martes, 26 de noviembre de 2013

Fragmento del texto: Sobre el Psicoanálisis “Silvestre”. Freud, S. (1910). En: Obras Completas, vol. XI. Amorrortu Editores. 1979. pp. 225.

“Si el saber sobre lo inconciente tuviera para los enfermos una importancia tan grande como creen quienes desconocen el psicoanálisis, aquellos sanarían con sólo asistir a unas conferencias o leer unos libros. Pero lo cierto es que tales medidas tienen, sobre los síntomas del padecimiento neurótico, influencia parecida a la que tendrían unas tarjetas con enumeración de la minuta distribuidas entre personas famélicas en época de hambruna. Y esta comparación es aplicable aún más allá de sus términos inmediatos, pues la comunicación de lo inconciente a los enfermos tiene por regla general la consecuencia de agudizar el conflicto en su interior y aumentar sus penurias.”

Comentario:

Es probable que el psicoanálisis “silvestre” tal vez, a diferencia de lo que Freud hubiese esperado, haya incrementado su presencia. No es fácil sostener un lugar como el que Freud avizoraba para quien se propone la práctica analítica. Intentar ubicarse allí es de entrada el encuentro con la castración, es decir, con un No-Todo que revela que el sentido consciente no tiene que ver, necesariamente, con lo que Freud denominó “Inconsciente”.

Una cosa es que alguien consulte en estado de angustia. Otra, que quien escucha a aquel que viene a hablar de su angustia no pueda soportar la angustia derivada de la demanda que recibe. En ambos casos se trata, precisamente, de la angustia de castración. No es de extrañar que, en numerosas ocasiones, los estudiantes de disciplinas como la psicología prefieran huir de la responsabilidad que la posición del analista implica. Tan sólo imaginarse ante la pregunta del “paciente” que impaciente enuncia imperativos como: “Dígame, doctor! ¿qué hago?”, convoca la ferocidad del superyó que retumba en sus oídos amenazando la ilusión narcisista del profesional que, como tal, “debería” saber siempre cómo responder, aunque no tenga la menor idea de lo que hace. El miedo no se hace esperar y la huida pareciera presentarse como la salida más simple. Huyen a islas seguras, en las que el no saber quede velado. La seguridad basada en estándares y en respuestas prefabricadas apacigua la angustia y se convierte en caldo de cultivo que nutre la pasión por la ignorancia del Yo.

Aún mayores dificultades depara considerar qué hace aquel que, a pesar del miedo, elije no huir, aunque no tenga la menor idea de la responsabilidad del acto al que se aboca. Es allí, precisamente, donde el psicoanálisis silvestre se materializa con total esplendor. La teoría psicoanalítica se convierte en la fuente de la interpretación dejando así de lado el decir de quien ha llegado para hablar sobre su padecimiento, cerrando así las puertas al sujeto del inconsciente. Se cree hacer psicoanálisis mientras se hace exactamente lo contrario. Entonces, en el enceguecimiento narcisista, ante la demanda imperativa del impaciente paciente, el psicoanalista silvestre responde mostrando “todo su saber”, que no es otro que el que la pobre comprensión de su quehacer, ligada a la ilusión de la teoría como isla segura, le proporcionan. Aplasta lo inconsciente mientras habla de la teoría de lo inconsciente. Moraliza a su paciente mientras lo instruye pues cree que el psicoanálisis podría decir cuál es el buen modo de desear y de gozar.

Y es que allí, en el psicoanálisis silvestre, se desconoce que analista y analizante se producen en el mismo instante y que es por el segundo que el primero se produce. El psicoanalista silvestre se empeña en educar al otro para que sea un buen analizante y en ese mismo empeño se destina a erradicar la probabilidad de la aparición del analizante que supone debe hacer existir. Ilusión de vanidad por no haber, él mismo, devenido analizante, razón por la cual no sabe que aquel que logra devenir en tal posición de analizante  es quien da “ser” al analista, en el sentido en que no hay más ser del analista que el de ser dicho en alguna parte, particularmente, en el decir del analizante. Así, desconoce que la interpretación nada tiene que ver con el sentido ni con el significado, mucho menos con la teoría que pueda contarse. Todo ello no puede llevar más que al sostenimiento del alma bella y al incremento del padecimiento derivado de la imposibilidad misma para el Yo de corresponder con los ideales que, como si fuese el mismo superyó, el supuesto analista le exige. 

Y hay que agregar que ir a visitar a un analista no lleva necesariamente a que se produzca allí un analizante, aunque se pasen años hablando recostado en un diván. Más aún en una época en donde abundan más las Instituciones de Psicoanálisis y los “Psicoanalistas”, que los analizantes, condición que, como consecuencia lógica, incremente la probabilidad del psicoanálisis silvestre.

No es poca pues la responsabilidad que atañe a cada uno. Y no está en el poder de alguno autorizar a alguien en particular como analista. Pero, es claro que, autorizarse a tal lugar no basta para que se produzca un analista sino a condición que ya se haya producido un analizante y, cuando de ello se trata, sólo uno por uno puede responder por el acto en el que se compromete.

John James Gómez G.



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