Fragmento del texto: Sobre el Psicoanálisis “Silvestre”.
Freud, S. (1910). En: Obras Completas, vol. XI. Amorrortu Editores. 1979. pp.
225.
“Si el saber sobre lo inconciente tuviera para los enfermos
una importancia tan grande como creen quienes desconocen el psicoanálisis,
aquellos sanarían con sólo asistir a unas conferencias o leer unos libros.
Pero lo cierto es que tales medidas tienen, sobre los síntomas del
padecimiento neurótico, influencia parecida a la que tendrían unas tarjetas
con enumeración de la minuta distribuidas entre personas famélicas en época
de hambruna. Y esta comparación es aplicable aún más allá de sus términos
inmediatos, pues la comunicación de lo inconciente a los enfermos tiene por
regla general la consecuencia de agudizar el conflicto en su interior y
aumentar sus penurias.”
Comentario:
Es probable que el psicoanálisis “silvestre” tal vez, a
diferencia de lo que Freud hubiese esperado, haya incrementado su presencia. No
es fácil sostener un lugar como el que Freud avizoraba para quien se propone la
práctica analítica. Intentar ubicarse allí es de entrada el encuentro con la
castración, es decir, con un No-Todo que revela que el sentido consciente no
tiene que ver, necesariamente, con lo que Freud denominó “Inconsciente”.
Una cosa es que alguien consulte en estado de angustia.
Otra, que quien escucha a aquel que viene a hablar de su angustia no pueda
soportar la angustia derivada de la demanda que recibe. En ambos casos se trata, precisamente, de la
angustia de castración. No es de extrañar que, en numerosas ocasiones, los estudiantes de
disciplinas como la psicología prefieran huir de la responsabilidad que la
posición del analista implica. Tan sólo imaginarse ante la pregunta del
“paciente” que impaciente enuncia imperativos como: “Dígame, doctor! ¿qué
hago?”, convoca la ferocidad del superyó que retumba en sus oídos amenazando
la ilusión narcisista del profesional que, como tal, “debería” saber siempre cómo
responder, aunque no tenga la menor idea de lo que hace. El miedo no se hace esperar y la huida pareciera presentarse como la
salida más simple. Huyen a islas seguras, en las que el no saber quede velado.
La seguridad basada en estándares y en respuestas prefabricadas apacigua la
angustia y se convierte en caldo de cultivo que nutre la pasión por la
ignorancia del Yo.
Aún mayores dificultades depara considerar qué hace aquel
que, a pesar del miedo, elije no huir, aunque no tenga la menor idea de la
responsabilidad del acto al que se aboca. Es allí, precisamente, donde el
psicoanálisis silvestre se materializa con total esplendor. La teoría
psicoanalítica se convierte en la fuente de la interpretación dejando así de
lado el decir de quien ha llegado para hablar sobre su padecimiento, cerrando así las puertas al sujeto del inconsciente. Se
cree hacer psicoanálisis mientras se hace exactamente lo contrario. Entonces,
en el enceguecimiento narcisista, ante la demanda imperativa del impaciente
paciente, el psicoanalista silvestre responde mostrando “todo su saber”, que no
es otro que el que la pobre comprensión de su quehacer, ligada a la ilusión de
la teoría como isla segura, le proporcionan. Aplasta lo inconsciente mientras
habla de la teoría de lo inconsciente. Moraliza a su paciente mientras lo
instruye pues cree que el psicoanálisis podría decir cuál es el buen modo de
desear y de gozar.
Y es que allí, en el psicoanálisis silvestre, se desconoce
que analista y analizante se producen en el mismo instante y que es por el segundo
que el primero se produce. El psicoanalista silvestre se empeña en educar al
otro para que sea un buen analizante y en ese mismo empeño se destina a
erradicar la probabilidad de la aparición del analizante que supone debe hacer
existir. Ilusión de vanidad por no haber, él mismo, devenido analizante, razón
por la cual no sabe que aquel que logra devenir en tal posición de
analizante es quien da “ser” al
analista, en el sentido en que no hay más ser del analista que el de ser dicho
en alguna parte, particularmente, en el decir del analizante. Así, desconoce
que la interpretación nada tiene que ver con el sentido ni con el significado,
mucho menos con la teoría que pueda contarse. Todo ello no puede llevar más que al sostenimiento del alma bella y al incremento del padecimiento derivado de la imposibilidad misma para el Yo de corresponder con los ideales que, como si fuese el mismo superyó, el supuesto analista le exige.
Y hay que agregar que ir a visitar a un analista no lleva
necesariamente a que se produzca allí un analizante, aunque se pasen años
hablando recostado en un diván. Más aún en una época en donde abundan más las
Instituciones de Psicoanálisis y los “Psicoanalistas”, que los analizantes,
condición que, como consecuencia lógica, incremente la probabilidad del
psicoanálisis silvestre.
No es poca pues la responsabilidad que atañe a cada uno. Y
no está en el poder de alguno autorizar a alguien en particular como analista.
Pero, es claro que, autorizarse a tal lugar no basta para que se produzca un
analista sino a condición que ya se haya producido un analizante y, cuando de
ello se trata, sólo uno por uno puede responder por el acto en el que se
compromete.
John James Gómez G.
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