lunes, 3 de marzo de 2014

Fragmento del texto: “Saber, Verdad, Ignorancia y Goce.” Lacan, J. (1971). En: Hablo a las Paredes. Editorial Paidós. 2012. Pág. 28.
(Cuarta parte del comentario, a partir de la reflexión suscitada por el artículo “Profesores, los necesitamos”).

“El saber no sabido del que se trata en el psicoanálisis es un saber que efectivamente se articula, que está estructurado como un lenguaje.”

Comentario:

El discurso común opera con la modalidad de los imperativos categóricos. Supone una separación entre lo que es debido, es decir, lo que según el discurso de la moral cultural se avala como correcto, y lo que no lo sería. Es de gran interés en una época como la nuestra, no perder de vista sus efectos pues, tal como Freud lo indicó magistralmente en “El malestar en la cultura”: “…comoquiera que se defina el concepto de cultura, es indudable que todo aquello con lo cual intentamos protegernos de la amenaza que acecha desde las fuentes del sufrimiento pertenece, justamente, a esa misma cultura.”[1] En ese marco del discurso común, el Yo, en su desconocimiento de lo inconsciente, se ve empujado a intentar responder a esos imperativos, bien tratando de identificarse con ellos por vía de su encarnación, bien con identificaciones por vía de su rechazo. En cualquiera de los dos casos, su posición está ligada, ineludiblemente, a su relación de alienación con ellos.

No deja de sorprender entonces la fuerza de esa demanda que viene por vía del discurso común, también llamado sentido común y que convoca a una locura apoyada en el desconocimiento de la responsabilidad vinculada con el sujeto del inconsciente. Basta comenzar a escuchar con atención los equívocos que surgen en un discurso tal para percatarse de su diferencia con el saber inconsciente, o sea, con lo no sabido que aparece allí mismo como no reconocido. Tomar noticia de ello no es posible sino en la medida en que se introduce la interrogación por el común lenguaje, es decir, por cómo en el lenguaje común, no las teorías sofisticadas que intentan explicar fenómenos, sino el lenguaje con el que todos hablamos, lenguaje que circula por doquier, se puede interrogar lo que se cree sobreentendido acerca de lo que el discurso común quiere decir. Es así que el inconsciente se estructura como un lenguaje (común lenguaje), pues allí está presente como saber no sabido en lo que todos creemos entender del discurso común que prima en la cultura. 

Veamos ejemplos que por su banalidad no dejan de hablar de algo excepcional en cuanto desvelan ciertos modos de padecimiento, y de engaños, sobre el ideal de bienestar propio del estado actual de nuestra sobrevalorada civilización. Abundan las expresiones que suponen un impulso hacia ese supuesto de bienestar para la vida. Uno de ellos, recurrente y casi omnipresente, es el de la “calidad de vida”. Todos corren preocupados por saber de qué se trata tener calidad de vida. Algunos creen que sería poder consumir todo cuanto el mercado oferta, otros en poder parecer felices ante los ojos de los demás, o cualquier otra manera, según cada quien. Sea como fuere, todos parecen desesperar en la búsqueda de los ideales relacionados con la calidad de vida. Anhelos de fama, poder, éxito, riqueza, ausencia total de enfermedad, entre otras, son las maneras en que podría creerse que se obtendría la “calidad de vida”. Y mientas se está excesivamente ocupado, sin tiempo para pensar, y corriendo a hacer cosas aunque no se sepa muy bien para qué ni por qué, se pierde de vista el equívoco que gracias al lenguaje común se evidencia tras ese discurso común que demanda, como imperativo, tener calidad de vida. No se trata más que del equívoco que por su homofonía expone a la luz su modalidad imperativa: la calidad de vida se toma como calidad debida. La calidad de vida es buscada como calidad debida y sus efectos no dejan de hacerse escuchar cada vez que alguien se queja del malestar del que es portador por no saber cómo responder a ello pues, en muchos casos, se descubre que lo que se llama calidad de vida no es otra cosa que el afán por hacer lo que se supone como ideal de calidad en una época en que el consumo es el eje, al punto en que el sujeto allí se consume sin saberlo, pues no puede reconocer el saber no sabido, lo inconsciente en juego.


El "deber" en tanto imperativo categórico es una forma de malestar. Supone un ideal que implica padecimiento y que se manifiesta como mandato superyoico. La calidad debida (homófona de "calidad de vida") supone una posición de sumisión en la que el Yo se prosterna ante el ideal olvidando la responsabilidad que lo implica respecto del deseo que lo habita. Todo aquello que tiene que ver con el "deber ser", tiene ese mismo rasgo que implica padecimiento. Es en ese punto que aparece la culpabilidad como modo del masoquismo ligado al superyó y también como agresividad hacia los otros. La responsabilidad, en cambio, implica una ética que reconoce que el deseo existe y que éste se opone al placer, razón por la cual poco tiene que ver con el confort.

De igual manera, se escuchan los grandes malestares de quienes entregan sus hojas de vida y se ven enfrentados con un muro al descubrir que ellas no coinciden con la hoja debida. No se trata de meros juegos de palabras, sino de lo que los deslizamientos de la estructura del lenguaje revelan de excepcional a través de su aparente banalidad.

Por lo pronto dejaré aquí, no sin antes indicar que las interrogaciones de un par de amigos acerca de las diferencias posibles entre los verbos educar, profesar y enseñar, me parecen muy interesantes de considerar. Pero será algo sobre lo que intentaré extraer alguna consecuencia en el siguiente comentario.

John James Gómez G.


[1] Freud, S. (1930). El malestar en la cultura. En: Obras Completas, vol. XXI. Amorrortu Editores. 1979. pp. 85-86.

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