imaginario a la pregunta por la lógica
en la que se sostenía la fantasía. Se trata entonces de interrogar ese punto en
el que el Yo tropezaba, merced de su esfuerzo por desalojar lo perturbador y
por desconocer el valor axiomático en el que hacía soportable lo inmundo de lo
real mientras se satisfacía quejándose de lo insoportable de lo imaginario del
mundo.
Pasar de la relación del Yo con el mundo a la relación del
sujeto con el lenguaje, resultó entonces en la posibilidad de encontrar una
salida al impase Freudiano en torno a la interpretación. Para ello, fue
necesario retomar el descubrimiento de la ley del discurso que se detiene en la
censura por lo que siempre hay de incomprendido de la ley misma. Es así que
Lacan enuncia, sustentado en este redescubrimiento, su aforismo: “El inconsciente
está estructurado como un lenguaje”. En éste enfatiza el hecho de que el
decir del sujeto aparece de manera efectiva en su lenguaje común y no en la
teoría que el analista podría ofrecerle, y que las reglas con las que tal
lenguaje opera no dependen de la supuesta realidad conocida de antemano por el
analista, sino por lo que en el decir mismo resuena sostenido en los
significantes que hacen cadena unos con otros y que tienen todo su valor, no
por lo que significan ni por lo que se imagina que quieren decir, sino por lo
que se desplaza de uno a otro, por lo que desaparece o aparece (podríamos decir
también a-par-ese [S1-S2]), por la relación ausencia/presencia en la función de
la palabra y en el campo del lenguaje. No es el campo del sentido o del significado
el que daría lugar al movimiento del sujeto en torno a lo que parecía fijo e
inequívoco sino, precisamente, el sinsentido propio de esa fijeza que se devela
por los movimientos del sujeto en el campo del lenguaje. Así, no apresurarse a
comprender sería el principio clave derivado, lógicamente, de este nuevo
descubrimiento, o mejor, de este redescubrimiento del inconsciente freudiano.
John James Gómez G.
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