Fragmento del texto: “El amo y la histérica”. Lacan, J.
(1969-70). En: El Reverso del Psicoanálisis. El Seminario, libro 17. Editorial
Paidós. Pág. 30. (Primera parte del comentario).
“Lo que descubrimos en la menor experiencia del
psicoanálisis es ciertamente del orden del saber y no del conocimiento o de la
representación”.
Comentario:
El fragmento del texto que he decidido tomar como excusa
para el comentario de esta semana, me ha sido suscitado a partir de un artículo
que me ha enviado uno de mis amigos más queridos, también profesor y, también,
al igual que yo, implicado en el saber que el psicoanálisis comporta. Dejo al
final el enlace al artículo al que me refiero.[1] Pero,
con el ánimo de indicar al menos el imperativo que lo intitula, lo reproduzco: “¡Profesores,
los necesitamos!”.
Ante un llamado tal, bien vale la pena hacerse al menos un
par de preguntas. Por un lado ¿De dónde procede el llamado? Y, por otro, ¿Cuál
sería la respuesta que supondría una demanda tal? Puede que sea un llamado de
suma importancia o, podría ser, como en muchos casos, un llamado que no es más
que las palabras de alguien que habla para aparentar ir en contra del discurso
común.
Sin hacerse demasiadas ilusiones, también tendría que
considerarse la pregunta acerca de ¿qué sería aquello de lo que se ocupa un
profesor? Creo, de hecho, que sería necesario comenzar por ahí.
La respuesta más obvia surge sin pensarlo dos veces: “un
profesor se encarga de educar”. Y henos aquí que nos topamos con una palabra
que, como oficio, está marcada, según Freud, al igual que psicoanalizar y
gobernar, por una imposibilidad. Educar, gobernar y psicoanalizar, serían,
según cuentas, profesiones imposibles. No voy a detenerme en la segunda y la
tercera; he dicho que mi interés por ahora está dirigido al artículo en mención
que hace hincapié en la primera. Sin embargo, fácilmente, puede intuirse que
entre las tres se hace un nudo (a veces Borromeo, a veces un nudo en la
garganta, casi siempre de los dos tipos). Y me parece que dicho nudo se
comprende, sí y sólo sí, se toma en consideración lo que ocurre entre el saber,
el conocimiento y la representación; es la razón por la que elegí el fragmento
que he citado.
Si un profesor se ocupa de educar, ¿qué es lo que está en
juego en aquello que intenta trasmitir? En algunos casos representaciones, tal
vez sea ese el punto fundamental en la mayoría de los casos. Se habla como
profesor en nombre del discurso común, bien sea ese discurso tan claro como el
agua o tan obscuro como el ébano. Dicho de otra manera, no importa si se habla
del sentido común como modo del discurso común o de la ciencia como otro modo,
también, del discurso común. En cualquier caso, se habla de representaciones.
Se presentan esas representaciones en lo que solo puede sostenerlas, a saber,
la creencia, incluso, en la fe. No es extraño que la ciencia y la religión se
parezcan, muy a su pesar, más de lo que sus representantes suponen y quisieran.
¡Y claro! Se habla como representante de esas representaciones. Son esas
representaciones las que autorizan todo aquello que se dice. Lo que no esté en
el marco autorizado de ese lenguaje común no vale la pena decirse. Es la
tontería mejor distribuida y, tristemente, dotada de una eficacia simbólica
altamente poderosa. Todos los días los “genios” representantes de la ciencia
del discurso común, rechazan cualquier cosa que los sorprenda por no estar en
el marco de su lenguaje autorizado.
Hay que considerar entonces que si se habla como
representante de un discurso común, la probabilidad de que se interrogue algo
de aquello que se dice estará bastante limitada; tal vez sería distinto si se
intenta hablar interrogando el discurso común a partir del cual se habla, el
problema es que ello implica, sin salida alguna, interrogarse a sí mismo. Tal
vez sea esa la razón de que el autor del artículo prefiera llamar a los
profesores, antes que interrogar el discurso común desde el cual habla.
Así las cosas, el temor a decir algo que no esté dentro de los
“cánones” causa pavor pues podría llevar al ostracismo, al destierro, al desprestigio.
En tal sentido, parece mejor no arriesgarse a interrogar, o sea, sería mejor
evitar pensar con tal de no ser excluido ni rechazado. Eso puede verse todos
los días, por todas partes. Ninguna otra cosa es mayor prueba de que el deseo
del Yo es, sobretodo, deseo de reconocimiento, que esa evitación. De ser esa la
situación, educar sólo como representante de las representaciones que autorizan
un decir (se puede jugar con un désir, un deseo), sin arriesgarse a interrogar
eso que se supone que lo constituye, lejos nos pone de cualquier posibilidad de
aproximación a la construcción de algún saber que implique la responsabilidad
directa de quien habla sobre algo que ya no es, precisamente, dominio del
discurso común.
Así, el primer problema que debe cuestionarnos acerca de la
responsabilidad que nos implica en esa profesión imposible que es profesar, es
decir, hablar como si se supiera cuando solo se repiten las palabras
autorizadas por un “cierto” discurso común, es algo tan elemental como
preguntarse a uno mismo si sabe algo de lo que está diciendo, más allá de que
eso parezca verdadero por el simple e insuficiente hecho estar avalado en algún
modo del discurso común. Y juego con la palabra “cierto”, no solo como modo de
clasificación irónica, sino, en mayor medida, como énfasis de que corremos el riesgo de estar
cegados por la idea ingenua de que sólo lo que es ya discurso común puede ser
cierto, más aún, lo único cierto. ¿No es acaso esa la tontería mejor
distribuida en el mundo actual? Tomar las cosas de esa manera, sin interrogar
absolutamente nada del propio discurso común del que se es representante, es
ponerse una venda sobre los ojos sin poder ver ni leer nada, ni hacia afuera,
ni hacia adentro, sin darse cuenta además que adentro y afuera son
continuidades antes que límites diferenciados, mientras se habla como si algo
se supiera, incluso, como si algo se pensara.
Sé que aún no es mucho el avance en la cuestión que me he
propuesto comentar. El miércoles continuaré con esta cuestión que, tal vez, me
tome más de los tres comentarios que, regularmente, escribo cada semana.
John James Gómez G.
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