lunes, 24 de febrero de 2014


Fragmento del texto: “El amo y la histérica”. Lacan, J. (1969-70). En: El Reverso del Psicoanálisis. El Seminario, libro 17. Editorial Paidós. Pág. 30. (Primera parte del comentario).

“Lo que descubrimos en la menor experiencia del psicoanálisis es ciertamente del orden del saber y no del conocimiento o de la representación”.

Comentario:

El fragmento del texto que he decidido tomar como excusa para el comentario de esta semana, me ha sido suscitado a partir de un artículo que me ha enviado uno de mis amigos más queridos, también profesor y, también, al igual que yo, implicado en el saber que el psicoanálisis comporta. Dejo al final el enlace al artículo al que me refiero.[1] Pero, con el ánimo de indicar al menos el imperativo que lo intitula, lo reproduzco: “¡Profesores, los necesitamos!”.

Ante un llamado tal, bien vale la pena hacerse al menos un par de preguntas. Por un lado ¿De dónde procede el llamado? Y, por otro, ¿Cuál sería la respuesta que supondría una demanda tal? Puede que sea un llamado de suma importancia o, podría ser, como en muchos casos, un llamado que no es más que las palabras de alguien que habla para aparentar ir en contra del discurso común.

Sin hacerse demasiadas ilusiones, también tendría que considerarse la pregunta acerca de ¿qué sería aquello de lo que se ocupa un profesor? Creo, de hecho, que sería necesario comenzar por ahí.

La respuesta más obvia surge sin pensarlo dos veces: “un profesor se encarga de educar”. Y henos aquí que nos topamos con una palabra que, como oficio, está marcada, según Freud, al igual que psicoanalizar y gobernar, por una imposibilidad. Educar, gobernar y psicoanalizar, serían, según cuentas, profesiones imposibles. No voy a detenerme en la segunda y la tercera; he dicho que mi interés por ahora está dirigido al artículo en mención que hace hincapié en la primera. Sin embargo, fácilmente, puede intuirse que entre las tres se hace un nudo (a veces Borromeo, a veces un nudo en la garganta, casi siempre de los dos tipos). Y me parece que dicho nudo se comprende, sí y sólo sí, se toma en consideración lo que ocurre entre el saber, el conocimiento y la representación; es la razón por la que elegí el fragmento que he citado.

Si un profesor se ocupa de educar, ¿qué es lo que está en juego en aquello que intenta trasmitir? En algunos casos representaciones, tal vez sea ese el punto fundamental en la mayoría de los casos. Se habla como profesor en nombre del discurso común, bien sea ese discurso tan claro como el agua o tan obscuro como el ébano. Dicho de otra manera, no importa si se habla del sentido común como modo del discurso común o de la ciencia como otro modo, también, del discurso común. En cualquier caso, se habla de representaciones. Se presentan esas representaciones en lo que solo puede sostenerlas, a saber, la creencia, incluso, en la fe. No es extraño que la ciencia y la religión se parezcan, muy a su pesar, más de lo que sus representantes suponen y quisieran. ¡Y claro! Se habla como representante de esas representaciones. Son esas representaciones las que autorizan todo aquello que se dice. Lo que no esté en el marco autorizado de ese lenguaje común no vale la pena decirse. Es la tontería mejor distribuida y, tristemente, dotada de una eficacia simbólica altamente poderosa. Todos los días los “genios” representantes de la ciencia del discurso común, rechazan cualquier cosa que los sorprenda por no estar en el marco de su lenguaje autorizado.

Hay que considerar entonces que si se habla como representante de un discurso común, la probabilidad de que se interrogue algo de aquello que se dice estará bastante limitada; tal vez sería distinto si se intenta hablar interrogando el discurso común a partir del cual se habla, el problema es que ello implica, sin salida alguna, interrogarse a sí mismo. Tal vez sea esa la razón de que el autor del artículo prefiera llamar a los profesores, antes que interrogar el discurso común desde el cual habla.

Así las cosas, el temor a decir algo que no esté dentro de los “cánones” causa pavor pues podría llevar al ostracismo, al destierro, al desprestigio. En tal sentido, parece mejor no arriesgarse a interrogar, o sea, sería mejor evitar pensar con tal de no ser excluido ni rechazado. Eso puede verse todos los días, por todas partes. Ninguna otra cosa es mayor prueba de que el deseo del Yo es, sobretodo, deseo de reconocimiento, que esa evitación. De ser esa la situación, educar sólo como representante de las representaciones que autorizan un decir (se puede jugar con un désir, un deseo), sin arriesgarse a interrogar eso que se supone que lo constituye, lejos nos pone de cualquier posibilidad de aproximación a la construcción de algún saber que implique la responsabilidad directa de quien habla sobre algo que ya no es, precisamente, dominio del discurso común.

Así, el primer problema que debe cuestionarnos acerca de la responsabilidad que nos implica en esa profesión imposible que es profesar, es decir, hablar como si se supiera cuando solo se repiten las palabras autorizadas por un “cierto” discurso común, es algo tan elemental como preguntarse a uno mismo si sabe algo de lo que está diciendo, más allá de que eso parezca verdadero por el simple e insuficiente hecho estar avalado en algún modo del discurso común. Y juego con la palabra “cierto”, no solo como modo de clasificación irónica, sino, en mayor medida, como  énfasis de que corremos el riesgo de estar cegados por la idea ingenua de que sólo lo que es ya discurso común puede ser cierto, más aún, lo único cierto. ¿No es acaso esa la tontería mejor distribuida en el mundo actual? Tomar las cosas de esa manera, sin interrogar absolutamente nada del propio discurso común del que se es representante, es ponerse una venda sobre los ojos sin poder ver ni leer nada, ni hacia afuera, ni hacia adentro, sin darse cuenta además que adentro y afuera son continuidades antes que límites diferenciados, mientras se habla como si algo se supiera, incluso, como si algo se pensara.

Sé que aún no es mucho el avance en la cuestión que me he propuesto comentar. El miércoles continuaré con esta cuestión que, tal vez, me tome más de los tres comentarios que, regularmente, escribo cada semana.

John James Gómez G.





[1] http://www.elespectador.com/opinion/profesores-los-necesitamos-columna-476683

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¡Qué poca humanidad hay a veces en ese “gran espíritu científico”!

 “Se abre paso la vida con la misma terquedad con la que una plantita minúscula es capaz de rajar el suelo de hormigón para sacar la cabeza....