lunes, 3 de febrero de 2014

Fragmento del texto: “El malestar en la cultura”. Freud, S. (1930). En: Obras Completas, vol. XXI. Amorrotu Editores. 1979. Pág. 75.

“La vida, como nos es impuesta, resulta gravosa: nos trae hartos dolores, desengaños, tareas insolubles. Para soportarla, no podemos prescindir de calmantes. («Eso no anda sin construcciones auxiliares», nos ha dicho Theodor Fontane.) Los hay, quizá, de tres clases: poderosas distracciones, que nos hagan valuar en poco nuestra miseria; satisfacciones sustitutivas, que la reduzcan, y sustancias embriagadoras que nos vuelvan insensibles a ellas. Algo de este tipo es indispensable.”
Comentario:
La vida está marcada por la muerte. Ella coloca un límite, brinda la condición de finitud y, en tal sentido, es sentida con temor al punto de querer olvidarla. Claro está, no es esa la única razón de temor en la existencia humana, pero resulta crucial pues, por el lenguaje, la muerte mortifica el cuerpo aun cuando éste diste todavía mucho de llegar a su finitud. Es tal su fuerza que no deja de interrogar el sentido mismo de existir, siendo evidente el afán humano por sostener alguna ilusión que permita hacer soportables sus efectos. 
Así, el Yo, fascinado con su propia imagen en la que se embelesa con la ilusión de consciencia plena y total dominio de sí, no siempre logra soportar con facilidad la idea de su propia ausencia en el universo. No es extraño escuchar, cuando se trata de la experiencia que el psicoanálisis posibilita, que las personas se interroguen acerca del sinsentido que se pone de manifiesto en el hecho garantizado de que la imagen de sí, su Yo, dejará de existir y que ello está fuera de su control. Sin duda es algo de lo que todos prefieren desentenderse, tanto como de aquellas pequeñas cosas en la vida que recuerdan que, tanto como la muerte, la vida misma está fuera de la posibilidad de total control. Es el punto de una imposibilidad radical ante la cual no hay forma alguna de dominio pleno.
Distraerse de la vida es, entonces, un modo de desentenderse de la muerte. Es por ello que una época como la nuestra, cargada de excesos de imágenes que hacen creer en presencias perpetuas, acompañadas de velocidades informáticas que velan el carácter de la ausencia, no puede ser algo más que propicio para los padecimientos neuróticos. Difícilmente se soporta un segundo de espera. Se ha pasado de meses enteros en los que se debía esperar la llegada de una carta que viajaba en barco de un continente a otro, a personas desesperadas que no pueden soportar que sus parejas tarden un par de minutos en responder al “whatsaap” o cualquiera otro de los modos de ilusión de omnipresencia y ubicuidad actuales.
Debido a eso insoportable se trata de vivir como si se fuese eterno, lo que conlleva inevitablemente el aplazamiento del deseo. Vivir como si se fuese eterno, o incluso como vivir como si se estuviera muerto, hacen de la culpabilidad por el aplazamiento del deseo, el mayor padecimiento del neurótico.
El siglo XXI promete la felicidad, vía adormecimiento por medicamentos o drogas en general, o bien a través de la ilusión de presencias absolutas basadas en la tecnología, pero también, como ha ocurrido desde tiempos remotos, prometiendo la presencia eterna de un Yo que podría ir más allá de esta vida para retornar a la plenitud de un paraíso perdido. Y si no se es feliz o se siente algo de tristeza, sería porque se está enfermo, dice el sagrado manual de enfermedades (DSM V). Se rechaza así el no-todo, la angustia, la castración e, irónicamente, es imposible parar de preguntarse por qué la civilización parece cada vez más cargada de malestares, lo que ha puesto de moda todo lo que sea psicosocial o del tipo de una suerte de “psicosis-social.”
El Yo se entrega a los porvenires de ilusiones que sirvan de “quitapenas” pues no logra soportar lo imposible que retorna una y otra vez enfrentándolo a la angustia. “Hacerse el loco” parece la salida más práctica y sin embargo resulta la más padeciente. Sin embargo, se la prefiere antes que asumir cualquier responsabilidad que implique la pregunta por ese sinsentido fundante de la existencia.
John James Gómez G. 

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¡Qué poca humanidad hay a veces en ese “gran espíritu científico”!

 “Se abre paso la vida con la misma terquedad con la que una plantita minúscula es capaz de rajar el suelo de hormigón para sacar la cabeza....