lunes, 31 de marzo de 2014

Fragmento del texto: “Lo inconsciente”. Freud, S. (1915). En Obras Completas, vol. XIV. Amorrortu Editores. pp. 183.

“El núcleo del Ice consiste en agencias representantes de pulsión que quieren descargar su investidura; por tanto, en mociones de deseo. Estas mociones pulsionales están coordinadas entre sí, subsisten unas junto a las otras sin influirse y no se contradicen entre ellas.”


Comentario:

Los esfuerzos de Freud por hallar las propiedades particulares de lo que había denominado “sistema inconsciente”, no se detuvieron nunca en sus elaboraciones. Toda su obra, podríamos decir, está orientada en esa búsqueda, motivada, lógicamente, por lo que la experiencia clínica le exigía en torno a la dilucidación de la pregunta por las operaciones psíquicas. Luego de haber iniciado su camino apoyándose en una noción de inconsciente meramente descriptiva que luego dejó signada con el nombre de “preconsciente”, Freud se encontró con un hueso más duro de roer de lo que, tal vez, él mismo suponía. Y es que si las cosas hubiesen quedado ligadas a ese inconsciente en el sentido descriptivo, la clínica sería algo sencillo y de efectos casi perfectos. Bastaría con la rememoración y reintegración de las representaciones desalojadas luego del conflicto de inconciabilidad, para que se produjera la anhelada curación. A la luz de esa perspectiva, lo inconsciente era una anomalía, un grupo psíquico segundo que se formaba por el divorcio entre la representación y el monto de afecto, lo que facilitaba la represión de la primera. Así, rememorar la representación ligada a ese falso olvido, a esa represión, traería la curación al mismo tiempo que la reintegración de una supuesta unidad psíquica. Pues bien, ese primer momento, en apariencia feliz, de la clínica freudiana, deparaba problemas que Freud tuvo que develar poco a poco y que lo llevaron al encuentro con lo incosnciente no todo-reprimido, estructural, que no es una anomalía, sino la condición misma de lo psíquico. Más aún, ese inconsciente trae aparejadas dificultades que superan la lógica clásica y requieren un tratamiento riguroso en cuanto a sus propiedades.

Avanzando por ese camino, el reconocimiento de la coexistencia de mociones pulsionales, que bien podrían ser contradictorias, implicó un cuestionamiento al principio de no contradicción propio de la lógica aristotélica. ¿Cómo es que podrían coexistir esas mociones contradictorias sin que una de ellas se cancele? En otras palabras, ¿Cómo puede ser que p y no p, puedan ser ambos verdaderos y sostenerse en una lógica que no por paradójica es menos efectiva que la lógica clásica? He allí una de las mayores dificultades de resolver, ante la cual Freud nunca retrocedió, lo que no significa que haya logrado su resolución.

Mientras el Yo fantasea con la unidad psíquica, la función del Uno en cuanto a lo inconsciente es lo que puede sostenerse por la articulación de tres que hacen, al mismo tiempo, uno. Este punto es clave y Freud trató, a su modo, de articularlo aunque los medios con los que contaban aunados a su aspiración de hacer el psicoanálisis una ciencia positiva razón por la cual intentaba siempre hallar algún sustrato biológico, hicieron de su tarea una aporía. Sin embargo, sus intuiciones fueron suficientes como para que alguien que se ocupara del problema pudiese apostar por su solución.

La ilusión freudiana de unidad se expresa en lo que denominó: “realidad psíquica” o, también, “complejo de Edipo”. Ella se superpone a lo que luego, Lacan, llamó los Nombres del Padre, a saber, esas tres consistencias real, simbólica e imaginaria, que se encadenan de tal manera que se sostienen en un nudo en el cual ninguna de las tres es la responsable primordial del anudamiento. Las tres son, al mismo tiempo, banales y excepcionales pues cada una encadena a las otras dos y soltando cualquiera de ellas, las otras dos, inevitablemente, se desanudarán. Ese nudo Borromeo, es el modelo topológico que permitió a Lacan dilucidar las propiedades fundamentales del sujeto del inconsciente. La realidad psíquica o el complejo de Edipo, en Freud, operarían como una cuarta consistencia, un aparente Nombre del Padre, único, que sería el sostén de las otras tres y que velaría el modo en que se anudan lo real, lo simbólico y lo imaginario; es sobre esta lógica que se estructura aquello de lo que el analizante habla en la experiencia analítica. Por esta razón la operación analítica puede describirse, bien como la articulación por un discurso que permita prescindir del padre a condición de servirse de él o, bien como la operación del paso de la realidad psíquica (el cuatro que se superpone como si fuese el único), a la efectividad del nudo (el tres que es al mismo tiempo uno).

John James Gómez G. 

viernes, 28 de marzo de 2014

Fragmento del texto: “La función de lo escrito.” Lacan, J. (1972-1973). En: Aún. El seminario, libro 20. Editorial Paidós. 2004. pp. 49.

“…los analistas, gracias al discurso analítico, tenemos que leer: el lapsus. Es como lapsus que significa algo, es decir, que puede leerse de una infinidad de maneras distintas. Y precisamente por eso se lee mal, o a trasmano, o no se lee. Sin embargo, esta dimensión de leerse ¿acaso no basta para demostrar que estamos en el discurso analítico?
En el discurso analítico, se trata siempre de lo siguiente: a lo que se enuncia como significante se le da una lectura diferente de lo que significa.”

Comentario:

A pesar del psicoanálisis y también de la lingüística, que han puesto sobre el tapete la lógica del significante develando el hecho de que él mismo no significa nada, todos vamos por el mundo anteponiendo los significados como un intento de garantizar lo imposible. El imperativo del “deber ser” y sus ideales aparecen como ilusión de una completitud que no se sostiene sino por la locura de creer que el saber se sabe a sí mismo. Ese es el registro de lo imaginario y en él se entroniza al significado para silenciar lo que no anda, lo que podría leerse, porque justamente leer solo tiene función de efectividad si no se toma al significado como garantía.

La escuela, en general, obtura la posibilidad de lectura en el niño. Enseña a repetir fonemas y a armar palabras con ellos demandando su comprensión inequívoca, demanda imposible de cumplir, pues el sentido siempre se desliza. Por tanto, el chico, no sabe cómo leer a pesar que se sienta muy seguro repitiendo palabras que ve escritas en algún lugar. Así, regularmente, cuando se ve enfrentado al hecho de que un significante no significa nada, la coraza imaginaria sostenida en el significado se rompe en mil pedazos; prueba de ello es el encuentro con el álgebra y las dificultades que conlleva, para la mayoría, saber cómo leer allí donde los significantes y las letras, demuestran que no hay garantía alguna en el significado.

El significante puede ser leído, precisamente, por su valor equívoco, por su deslinde del significado. Por tanto en el discurso analítico, mientras el Yo se orienta buscando la garantía del significado, el sujeto emerge para revelar la falla estructural, la falta de garantía. No es otra la razón por la cual el lapsus, el sueño, el equívoco y todas las demás formaciones del inconsciente cuentan con un valor crucial. Claro está, cuando decimos “el Yo se orienta buscando la garantía del significado”, vale tanto para aquel quien llega demandando un análisis como para aquel que presta su oreja a los fines de la producción de la función del analista. Si llegase a ocurrir que ambos se orientan por el significado, no habrá más que imaginarización por vía del sentido, cuestión que desde temprano Lacan cuestionó acerca de la práctica de los postfreudianos y que lo ocupó en el trabajo de retornar al relevamiento de las consecuencias fundamentales del descubrimiento freudiano.

Leer es siempre, como indica Jean Michel Vappereau, leer en la dificultad. De lo contrario solo queda hacerse el loco, bien sea un loco neurótico, psicótico o perverso, que se entrega a la pasión por la ignorancia (no docta) y al desconocimiento del hecho constatable de que hay agujero y que, por tanto, el sentido no puede ser fijado sino puntuado, es decir, ordenado sintácticamente, lo cual en la experiencia analítica resulta clave pues ella se trata mucho más de la sintaxis que de la semántica.

En este orden de ideas, el trabajo del analizante se orientará por los hallazgos de la sintaxis que se manifiesta en su decir y que, por la creencia en el significado como garantía, suele pasar por alto o asumir de modo tal que aquello que lo implica como sujeto se mantiene no reconocido. Es allí donde la escucha de quien se presta al lugar del analista es crucial, pues solo si su lugar es el del semblante de la falta por la cual el significado se desvanece, salvará el impase de ser obstáculo para la lectura que conlleva el trabajo del analizante. Que el analista lea algo no significa que traduce el significado de las formaciones del inconsciente y los entrega al paciente, nada más lejano de la interpretación aunque comúnmente se escuche definirla de esa manera. Se trata, justamente, de lo contrario, a saber, que tome las palabras como significantes que no significan nada, que no están fijados a un significado, dándoles el valor de lapsus e introduciendo la pregunta por la lógica de la estructura que las sostiene. El analista se ocupa entonces de permitir que surja la evidencia de que el inconsciente está estructurado como un (común) lenguaje, es decir, como una combinatoria que se sustenta en la letra y en la sintaxis y por la cual el significado no es ni eterno ni inmóvil.


John James Gómez G.

miércoles, 26 de marzo de 2014

Fragmento del texto: “Acciones obsesivas y prácticas religiosas.” Freud, S. (1907). En:  Obras Completas, vol. IX. Amorrortu Editores. Buenos Aires. pp. 103.

“Fácilmente se advierte dónde se sitúa la semejanza entre el ceremonial neurótico y las acciones sagradas del rito religioso: en la angustia de la conciencia moral a raíz de omisiones, en el pleno aislamiento respecto de todo otro obrar (prohibición de ser perturbado), así como en la escrupulosidad con que se ejecutan los detalles. Igualmente notables, empero, son las diferencias, tan flagrantes algunas que vuelven sacrílega la comparación misma: la mayor diversidad individual de las acciones ceremoniales [neuróticas] por oposición a la estereotipia del rito (rezo, prosternación, etc.), el carácter privado de aquellas por oposición al público y comunitario de las prácticas religiosas, pero, sobre todo, esta diferencia: los pequeños agregados del ceremonial religioso se entienden plenos de sentido y simbólicamente, mientras que los del neurótico aparecen necios y carentes de sentido.”

Comentario:

La neurosis se funda en la creencia en algunos significantes que se sostienen el nudo entre los Nombres del Padre (Real, Simbólico, Imaginario). De hecho, la falla estructural de la creencia toma su nombre propio cuando, a través de los fenómenos delirantes, aquel llamado psicótico intenta subsanar, suplir, compensar esa falla. Se comprende que Lacan haya elegido la expresión “Nombres del Padre” como modo de nominación de lo que hace función de soporte para una estructura que se configura a partir del agujero, es decir, sobre la castración, si se quiere poner en términos freudianos. Sin embargo, con esta última expresión (castración) no se alcanzan a vislumbrar las implicaciones lógicas que conlleva el hecho de que la estructura ex–sista,  justamente, porque hay agujero.

Ese agujero que en tanto “recta infinita” se cierra sobre sí misma, funda lo que Freud llamó “pulsión”. No hay modo alguno de que eso se complete y esa imposibilidad estructural se manifiesta en la experiencia del sujeto con el afecto denominado “angustia”. La pulsión está pues fijada a un objeto que no es ningún objeto de la experiencia sensible y del cual sólo se tiene noticia por esa repetición que busca su reencuentro y esa angustia que hace señal de su ausencia.

El rito, en general, intenta proveer un marco a la creencia con el cual se perpetúen sus efectos. Es así no sólo para los ritos religiosos en el sentido moderno, sino para las culturas antiguas. Con ellos algo se intenta mantener en el lugar que se espera sostener la ilusión de garantía, amenazada por el agujero estructural, siendo así que la creencia en los significantes que dan sentido al rito permiten llevarlo adelante en el lazo con otros. No es así en las neurosis obsesivas. En ellas, el rito parece sin sentido salvo por el hecho de que apuntarían a servir como defensa al Yo. No obstante, ni siquiera para ese mismo Yo es clara la lógica en la que se fundan tales rituales, al punto de rayar en el absurdo. Sólo se sabe que deben realizarse, constituyendo un imperativo que de no cumplirse conllevaría el encuentro con la angustia propia de asumirse deseante. Su función no es la de hacer lazo sino la de expiar la culpabilidad por haber renunciado al deseo.

Dicho de otra manera, no asumir que en la estructura hay agujero y que por Ello hay deseo, lleva al obsesivo a ampararse en el ritual sin sentido manteniendo así el deseo en el horizonte de la imposibilidad. En ese sentido el neurótico obsesivo espera, mortificado, la autorización de un Amo, tal como ocurre con el personaje de Kafka, que ruega "Ante la ley" mientras muere sumisamente.

John James Gómez Gallego 

viernes, 21 de marzo de 2014

Fragmento del texto: “Función y Campo de la Palabra y del Lenguaje en Psicoanálisis.” Lacan, (1953). En: Escritos 1. Editorial Paidós, 2ª ed. 2011. pp. 237-238.

“Una técnica se transmite allí, de un estilo maliciento y aun reticente en su opacidad, y al que toda aereación crítica parece enloquecer. En verdad, tomando el giro de un formalismo llevado hasta el ceremonial, y tanto que puede uno preguntarse si no cae por ello bajo el mismo paralelismo con la neurosis obsesiva, a través del cual Freud apuntó de manera tan convincente al uso, sino a la génesis de lo ritos religiosos.”

Comentario:

No debe parecernos extraño, ocurre con más frecuencia de la que pensamos, que las lógicas institucionales desde las cuales se intenta transmitir aquel que sería considerado el psicoanálisis “verdadero”, lleven la marca del rito religioso. Los efectos de esto no son menores pero, tal vez, pocos de ellos tengan que ver con el discurso psicoanalítico.

¿Cómo no aplicar el método psicoanalítico al propio psicoanálisis a pesar del rechazo que una tarea tal pueda provocar en quienes toman el psicoanálisis por su religión, a las escuelas por sus iglesias y a sus dirigentes por papas que hablarían en Nombre del Padre? La tarea se justifica por el hecho mismo de que, si del discurso psicoanalítico se trata, no hay otra manera de que él se sostenga sino porque se ha podido prescindir del padre a condición de servirse de él. Así pues, mientras se espere la autorización del padre, no hay más que la obediencia neurótica a un Amo y la espera por una autorización pues, tal como el personaje de Kafka, se rogará ante la ley desconociendo que ella está fundada en la incomprensión, incluso la de aquel que se jacte de representarla.

De no tomarse con rigurosidad la interrogación que implica aplicar el psicoanálisis al psicoanálisis, la formación del analista no será distinta a la exigencia de una docilidad que perpetúe el lenguaje autorizado por otro a quien se le supone ser Otro, a pesar que él mismo diga a sus discípulos que el Otro no existe.  Esa formación no sería la consecuencia de las formaciones del inconsciente sino el efecto de los imperativos superyoicos y la culpabilidad que esos imperativos conlleva. Si las cosas ocurren de ese modo, se hace de la experiencia inaugurada por Freud un ritual que se sostendrá yendo todos a consultorios bien amoblados con divanes que estarían dotados de algún tipo de eficacia simblica﷽﷽﷽﷽﷽﷽on el discurso psicoan amoblados con divanes a los que se les atribuiricoanllos tengan que ver con el discurso psicoanólica, creyendo eso suficiente para que allí se produzcan analizantes, y olvidando que el psicoanálisis nada tiene que ver con la magia ni con la hechicería. Tal vez, sostener una formación de analistas orientada por esos imperativos superyoicos, sólo se explica si se hace notar como, recurrentemente, se toma a las escuelas como multinacionales destinadas a la producción en serie de psicoanalistas, aunque así se olvide la producción seria que implica el trabajo del psicoanalizante, es decir, el de un saber que no se sabe a sí mismo y que, por tanto, no puede ser dócil pues cuenta siempre con un valor inédito, rasgo a veces marchito cuando se hace de las frases de Freud, de Lacan o cualquier otro, frases hechas sobre las que no se introduce ninguna pregunta acerca de la lógica que las sustentan. La repetición de las frases y el aprender a repetirlas sin saber de ellas nada más que pronunciarlas, solo aleja a los cándidos candidatos a practicantes del psicoanálisis del discurso psicoanalítico.

En tal sentido, aplicar el método psicoanalítico al propio psicoanálisis, no es otra cosa que interrogar la ética sobre la cual se sostiene el deseo  cuando se toma el riesgo de llamarse psicoanalista.


John James Gómez G.

miércoles, 19 de marzo de 2014

Fragmento del texto: “El significante y el espíritu santo”. Lacan, J (1956-57). En: La relación de objeto. El Seminario, libro 4. Editorial Paidós. 1994. (Segunda parte del comentario).


“Si el análisis nos aporta algo, esto es –el Es no es una realidad bruta, no es simplemente lo que está antes, el Es ya está organizado, articulado, igual como está organizado, articulado, el significante.”

Comentario:

La cuestión de la articulación en una cadena de lenguaje, digamos más precisamente, significante, indica una diferencia substancial con la percepción como fenómeno anatomo-funcional. Bajo ninguna perspectiva el psicoanálisis desconoce, ni con Freud ni con Lacan, la condición necesaria de un organismo viviente como soporte, pero ello no significa que se asuma que en tanto condición necesaria sería también condición suficiente. Regularmente se olvida que el organismo y el cuerpo no son la misma cosa, diferencia sobre la cual el psicoanálisis pone un énfasis fundamental. Un organismo viviente se orienta por el principio del placer, razón por la cual Freud, partiendo de la neurología, asumía una organización estructurada por ése principio. Sin embargo, se hacía evidente que en el caso humano hay una satisfacción paradójica pues ella se produce no por el sostenimiento de un equilibrio basado en la mínima tensión (principio del placer), sino, en aquella que apunta siempre a sostener la tensión; el deseo y el goce operan con esa lógica, y corresponden específicamente al ser que habla y usa letras (parlêtre), ambas modalidades se oponen al principio del placer. Así, para que haya deseo y goce, no basta un organismo, se requiere que por la incorporación del cuerpo del lenguaje en el organismo viviente, el segundo devenga sustancia gozante y esté habitado por un deseo que se desgarra entre la necesidad y la Demanda.

No es extraño escuchar, a veces, que las cosas se interpreten de otra manera, en la que el deseo sería una satisfacción de la pulsión por la vía del placer y el goce la satisfacción mortífera, por la vía del displacer. Se trata de un punto de vista moral desde el cual se busca, incluso en el seno del psicoanálisis, sostener la oposición entre el bien y el mal atribuyendo a la pulsión algún tipo de intencionalidad en el sentido consciente, si se quiere. Derivado de una interpretación moral, como ésa, se hace un enaltecimiento del deseo y un ataque frontal y decidido al goce que sería algo maligno a erradicar. Alguien que se llame a sí mismo psicoanalista y entienda las cosas de tal modo, desconoce que ha devenido sacerdote. Nada más distante del discurso psicoanalítico.

Retroceder ante el deseo y desconocer la existencia de un goce que habita el cuerpo, son ambas cuestiones que no pueden tener otro destino que la culpabilidad. A través de ella se expresa un padecimiento que no deriva de la existencia del deseo y el goce como opuestos al principio del placer, sino, de la locura del Yo que al intentar desconocer esas modalidades de satisfacción, siempre problemáticas pues no se adaptan a los ideales, sufre por intentar responder a imperativos que le demandan cumpla con esos mismos ideales por los que sufre. Desconoce así, también, que intentar colmar la Demanda es destinarse a padecer en extremo el rechazo que hace de todo reconocimiento posible a la lógica del otro lado del principio del placer (que sería la traducción más precisa del título del texto de Freud).

Así pues, la responsabilidad de asumirse deseante y de reconocer la existencia del goce, implica abandonar toda pretensión de colmar la Demanda. Nada es más culpabilizante que desconocer la imposibilidad estructural de colmar los imperativos de la Demanda. Esa culpabilidad es precisamente lo que Freud denominó "superyó", y puede manifestarse como sentimiento consciente de culpa, como necesidad inconsciente de castigo o, también, como enfermedad que agujerea el cuerpo, tal como ocurre con las llamadas psicosomáticas, uno de sus ejemplos más comunes en la actualidad.

John James Gómez G. 

lunes, 17 de marzo de 2014

Fragmento del texto: “El significante y el espíritu santo”. Lacan, J (1956-57). En: La relación de objeto. El Seminario, libro 4. Editorial Paidós. 1994. (Primera parte del comentario).

“Si el análisis nos aporta algo, esto es –el Es no es una realidad bruta, no es simplemente lo que está antes, el Es ya está organizado, articulado, igual como está organizado, articulado, el significante.” 

Comentario:

La referencia al capítulo VII de “La interpretación de los sueños”, de Freud, es sin duda recurrente cuando se habla de los hallazgos que permitieron fundar el psicoanálisis. Suele tomarse incluso como referencia obligada para ingresar en la lógica del descubrimiento psicoanalítico de lo inconsciente. Las razones sobran y, sin duda, la reiteración sobre la referencia está plenamente justificada, lo que no quiere decir que sea sencillo extraer de ella sus consecuencias más relevantes.

Se trata del intento de Freud por establecer, a partir del estudio de la lógica de la formación del sueño, una tópica que le permitiese articular la manera en que se presenta el movimiento de una cierta energía que, en ese momento, aún ni siquiera llamaba propiamente libido. Esa energía, a diferencia de lo que ocurre con aquella que recorre el sistema nervioso, desde el sistema senso-perceptual hasta  la respuesta motriz, no se orientaba solo de forma progrediente. Lo fundamental en ella es su movimiento regrediente. Parte desde lo inconsciente (entendido en ese momento en el sentido descriptivo y no aún como el Ello) y se dirige hacia las huellas mnémicas que quedan como marcas de satisfacciones primordiales. La recuperación de la satisfacción en juego es imposible y, por ello, el “aparato”, como Freud lo concebía, genera un movimiento continuo en su intento por recuperar, una y otra vez, ésas satisfacciones originarias perdidas.

Si se observa con detalle, ya desde aquella época Freud concebía un modelo que no corresponde al tradicional “árbol”, característico de la neurología, con el que se asume al sistema nervioso como un tallo del cual se desprenden ramas que, de interrumpirse en su continuidad, quedarían cercenadas del sistema alterando necesariamente la estructura integral del tallo central. El modelo que Freud decanta a partir de la lógica que logró construir gracias a la experiencia inaugural del psicoanálisis, responde ya no al árbol, sino al circulo, incluso, al agujero. La consecuencia lógica de ello es la pulsión y su concepción de los agujeros pulsionales como claves en la constitución de la experiencia de la realidad psíquica. En ese sentido la sobredeterminación es central, pues el movimiento pulsional se instituye como continuo y esfuerza sin cesar por el retorno a esa satisfacción irrecuperable. Hay allí una articulación que se sustenta sobre la fijación de la pulsión a un objeto que no está en el lugar en el que se le busca; objeto perdido que hace a la satisfacción plena una imposibilidad estructural. Así, la pulsión es no anobjetal que equivale a decir, en el sentido lógico, que es no sin objeto. Cuestión de estructura paradójica pues se fija a un objeto que al mismo tiempo no es ningún objeto en el sentido de la experiencia sensible. Por ello, uno de los problemas de mayor dificultad en ese momento de las elaboraciones de Freud, era sin duda cuál sería el tipo de inscripción que corresponde a esas huellas mnémicas y, por consiguiente, a esa fijación de tipo no anobjetal. ¿Cómo se articula Eso?

No vamos a desconocer la base biológica que Freud intentaba dar a su descubrimiento y que lo llevaba a forzar las cosas hasta el punto de su fracaso al no encontrar una topografía de lo psíquico en la anatomía, cosa que lo limitó en su interés de publicar su “Proyecto de psicología para neurólogos”. No obstante, es evidente que los alcances de su comprensión iban más allá de su intención positivista de encontrar en la biología el sustento de los fenómenos inconscientes. Es así que en la carta 52 a su amigo Wilhelm Fliess, Freud presentó un modelo de inscripciones, transcripciones y re-transcripciones en el cual, de manera anticipada a toda lingüística moderna, atribuyó lugar central a lo que llamó: “Wahrnehmungszeichen” (Signos de percepción). Esos signos de percepción son sin lugar a duda un ordenamiento que responde, no a la condición natural de la percepción como fenómeno anatomo-funcional, sino a la articulación por la inscripción del fenómeno imaginario de la "percepción" en una cadena lingüística. Es esa la escritura fundante de lo que, en su segunda tópica, será llamado el inconsciente en sentido estructural: El Ello (Es, en alemán).


John James Gómez G.

viernes, 14 de marzo de 2014

Fragmento del texto: “El acto psicoanalítico. Reseña del seminario”. Lacan, J. (1967-68). En: Otros escritos. Editorial Paidós. 2012. pp. 399.

“…el psicoanalizante hace al psicoanalista…”… “El psicoanalista se hace objeto a. Se hace, entiéndase: se hace producir; objeto a, con el objeto a.”


Comentario:

El sujeto del inconsciente, el objeto a y la función del psicoanalista, sólo pueden ser comprendidos en la medida en que se reconoce que ninguno de los tres hace parte del mundo sensible. Si algo puede saberse de ellos es por lo que hace función de efectividad (Wirklichkeit), es decir, por la función en el sentido matemático que, por la escritura, permite la construcción de objetos que no por carecer de ser, en el sentido sensible, carecen de ex-sistecia. Ese "ex", señala precisamente que existe allí, fuera del mundo sensible y desde ese lugar producen sus efectos sobre el mundo de la fantasía, de la experiencia imaginaria del Yo. Esa escritura de lo imposible que ex-siste por fuera del mundo sensible, es el punto crucial de la función de efectividad que la topología posibilita en el trabajo psicoanalítico.

Se hace necesario notar que si el psicoanalista no hace parte del mundo sensible, llamarse a sí mismo psicoanalista es algo que no debe tomarse a la ligera. Se trata de una táctica que se ejerce para que alguien demande un análisis, pero, bajo ningún criterio quien se llama a sí mismo psicoanalista, deberá creer que es su cuerpo lo que hace existir esa función, ni siquiera su presencia, mucho menos sus palabras. La única posición constatable es la de alguien que habla, y al hacerlo en el campo del lenguaje equivoca abriéndose la posibilidad de que devenga psicoanalizante. Si eso ocurre, se habrá percatado de que entre un significante y otro significante, ex–siste un espacio que se expresa en las continuidades de una recta que, partiendo desde el centro, nunca llega a un borde, a un límite, y qué por ello siempre hay un resto en el cual algo insiste desde un lugar que no puede captarse con los sentidos. Eso (Ello) no puede percibirse por el mundo de las imágenes. Es necesario que se produzca un modo en el cual algo puede escribirse de ese lugar y si una escritura tal se hace posible, se producirán, en el mismo instante y de manera fugaz: sujeto del inconsciente, objeto a y la función psicoanalista.

Si alguien puede prestarse para escuchar a otro en lo que se conoce como espacio analítico, es porque reconoce, por su propio acto como psicoanalizante, que ese lugar insiste desde una ex–sistencia más allá de toda realidad (Realität), llamada también realidad psíquica, eso que insiste cuenta con una función de efectividad (Wirklichkeit). Así, no se trata de lo que puede hacer como psicoanalista, sino de lo que puede hacerse como psicoanalizante para operar de tal manera que otro con su decir produzca esas tres funciones, tal como él, en su propio acto, las produjo. No hay que creerse entonces psicoanalista,  hacerlo sería pura infatuación, pues no hay más ser del psicoanalista que el de-ser dicho en alguna parte.


John James Gómez G.

¡Qué poca humanidad hay a veces en ese “gran espíritu científico”!

 “Se abre paso la vida con la misma terquedad con la que una plantita minúscula es capaz de rajar el suelo de hormigón para sacar la cabeza....