viernes, 29 de noviembre de 2013

Fragmento del texto: Una Dificultad del Psicoanálisis. Freud, S. (1917). En: Obras Completas, vol. XVII. Amorrortu Editores. 1979. pp. 133.

“El Yo se siente incómodo, tropieza con límites a su poder en su propia casa, el alma. De pronto afloran pensamientos que no se sabe de dónde vienen; tampoco se puede hacer nada para expulsarlos. Y estos huéspedes extraños hasta parecen más poderosos que los sometidos al Yo; resisten todos los acreditados recursos de la voluntad, permanecen interpérritos ante la refutación lógica, indiferentes al mentís de la realidad. O sobrevienen impulsos como si fueran de alguien ajeno, de suerte que el Yo los desmiente, pese a lo cual no puede menos que temerlos y adoptar medidas preventivas contra ellos. El Yo se dice que eso es una enfermedad, una invasión ajena, y redobla su vigilancia; pero no puede comprender por qué se siente paralizado de una manera tan rara.”

Comentario:

Tal vez uno de los golpes más duros a la vanidad humana, además del asestado con la teoría heliocéntrica, en la antigüedad clásica (S. III  a. C.) por Aristarco de Samos y luego reiterado por Copérnico y Galileo en los albores de las luces (S. XV-XVI), con la cual el ser humano, habitante supuestamente privilegiado del planeta tierra, dejaba de ser el centro del sistema solar y del universo, fue el dado por Freud con su descubrimiento de lo inconsciente.

Y es que si no se era el centro del universo, al menos quedaba la esperanza dulce para la vanidad de que el Yo fuese dueño de su casa y que tuviera el completo dominio de sí. La filosofía no reconocía otro ámbito para el ser humano que el de la razón consciente, a pesar que los grandes dramaturgos antiguos y los modernos, testimoniaban en sus obras los avatares a los que se veía enfrentada el alma. Sin embargo, el temor mismo de la humanidad, particularmente la occidental, de aceptar tal herida narcisista, llevó al positivismo, en el que nació la ciencia y que fuese el heredero del dogma religioso con añoranzas de garantía, a excluir al sujeto, y con él a todo aquello que le resultase perturbador. Nada más parecido a la neurosis obsesiva que las prácticas oscurantistas de los rituales religiosos del cristianismo y el catolicismo, y que el método científico del positivismo lógico.

El Yo no es dueño en su propia casa, no tiene el total dominio de sí. Es un extranjero de sí mismo que desconoce las fuerzas de la voluntad que lo funda: la fuerza pulsional. Él se esfuerza por desalojar cada una de las irrupciones de eso extraño que le habla de su impotencia, así como de otra razón que no es la de la consciencia pero que no por ello es menos sensata y sostenible a pesar de ser de mayor complejidad. La lucha por mantener impávido no es más que una mascarada ante el miedo profundo que lo aqueja por sentir que hay Otro escenario diferente al del confort consciente y al de la ilusión del principio del placer.

Así, el Yo supone que eso Otro que lo habita y lo sorprende, a pesar de sus esfuerzos de control, es una enfermedad; algo anómalo que debería ser erradicado y entonces hace todo lo necesario para desalojar y desconocer, siempre temeroso del retorno inesperado de la voluntad pulsional, dando cuenta con ello de su constitución paranoica. A pesar de sus esfuerzos, Ello retorna.

Para el Yo nada resulta más común y en apariencia sencillo que "hacerse el loco". Es lo infantil propio de la neurosis. Como el niño que espera que un juguete roto se arregle mágicamente y va a revisar una y otra vez, encontrándose con la desilusión de que, a pesar de su espera, sigue roto. Es así que, en su función de desconocimiento, "haciéndose el loco", el Yo supone que a pesar de no advenir a la responsabilidad de asumir el deseo no reconocido, podrá evitar la repetición. Pero como el niño del juguete, el neurótico se encuentra una y otra vez con la desilusión, cuando no con el padecimiento.  Así puede vivir como el "alma bella”: "Esto nunca me había pasado", "Yo no sabía", "No me lo esperaba" o, en el caso más elemental de la constitución paranoica del Yo en el neurótico: "Es que yo no sé por qué parece que todo el mundo quisiera hacerme X o Y..." En ese sentido, la locura del neurótico es más absurda y menos eficiente que la que pueda presentarse en cualquier psicosis.

A pesar de los esfuerzos del Yo, lo que se constata una y otra vez es que no hay otra voluntad que la de la pulsión. De allí que el Yo en su esfuerzo por controlarlo todo se vea expuesto al padecimiento, cuando no logra advenir como sujeto a la responsabilidad que conlleva el hecho de que hay otra razón y que ella es inconsciente.

John James Gómez G.

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Fragmento del texto: De Guerra y Muerte. Temas de Actualidad. Freud, S. (1915). En: Obras Completas, vol. XIV. Amorrortu Editores. 1979. pp. 281.

“El Estado beligerante se entrega a todas las injusticias y violencias que infamarían a los individuos. No sólo se vale de la astucia permitida, sino de la mentira consciente y del fraude deliberado contra el enemigo, y por cierto en una medida que parece exceder de todo cuanto fue usual en guerras anteriores. El Estado exige de sus ciudadanos la obediencia y el sacrificio más extremos, pero los priva de su mayoridad mediante un secreto desmesurado y una censura de las comunicaciones y de la expresión de opiniones que los dejan inermes, sofocados intelectualmente frente a cualquier situación desfavorable y a cualquier rumor antojadizo. Denuncia los tratados y compromisos con que se había obligado frente a los otros Estados, y confiesa paladinamente su codicia y su afán de poderío, que después los individuos deben aplaudir por patriotismo.”

Comentario:

El Estado, es decir, la formalización estadística de los bienes y los ciudadanos por parte de una institución que se reserva para sí el monopolio legítimo de la fuerza y de las armas, amparado en “gotas de tinta”, como diría Max Weber, fue la esperanza para terminar con la injusticia que se atribuía a los modos previos de organización social, feudales, de carácter imperial, monárquico y colonial.

Se arribó al Estado merced de grandes luchas. Guerras mediante las cuales la soberanía territorial era ganada como el bien más preciado para cada naciente Estado, en su búsqueda de procurar la supuesta justicia para sus ciudadanos. Entre otras, se le suponía a esta moderna institución la función de regulación del mercado y de la sociedad civil en el marco particular de una cultura que le era propia, a lo que rápidamente se denominó nacionalismo, modo de obnubilación de todo racionalismo, pues basta la oposición de una letra para la transformación de lo uno en lo otro. Nada más alejado de la realidad que las ilusiones que en el Estado se ponían.

Los Estadistas olvidaron al menos dos cosas: la historia y la lógica del sujeto. Es apenas comprensible un olvido tal, si se recuerda que en la modernidad el sujeto fue excluido del campo de la ciencia y que la historia “científica” ha sido reducida, casi por completo, a la historia de la modernidad y  a la historio-biografía  de los “importantes” hombres de esa supuesta nueva era de la humanidad. Los efectos de tales olvidos no son menores en absoluto.

Así, el mercado dio cuenta de su velocidad para erigir un discurso que daba al traste con el conjunto de buenas intenciones de los Estados y con la habilidad contable de los estadistas y que, a la vez, los convertía en sus súbditos. Y es que cuando se trata de los olvidos mencionados, es evidente que la globalización había empezado ya, con el Imperio Romano y el Imperio Chino, un modo de lazo social que poco a poco desterró al Amo antiguo. Dichos imperios no han cedido su terreno, ambos por medio del mercado, pero amparados, el primero, en el monopolio “legítimo” de las almas a través del Vaticano y también de las riquezas transindividuales del cristianismo protestante y, el segundo, por vía del monopolio legítimo de la fuerza de trabajo de sus millares de ciudadanos que producen bajo un régimen comunista para servir a los fines capitalistas del mercado, atrapados, al igual que el otro hemisferio, el accidentalizado (occidentalizado), en la ilusión de una abolición de la esclavitud que no fue más que el cambio de  los grilletes por lo que se denominó “Contrato Social” y, en su marco, el “contrato de trabajo”, cada vez más precarizado, dicho sea de paso.

El olvido de la presencia de un sujeto, desconocimiento fundamental de la modernidad, ha conllevado el intento de silenciar lo más mortífero sirviéndose del estandarte de los ideales nacionalistas y de la moralidad capitalista. Se olvida que hay sujeto de inconsciente en el Estado y con ello se pierde de vista el estado del sujeto. La ferocidad imaginaria siempre encontrará la manera de servir a los fines de una pulsión de destrucción que, aunque se intente acallar, empuja por satisfacerse. El Estado, en manos de seres, como todos, apasionados por la ignorancia de un Yo obnubilado en el ejercicio del poder, no cesa de repetir en una ganancia libidinal por la destrucción y la autodestrucción. El esfuerzo de desalojo de lo perturbador lleva a una violencia que se apoya en todos los medios para justificar su injusticia, incluso, amparada en una supuesta búsqueda de justicia que no es otra que la que el Yo grita a cuatro vientos: considerar justo todo aquello que no perturbe su estado imaginario y permita la acumulación de lo que no sirve más que para el "estatus" de los ideales, aunque eso signifique, en el mejor de los casos, "hacerse el loco" y, en el peor de ellos: borrar, desaparecer o matar la otredad.

Es así que la ferocidad del discurso capitalista se evidencia de muchas maneras, pero ninguna más atroz que la de hacer de la muerte el mayor negocio; es entonces el "necrocio" el mayor medio de producción. Por un lado, como muerte efectiva, pues el asesinato, la desaparición y el borramiento de todo aquel que resulta perturbador a sus fines, es un ejercicio lamentablemente común. Por otro, como muerte del ocio, con lo cual cada uno responde a los fines de producción habiendo renunciado a buena parte de su vida, sin más motivo que el de intentar el vacuo fin de corresponder con los ideales que, sin saberlo, consumen.


John James Gómez G.

martes, 26 de noviembre de 2013

Fragmento del texto: Sobre el Psicoanálisis “Silvestre”. Freud, S. (1910). En: Obras Completas, vol. XI. Amorrortu Editores. 1979. pp. 225.

“Si el saber sobre lo inconciente tuviera para los enfermos una importancia tan grande como creen quienes desconocen el psicoanálisis, aquellos sanarían con sólo asistir a unas conferencias o leer unos libros. Pero lo cierto es que tales medidas tienen, sobre los síntomas del padecimiento neurótico, influencia parecida a la que tendrían unas tarjetas con enumeración de la minuta distribuidas entre personas famélicas en época de hambruna. Y esta comparación es aplicable aún más allá de sus términos inmediatos, pues la comunicación de lo inconciente a los enfermos tiene por regla general la consecuencia de agudizar el conflicto en su interior y aumentar sus penurias.”

Comentario:

Es probable que el psicoanálisis “silvestre” tal vez, a diferencia de lo que Freud hubiese esperado, haya incrementado su presencia. No es fácil sostener un lugar como el que Freud avizoraba para quien se propone la práctica analítica. Intentar ubicarse allí es de entrada el encuentro con la castración, es decir, con un No-Todo que revela que el sentido consciente no tiene que ver, necesariamente, con lo que Freud denominó “Inconsciente”.

Una cosa es que alguien consulte en estado de angustia. Otra, que quien escucha a aquel que viene a hablar de su angustia no pueda soportar la angustia derivada de la demanda que recibe. En ambos casos se trata, precisamente, de la angustia de castración. No es de extrañar que, en numerosas ocasiones, los estudiantes de disciplinas como la psicología prefieran huir de la responsabilidad que la posición del analista implica. Tan sólo imaginarse ante la pregunta del “paciente” que impaciente enuncia imperativos como: “Dígame, doctor! ¿qué hago?”, convoca la ferocidad del superyó que retumba en sus oídos amenazando la ilusión narcisista del profesional que, como tal, “debería” saber siempre cómo responder, aunque no tenga la menor idea de lo que hace. El miedo no se hace esperar y la huida pareciera presentarse como la salida más simple. Huyen a islas seguras, en las que el no saber quede velado. La seguridad basada en estándares y en respuestas prefabricadas apacigua la angustia y se convierte en caldo de cultivo que nutre la pasión por la ignorancia del Yo.

Aún mayores dificultades depara considerar qué hace aquel que, a pesar del miedo, elije no huir, aunque no tenga la menor idea de la responsabilidad del acto al que se aboca. Es allí, precisamente, donde el psicoanálisis silvestre se materializa con total esplendor. La teoría psicoanalítica se convierte en la fuente de la interpretación dejando así de lado el decir de quien ha llegado para hablar sobre su padecimiento, cerrando así las puertas al sujeto del inconsciente. Se cree hacer psicoanálisis mientras se hace exactamente lo contrario. Entonces, en el enceguecimiento narcisista, ante la demanda imperativa del impaciente paciente, el psicoanalista silvestre responde mostrando “todo su saber”, que no es otro que el que la pobre comprensión de su quehacer, ligada a la ilusión de la teoría como isla segura, le proporcionan. Aplasta lo inconsciente mientras habla de la teoría de lo inconsciente. Moraliza a su paciente mientras lo instruye pues cree que el psicoanálisis podría decir cuál es el buen modo de desear y de gozar.

Y es que allí, en el psicoanálisis silvestre, se desconoce que analista y analizante se producen en el mismo instante y que es por el segundo que el primero se produce. El psicoanalista silvestre se empeña en educar al otro para que sea un buen analizante y en ese mismo empeño se destina a erradicar la probabilidad de la aparición del analizante que supone debe hacer existir. Ilusión de vanidad por no haber, él mismo, devenido analizante, razón por la cual no sabe que aquel que logra devenir en tal posición de analizante  es quien da “ser” al analista, en el sentido en que no hay más ser del analista que el de ser dicho en alguna parte, particularmente, en el decir del analizante. Así, desconoce que la interpretación nada tiene que ver con el sentido ni con el significado, mucho menos con la teoría que pueda contarse. Todo ello no puede llevar más que al sostenimiento del alma bella y al incremento del padecimiento derivado de la imposibilidad misma para el Yo de corresponder con los ideales que, como si fuese el mismo superyó, el supuesto analista le exige. 

Y hay que agregar que ir a visitar a un analista no lleva necesariamente a que se produzca allí un analizante, aunque se pasen años hablando recostado en un diván. Más aún en una época en donde abundan más las Instituciones de Psicoanálisis y los “Psicoanalistas”, que los analizantes, condición que, como consecuencia lógica, incremente la probabilidad del psicoanálisis silvestre.

No es poca pues la responsabilidad que atañe a cada uno. Y no está en el poder de alguno autorizar a alguien en particular como analista. Pero, es claro que, autorizarse a tal lugar no basta para que se produzca un analista sino a condición que ya se haya producido un analizante y, cuando de ello se trata, sólo uno por uno puede responder por el acto en el que se compromete.

John James Gómez G.



lunes, 25 de noviembre de 2013

Fragmento del texto: La Ciencia y la Verdad. Lacan, J. (1966). En: Escritos 2. Siglo XXI Editores, 2ª ed. 2011. pp. 820. (Primera parte).

“La oposición entre las ciencias exactas y las ciencias conjeturales no puede sostenerse ya desde el momento en que la conjetura es susceptible de un cálculo exacto (probabilidad) y en que la exactitud no se funda sino en el formalismo que separa axiomas y leyes de agrupamiento de los símbolos.”

Comentario:

Lacan toma posición en relación a las llamadas “ciencias humanas”, indicando que su denominación es imprecisa pues no hay nada en ellas que pueda hablar del hombre propiamente dicho. Y es que si se toma al hombre y con él, la particularidad del sujeto, se hace evidente que éste ha sido excluido de las ciencias por la reducción que ellas intentan hacer de un objeto que sea verificable en el campo que, desde el positivismo, se intentaba establecer como terreno seguro, aunque ello fuese solo una ilusión.

Lo que está en juego en ellas es la conjetura, es decir, el juicio que se forma acerca de los acontecimientos a partir de indicios y observaciones. Ello dista de la búsqueda metafísica, como de cualquiera las aspiraciones de explicar alguna esencia acerca de lo humano, tanto en la filosofía, como en la antropología, la sociología y, sobre todo, en la psicología, pues ésta última, tempranamente, tomó partido por hacer de la fisiología su medio y de las conductas y los procesos anatomo-funcionales su objeto.

Reconocer la conjetura como condición de las ciencias es quitar el velo que sirve para sostener la falacia de que hay alguna esencia, causa final, verdadera y plenamente cognoscible. Que la causa final está perdida es lo que prueban los intentos de explicación de cualquier origen. El desplazamiento del punto de origen es inevitable, tal como lo han mostrado las ciencias, todas ellas, pues, a pesar de la exactitud de la física, ella no ha podido más que estrellarse contra el insoportable rasgo escurridizo de un origen que cuando se cree haber logrado, deviene en el mismo acto de su hallazgo un mito, siendo este constituyente en el mismo sentido que lo es para la antropología.

Es así que, si se atiende a la conjetura, se encuentra que la exactitud no depende de alguna prueba experimental, sino, del cálculo del que es susceptible la formulación de enunciados matemáticos. Y, cuando la lógica, con Boole, devino algebra, y la probabilidad se tomó a la exactitud, tal como lo ha mostrado el avance de la física desde la mecánica cuántica hasta las más recientes teorías de súper cuerdas, la línea divisoria entre ciencias conjeturales y exactas se desvaneció, pues, la conjetura devino calculable en la probabilidad y la exactitud devino sólo probable. Es probable que haya 10500  universos, según nos dicen los físicos en la teoría de súper cuerdas, cada universo con leyes diversas y, probablemente, alguno, idéntico al nuestro. No hay pues más exactitud, ella devino el sueño de los que, desesperadamente, guardan en su corazón la ilusión narcisista de un dios que eligió al anthropos como ser esencial de su creación.


John James Gómez G.  

jueves, 21 de noviembre de 2013

Fragmento del texto: De lo Inconsciente a lo real. Lacan, J. (1975-1976). En: El Sinthome. El Seminario, libro 23. Editorial Paidós. 2006. pp. 130. (Segunda parte).

“… la instancia del saber que Freud renueva, quiero decir innova, con la forma del inconsciente, no supone en absoluto obligatoriamente lo real del que me sirvo.”

Comentario:




El cross cap se encuentra constituido por un disco, puede decirse también, una recta infinita que se cierra sobre sí misma, y una banda de Moebius. Son esos dos objetos los que resultan del corte. Como ya he mencionado en la primera parte de este comentario, la banda de Moebius a pesar de ser una superficie no orientable, conserva la posibilidad de inversión de la imagen especular debido a que la semi torsión que la constituye está de un solo lado puesta de cierta manera ante el espejo. En tanto modelo, permite dar cuenta de una escritura posible del sujeto en la continuidad entre el 1 y el 2 de sus caras en tanto lo que representa a un significante para otro significante (S1-S2). Sin embargo, es necesario articular dicha escritura, que no deja de tener en el Yo su proyección especular, con el objeto a, invención de Lacan, objeto inédito, pues siendo rigurosos no se encuentra propiamente en ningún lugar de la obra de Freud.

El objeto a, es no especularizable. Es un objeto que no corresponde con ninguno de los objetos del mundo de las imágenes y es la manera en que Lacan nombra lo que falta en el agujero de lo real. Dicho objeto articula los tres registros, pues de él se hacen sustitutos imaginarios y simbólicos, pero, en todo caso, siempre sustitutos. El objeto a, como objeto inédito es siempre lo que falta, en tanto real. Letra con la que se denomina entonces el efecto de una recta infinita que se cierra sobre sí misma constituyendo un disco que, topológicamente, puede ser equivalente a un agujero.

El agujero es irrepresentable imaginariamente y no hay orientación alguna frente a él a través de lo especular. Se puede tratar de escribir. De hecho, la neurosis es ya un intento de escritura, aunque en exceso fallido, pero que, en todo caso, da cuenta del trauma (trou-ma [Neologismo de Lacan para expresar trauma y a la vez agujero), es decir, de la intención de hacer un matema del agujero traumático en su articulación con el fonema. En la neurosis la escritura no llega a pasar del hecho de inscribir sin una escritura propiamente dicha. Es a ello a lo que se llama el mito, incluso podríamos decir, en palabras de Lévi-Strauss: mitema.

Sea como fuere, Lacan aclara que: “El matema, aunque lo abordemos por la vía de lo simbólico, no deja de ser real.” (Lacan, J. De la incomprensión y otros temas. pp. 67. 1971 [2012]). Es decir que el matema puede escribirse pero nuca será completamente escrito, es eso lo que está en el centro de su famoso anuncio de “no hay relación sexual”. La relación sexual no cesa de no escribirse. Y es que no importa cuantos bucles se hagan recorriendo la banda, es decir, no importa cuantos recorridos por los desplazamientos significantes que dan cuenta del sujeto del inconsciente se lleven adelante, el agujero estará perpetuamente ahí. La lectura y la escritura a su alrededor no tienen como finalidad llenarlo, ni darle sentido, sino, abrir paso a la construcción de una lógica que permita al sujeto hacer cada vez mejor con el agujero, sirviéndose de él y no sólo padeciéndolo, modo más común en las neurosis. Es justamente el intento desesperado por llenar de sentido el agujero con la formulación de mitemas y no con la construcción de matemas, que el agujero conlleva una repetición que no deja de tener un fuerte impacto de horror. El discurso del amo, de la histérica, de la universidad y, sobre todo, el del capitalismo, cada uno a su modo, operan con esa lógica de desalojar el agujero y con ello al matema. El discurso psicoanalítico intenta, por el contrario, poner el objeto a como agente que permita leer a partir del sujeto del inconsciente la lógica derivada de los efectos del objeto a, para que escribir algo del matema sea posible. Es allí donde el psicoanálisis resulta más insoportable para las ilusiones del Yo y del Superyó, es decir, de cómo habitan en cada uno la ilusión de completitud y los ideales de la cultura.

Decir entonces que hay un inconsciente real, conlleva, a mi juicio, una imprecisión importante. Hay lo real y ello es introducido en la vida humana por el encuentro con lo traumático, es decir con lo que el significante introduce de saber, que deviene intento de lectura y escritura del agujero irrepresentable. El sujeto del inconsciente está, como en el cross cap, “amalgamado” al agujero. Sujeto del inconsciente y objeto a, están en una articulación lógica que intenta devenir matema ($<>a). No obstante, el matema no deja de ser real y en su imposibilidad lógica, no es lo inconsciente, pues este último ex-siste entre interior y exterior como superficie no orientable que a pesar que irrumpa con el equívoco o cualquiera otra de sus formaciones, no deja de ser simbólico aunque en su producción encuentre un límite. Si el inconsciente deviniese real, habría entonces copulación entre el sujeto del inconsciente y el objeto a, quedando así negada la imposibilidad de la relación sexual, habría pues algún tipo de relación sexual y no habría más teoría universal del falo. Decir que hay un inconsciente real, conllevaría asumir que sujeto del inconsciente y objeto a, han copulado y, entonces, que lo simbólico y lo real han dejado de participar junto con lo imaginario en una cadena borromea y se han convertido en una única y misma cosa. De otro lado, tal vez, el matema real devendría así simbólico y lo inconsciente pasaría, sustitutivamente a lo real. El objeto a, podría ser escrito ya no sólo con una letra sino que además podría ser representado especularmente. Decir que hay un inconsciente real no sería pues el psicoanálisis, ni el reverso del psicoanálisis, sino, el psicoanálisis al revés.

John James Gómez G.


miércoles, 20 de noviembre de 2013

Fragmento del texto: De lo Inconsciente a lo real. Lacan, J. (1975-1976). En: El Sinthome. El Seminario, libro 23. Editorial Paidós. 2006. pp. 130. (Primera parte).

“… la instancia del saber que Freud renueva, quiero decir innova, con la forma del inconsciente, no supone en absoluto obligatoriamente lo real del que me sirvo.”

Comentario:

En su texto “El Yo y el Ello”, Freud señala que lo que llamó inconsciente tuvo al menos tres momentos en cuanto a su concepción. La primera, que él denomina “inconsciente en el sentido descriptivo” y que ubica en su descubrimiento inicial de lo “Unwebusst”, decide denominarlo a partir de 1923, definitivamente, como preconsciente. La segunda vinculada con la teorización de la represión como parte de la estructura y no como acontecimiento que puede o no ocurrir y al cual denomina “inconsciente reprimido”. Y, finalmente, el inconsciente no-reprimido ligado a esa frase de gramática fija e inequívoca que Freud llamó “fantasía” y que, articulado al anterior, define la condición del inconsciente en su estructura paradójica y continua entre interior y exterior, fundando así el Inconsciente No-Todo Reprimido. 

Sin embargo, resulta fundamental percatarse de que, cuando se trata de lo inconsciente, en cualquiera de los sentidos expresados por Freud, lo que está en juego es el registro de lo simbólico en su articulación con lo imaginario. La lectura que posteriormente Lacan hace de ello, lo muestra, pues de no ser así no habría escrito la estructura de su sujeto del inconsciente con el par S1-S2, como tampoco se hubiese servido para ello de la Banda de Moebius. Este objeto, la banda de Moebius que se caracteriza por ser una superficie no orientable en cuanto a lo interior y lo exterior y que permite dar cuenta de la continuidad S1-S2, en la cual el sujeto es representado, a pesar de mantenerse en lo simbólico, no es carente de especularidad, es decir, de relación con lo imaginario. Es por ello que, necesariamente, cuando de la constitución del sujeto se trata, la relación entre el significante y la imagen es fundamental, tal como lo indicó Lacan en su texto “El Estadio del Espejo como Formador de la Función del Yo [Je] tal como se nos Revela en la Experiencia Psicoanalítica”. El sujeto del inconsciente no deja de tener en el Yo especular su proyección imaginaria. Sin embargo, algo falta allí, a saber, la pregunta por articulación del sujeto con lo real. 

La Banda de Moebius, a pesar de ser no orientable en cuanto a sus caras, conserva de todas maneras un rasgo especular: el que permite identificar la imagen en el espejo en relación con la orientación izquierda/derecha, gracias a la media torsión que se se presenta solo de un lado de la banda. Así, ante el espejo, es posible identificar la inversión propia de las imágenes especulares que dan cuenta de la dimensión tres, aunque lo que está en juego en cuanto a sus caras sea la continuidad del dos. Este rasgo específico es lo que hace que la Banda de Moebius sea un objeto topológico de dimensión dos,  pero sumergible en dimensión tres.

Si tomamos esta particularidad y otorgamos la suficiente rigurosidad a la manera en que Lacan plantea la cuestión, el inconsciente no es lo real, lo que no quiere decir que entre ellos no se haya articulación. Es por eso que lo real, lo simbólico y lo imaginario, sirven a los fines de la escritura de tal articulación, como una cadena borromea.

Sin embargo, si se quiere apreciar con mayor detalle esta distinción entre el inconsciente y lo real, es necesario, tal como lo hizo Lacan, otro objeto topológico: el cross cap. Veremos entonces que afirmar que hay un “inconsciente real” tal vez sea una imprecisión no menor, cuando no, un error fundamental…




John James Gómez G.

¡Qué poca humanidad hay a veces en ese “gran espíritu científico”!

 “Se abre paso la vida con la misma terquedad con la que una plantita minúscula es capaz de rajar el suelo de hormigón para sacar la cabeza....