viernes, 28 de febrero de 2014

Fragmento del texto: “Saber, Verdad, Ignorancia y Goce.” Lacan, J. (1971). En: Hablo a las Paredes. Editorial Paidós. 2012. Pág. 28.
(Tercera parte del comentario, a partir de la reflexión suscitada por el artículo “Profesores, los necesitamos”).[1]

“El saber no sabido del que se trata en el psicoanálisis es un saber que efectivamente se articula, que está estructurado como un lenguaje.”

Comentario:

Avanzar a propósito de la pregunta por lo que se juega en una demanda que procede de un cierto modo del discurso común, digámoslo ahora, el periodismo, es algo necesario aunque su autor haya ganado dos premios Pulitzer o, incluso, tanto más importante resulte interrogar el imperativo de su demanda, justamente por ello.

Que un profesor intenta educar y que su quehacer se juega entre la representación y el conocimiento, es algo que puede demostrarse no sólo por la lógica misma de su acto sino también por lo que de ello resulta y resuena por todas partes en sus consecuencias. Lo que está lejos de entrar en el registro de lo que puede nombrarse como “educación”, buena o mala, es otra cosa; se trata del saber. No es una palabra nueva. Ya los antiguos filósofos la llevaban consigo como amada, si recordamos la etimología a la que su oficio los ligaba: amor a la sabiduría. No obstante, salta a la vista que amar la sabiduría, ser sabio, e interrogarse por el saber, no necesariamente son la misma cosa. Claro está, en aquella época no abundaban los sabios. De hecho, habría una contradicción entre amar la sabiduría y ser un sabio pues, de devenir lo segundo, el amor se detiene. 

Ellos se ocupaban de la lengua, de su lengua común, por tanto, si se trataba de los griegos, la lengua griega sería aquello en lo que se estructuraba algún saber posible, y buena parte de su interés estaba en poder reconocer la lógica de esa estructura. Llamaban "Bárbaros" precisamente a todos aquellos quienes no se tomaban en serio el estudio de la lengua ni del saber que con ella se estructura. No porque los consideraran analfabetas, sino porque, en muchos de los casos, no manifestaban interés en el reconocimiento del saber que estaba ligado a la estructura en juego cuando se trataba del lenguaje. Lo que se esperaba del saber logrado por ese estudio de la lógica que se estructura como un lenguaje, era el acceso a lo que denominaban el “arte de vivir”. Por fortuna no están ellos hoy para juzgarnos, pues seguramente la mayoría pasaríamos fácilmente por bárbaros.

Y me arriesgo a decir que pasaríamos por bárbaros debido a lo fácil que es notar hoy cuan poco interesa el saber, aunque, tal como era de esperarse, en nuestra época sí abunden los que se toman a sí mismos por “sabios”, es decir, quienes están tan seguros del saber sabido que olvidaron por completo que el saber no puede producirse sino porque, el mismo, no se sabe. No hace mucho escuchaba a alguien decir una frase "romántica" de aquellas que tanto gustan a las ilusiones narcisistas: “…ahora ya con la sabiduría que dan los años y el haber terminado análisis…”. Tal vez la idea falaz, que a veces motiva a demandar un psicoanálisis, sería el anhelo de alcanzar la sabiduría para sentirse autorizado a pregonar que se es sabio. De ser así, es muy probable que en esa búsqueda toda producción de algún saber posible se obture, produciendo así la ilusión de que se es un sabio. ¿Cómo podría ser posible la sabiduría si el saber del que se trata en psicoanálisis es precisamente un saber que no se sabe, lo que no significa que no se articule de algún modo?

Que ese saber no sabido (unwebusst), es decir inconsciente, se estructura como un lenguaje, implica que el punto crucial que lo articula es una gramática y una lógica. No se trata de los significados de las palabras, sino de cómo se ordena la lógica de una sintaxis que lleva a deslizamientos que van más allá de cualquier intención consciente y que revelan que allí donde se estaba seguro de saber algo, de tener un discurso común bien formulado, de "tener la sartén por el mango", el equívoco, el sueño, el síntoma, pero sobre todo el deseo y el goce, insisten interrogando ese supuesto saber, haciendo caer la ilusión de que ese saber era sabido y dejando al descubierto que el saber no puede definirse sino por ser, paradójicamente, no sabido. Así, tomarse a sí mismo por sabio puede estar tan cerca de la tontería o de la locura, como tomarse a sí mismo por Napoleón, para poner un ejemplo caricaturesco. 

Será necesario decir algunas cuestiones más a propósito de ese saber no sabido, (aunque reconozca que siempre es imposible decirlo todo) que se estructura como un lenguaje, sobre todo si se reconoce que allí se produce la homofonía entre “como un lenguaje” y “común lenguaje”. Y habría que preguntarnos en qué podría diferenciarse el lenguaje común de lo que, hasta ahora, he venido llamando discurso común. Para ello, será necesario continuar con un cuarto comentario; eso será el próximo lunes.

John James Gómez G.




[1] http://www.elespectador.com/opinion/profesores-los-necesitamos-columna-476683

miércoles, 26 de febrero de 2014

Fragmento del texto: “El amo y la histérica”. Lacan, J. (1969-70). En: El Reverso del Psicoanálisis. El Seminario, libro 17. Editorial Paidós. Pág. 30. (Segunda parte del comentario).

“Lo que descubrimos en la menor experiencia del psicoanálisis es ciertamente del orden del saber y no del conocimiento o de la representación”.

Comentario:

Continuo con el comentario suscitado a partir del artículo ¡Profesores, los necesitamos!, con el que inicié el lunes pasado. Señalé en el comentario anterior la dificultad que implica el oficio de educar, su imposibilidad y su particularidad en relación con el discurso común. La representación construida a partir de tal discurso invita a una repetición sin sentido, al abandono de todo saber. Y puede parecer extraño que se plantee la diferencia entre el conocimiento y el saber a pesar que en nuestra época se confunda, incluso, el conocimiento con la información. Cada vez resulta más difícil poner las cosas en su lugar. Y a pesar de lo que pueda pregonarse, es evidente que no hay muchas personas a quienes interese hacerlo. Por lo pronto, solo diré que la información circula por las vías del ciberespacio a velocidades difícilmente calculables y, cuanto más rápido lo hace, menos se interroga el Yo sobre su relación con esa información que pasa ante sus ojos; ella lo obnubila brindándole la dicha que le proporciona creer que sabe algo, mientras se regocija en su pasión por la ignorancia.  Resulta un hecho constatable que el supuesto de que el acceso abierto a la información proveería algún tipo de deseo de saber, no es otra cosa que ilusión falaz. Basta dar una mirada a las tareas escolares que consisten en el hoy afamado “copiar” y “pegar” para percatarse de la ingenuidad que implica suponer que ofertar información conllevaría algún acceso al conocimiento o, más aún, alguna interrogación por el saber. De hecho, pareciese que no hay más interrogación desde el mismo momento en que “Google” puede responder a cualquier cosa que se le pregunte, incluso, sugiriéndole al consultante, las variantes posibles ante su pregunta cuando los algoritmos captan una posibilidad de error en la formulación; aparece entonces el omnisapiente letrero “Quizás quisiste decir…”

El conocimiento no tiene mucho que ver con el saber. El primero trae aparejada una idea de exceso basada en la ilusión de que puede conocerse el objeto. No obstante, esto implica tomar el objeto en tanto objeto de conocimiento, lo que significa tratar de silenciar el acontecimiento de lo que no se enmarca en la regularidad que podría ser descripta a partir de leyes. La anhelada regularidad que llevaría a la posibilidad de la predicción es el horizonte. Así, se intenta prevenir mientras, sin saber cómo, el acontecimiento sigue sorprendiendo pues incrementa su ferocidad y su aparición es cada vez más estridente. Sea como fuere, el conocimiento hace imagen de que se puede tener algún control y nada fascina más al Yo que esa imagen idealizada. Bien vale preguntarse si es esa ilusión de control la que hace suponer al autor del artículo que estaría en el deber de llamar a los profesores. Pero, aclara el autor, que la obscuridad con que se presenta el conocimiento es un obstáculo que debe vencerse. Esto no debe extrañarnos si consideramos que actualmente el ideal del ready made y el elogio de la facilidad es el equivalente de la felicidad. Si no es fácil y rápido, si no se entrega casi listo, entonces no vale la pena y es mejor dejarlo de lado. Que otros se ocupen de eso que por su dificultad parece no servir para nada. Y así se olvida rápidamente que la inteligencia no es otra cosa que intentar hacer inteligible lo que parece ininteligible. La inteligencia parece extinguirse mientras la tecnología y la información abundan...

El saber por su parte, no puede producirse sino sobre un objeto que falta y que existe aunque carezca de ser o no pueda ser captado por los sentidos, no sobre un objeto de conocimiento. Sobre ello intentaré mencionar algunas cuestiones en el comentario del próximo viernes.

John James Gómez G.


lunes, 24 de febrero de 2014


Fragmento del texto: “El amo y la histérica”. Lacan, J. (1969-70). En: El Reverso del Psicoanálisis. El Seminario, libro 17. Editorial Paidós. Pág. 30. (Primera parte del comentario).

“Lo que descubrimos en la menor experiencia del psicoanálisis es ciertamente del orden del saber y no del conocimiento o de la representación”.

Comentario:

El fragmento del texto que he decidido tomar como excusa para el comentario de esta semana, me ha sido suscitado a partir de un artículo que me ha enviado uno de mis amigos más queridos, también profesor y, también, al igual que yo, implicado en el saber que el psicoanálisis comporta. Dejo al final el enlace al artículo al que me refiero.[1] Pero, con el ánimo de indicar al menos el imperativo que lo intitula, lo reproduzco: “¡Profesores, los necesitamos!”.

Ante un llamado tal, bien vale la pena hacerse al menos un par de preguntas. Por un lado ¿De dónde procede el llamado? Y, por otro, ¿Cuál sería la respuesta que supondría una demanda tal? Puede que sea un llamado de suma importancia o, podría ser, como en muchos casos, un llamado que no es más que las palabras de alguien que habla para aparentar ir en contra del discurso común.

Sin hacerse demasiadas ilusiones, también tendría que considerarse la pregunta acerca de ¿qué sería aquello de lo que se ocupa un profesor? Creo, de hecho, que sería necesario comenzar por ahí.

La respuesta más obvia surge sin pensarlo dos veces: “un profesor se encarga de educar”. Y henos aquí que nos topamos con una palabra que, como oficio, está marcada, según Freud, al igual que psicoanalizar y gobernar, por una imposibilidad. Educar, gobernar y psicoanalizar, serían, según cuentas, profesiones imposibles. No voy a detenerme en la segunda y la tercera; he dicho que mi interés por ahora está dirigido al artículo en mención que hace hincapié en la primera. Sin embargo, fácilmente, puede intuirse que entre las tres se hace un nudo (a veces Borromeo, a veces un nudo en la garganta, casi siempre de los dos tipos). Y me parece que dicho nudo se comprende, sí y sólo sí, se toma en consideración lo que ocurre entre el saber, el conocimiento y la representación; es la razón por la que elegí el fragmento que he citado.

Si un profesor se ocupa de educar, ¿qué es lo que está en juego en aquello que intenta trasmitir? En algunos casos representaciones, tal vez sea ese el punto fundamental en la mayoría de los casos. Se habla como profesor en nombre del discurso común, bien sea ese discurso tan claro como el agua o tan obscuro como el ébano. Dicho de otra manera, no importa si se habla del sentido común como modo del discurso común o de la ciencia como otro modo, también, del discurso común. En cualquier caso, se habla de representaciones. Se presentan esas representaciones en lo que solo puede sostenerlas, a saber, la creencia, incluso, en la fe. No es extraño que la ciencia y la religión se parezcan, muy a su pesar, más de lo que sus representantes suponen y quisieran. ¡Y claro! Se habla como representante de esas representaciones. Son esas representaciones las que autorizan todo aquello que se dice. Lo que no esté en el marco autorizado de ese lenguaje común no vale la pena decirse. Es la tontería mejor distribuida y, tristemente, dotada de una eficacia simbólica altamente poderosa. Todos los días los “genios” representantes de la ciencia del discurso común, rechazan cualquier cosa que los sorprenda por no estar en el marco de su lenguaje autorizado.

Hay que considerar entonces que si se habla como representante de un discurso común, la probabilidad de que se interrogue algo de aquello que se dice estará bastante limitada; tal vez sería distinto si se intenta hablar interrogando el discurso común a partir del cual se habla, el problema es que ello implica, sin salida alguna, interrogarse a sí mismo. Tal vez sea esa la razón de que el autor del artículo prefiera llamar a los profesores, antes que interrogar el discurso común desde el cual habla.

Así las cosas, el temor a decir algo que no esté dentro de los “cánones” causa pavor pues podría llevar al ostracismo, al destierro, al desprestigio. En tal sentido, parece mejor no arriesgarse a interrogar, o sea, sería mejor evitar pensar con tal de no ser excluido ni rechazado. Eso puede verse todos los días, por todas partes. Ninguna otra cosa es mayor prueba de que el deseo del Yo es, sobretodo, deseo de reconocimiento, que esa evitación. De ser esa la situación, educar sólo como representante de las representaciones que autorizan un decir (se puede jugar con un désir, un deseo), sin arriesgarse a interrogar eso que se supone que lo constituye, lejos nos pone de cualquier posibilidad de aproximación a la construcción de algún saber que implique la responsabilidad directa de quien habla sobre algo que ya no es, precisamente, dominio del discurso común.

Así, el primer problema que debe cuestionarnos acerca de la responsabilidad que nos implica en esa profesión imposible que es profesar, es decir, hablar como si se supiera cuando solo se repiten las palabras autorizadas por un “cierto” discurso común, es algo tan elemental como preguntarse a uno mismo si sabe algo de lo que está diciendo, más allá de que eso parezca verdadero por el simple e insuficiente hecho estar avalado en algún modo del discurso común. Y juego con la palabra “cierto”, no solo como modo de clasificación irónica, sino, en mayor medida, como  énfasis de que corremos el riesgo de estar cegados por la idea ingenua de que sólo lo que es ya discurso común puede ser cierto, más aún, lo único cierto. ¿No es acaso esa la tontería mejor distribuida en el mundo actual? Tomar las cosas de esa manera, sin interrogar absolutamente nada del propio discurso común del que se es representante, es ponerse una venda sobre los ojos sin poder ver ni leer nada, ni hacia afuera, ni hacia adentro, sin darse cuenta además que adentro y afuera son continuidades antes que límites diferenciados, mientras se habla como si algo se supiera, incluso, como si algo se pensara.

Sé que aún no es mucho el avance en la cuestión que me he propuesto comentar. El miércoles continuaré con esta cuestión que, tal vez, me tome más de los tres comentarios que, regularmente, escribo cada semana.

John James Gómez G.





[1] http://www.elespectador.com/opinion/profesores-los-necesitamos-columna-476683

viernes, 21 de febrero de 2014

Fragmento del texto: “Tres ensayos de teoría sexual.” Freud, S. (1905). En: Obras Completas, vol. VII. Amorrortu Editores. 1979. Pág. 132. (Tercera parte del comentario).

“[Agregado en 1915:] La investigación psicoanalítica se opone terminantemente a la tentativa de separar a los homosexuales como una especie particular de seres humanos.”

Comentario:

Hasta nuestros días, la imposibilidad de escribir sobre lo que atañe al sexo en los seres humanos es más que notable. En principio, su escritura se realizaba a través de prácticas que constituían diversos modos rituales, todos ellos orientados al enaltecimiento de alguna deidad, a la búsqueda de la fertilidad, a la celebración del triunfo en la batalla, a la iniciación en la religión o en el campo del saber, cosas que en ocasiones se encontraban muy cercanas la una de la otra, cuando no eran la misma cosa, siendo así prácticas sexuales, saber y religión, tres cuestiones distintas que se anudaban en una sola estructura.

En este sentido, desde la antigüedad, la interrogación por el lugar del sexo ha estado presente y, en principio, su concepción no se definió siempre por la procreación, aunque ello fuera una consecuencia natural del encuentro genital entre hombres y mujeres, sino por la condición erótica misma de lazo al otro, indiferentemente de la pareja con la que se llevara adelante el encuentro, fuesen dichas parejas constituidas por humanos y animales, mujeres y mujeres, hombres y hombres, hombres y mujeres, humanos y cualquier objeto inanimado y, sobretodo, por los humanos y sus fantasías.

Ese modo diverso que planteaba el hecho de que en lo humano el sexo no tiene como límite el fin natural, ha llevado a la tendencia absurda de juzgar a los antiguos como salvajes o, incluso en algunos casos, como culturas decadentes y carentes de moralidad. Nada más alejado de la sensatez, pues tales juicios son en buena medida la consecuencia derivada de la tardía moralidad romana que, hecha cristianismo, intentó desesperadamente imponer una serie de falacias basadas en la moral eugenésica y en la idea de que las leyes por las que el sexo debía regirse en los seres humanos, eran las mismas con las que se regía en la naturaleza no humana. Macho y hembra serían la pareja correcta, la anatomía definiría el sexo y, los niños, como los ángeles, estarían carentes de cualquier deseo o rasgo erótico. Todo ello a pesar que en los propios monasterios no se actuara conforme a lo que se profesaba, que en la cotidianidad del lazo social se revelara la falacia de la naturaleza sexual humana, y a que las nodrizas supiesen muy bien que los niños, desde muy temprano, se encontraban invadidos por una poderosa curiosidad acerca del erotismo a la vez que era evidente que su cuerpo mismo estaba ya erotizado desde el momento en que el lenguaje los había tocado.  Se intentó de diversas formas velar por siglos el desarreglo entre el sexo en lo humano y los ideales fundados en los fines naturales de la sexualidad.

En los inicios de la modernidad, solo Sade y algunos otros, osaron decir y escribir abiertamente lo que todos sabían íntimamente, a saber, que cuando del sexo se trata, cada uno encuentra modos singulares de gozar y que, en muchas ocasiones, el sentimiento de culpabilidad derivado del choque de dichos modos de gozar con los preceptos de los imperativos morales, se guardaba celosamente y con gran temor de ser descubiertos, aunque no se hubiese pasado del mero fantaseo. Cosa que no deja de suceder hasta nuestros días.

Es así que Freud, en contravía de lo que la moral sexual cultural le imponía, arriesgó todo por intentar escribir, ya no con prácticas rituales ni con cánones morales, lo que el sexo revela de su imposibilidad. El escándalo lo rodeó siempre al punto de ser tildado de pansexualista, aunque aquellos que así lo juzgan, aún hoy, no puedan negar que, en secreto, ese desarreglo en el goce sexual los habita, los interroga y, en ocasiones, los mortifica, aunque intenten aparentar que están muy seguros de todo cuanto les compete al respecto. Si algo puso en evidencia el trabajo de Freud es que, cuando del sexo se trata, no hay nadie que pueda escribir todo sobre ello. Que la diferencia anatómica no determina nada y que cualquier objeto, por absurdo que parezca, puede servir a los fines del goce sexual.


John James Gómez G.

miércoles, 19 de febrero de 2014

Fragmento del texto: “Tres ensayos de teoría sexual.” Freud, S. (1905). En: Obras Completas, vol. VII. Amorrortu Editores. 1979. Pág. 132. (Segunda parte del comentario).

“[Agregado en 1915:] La investigación psicoanalítica se opone terminantemente a la tentativa de separar a los homosexuales como una especie particular de seres humanos.”

Comentario:

En nuestra lengua española, en alguna época se uso la expresión “desviados” para designar a los homosexuales. Si bien con ella se intentaba indicar una desviación en el sentido de lo que se apartaría de la normalidad, y con ello un cierto modo de segregación, Freud puso sobre el tapete una cuestión crucial que nos permite replantear el sentido que dicha palabra implica.

“Trieb” fue la palabra alemana que Freud eligió para designar esa modalidad de movimiento en vías de la satisfacción que se constituye como un concepto fronterizo entre lo anímico y lo somático. No se trata, bajo ninguna circunstancia, de la satisfacción de la necesidad biológica y, por tanto, se aparta de la condición “natural”; hay en la pulsión un estatuto eminentemente “humano”. “Trieb”, traducido al español como “pulsión”, es aquella palabra con que Freud indicó que la satisfacción en el caso humano, en todos sus ámbitos, es por definición una desviación de la meta natural de la necesidad.  En tal sentido, Trieb puede traducirse propiamente como “desviación”. Resulta entonces que lo humano es en sí mismo una desviación. Nada que pueda considerarse satisfacción en el sentido humano responde como tal a los fines de la naturaleza. Aunque el hambre haya desaparecido, el ojo como agujero pulsional puede seguir captado por la comida que aún resta en el plato o simplemente por la que fantasea. 

Para devenir “humano” es condición necesaria, en el sentido lógico, dicha desviación. En tal sentido, surgen diversos interrogantes acerca de la moral sexual cultural generalizada que intenta sostener que habría los buenos modos de desear y de gozar. Basta escuchar a alguien hablar en el espacio que la experiencia psicoanalítica abre para que se ponga en evidencia que no hay modo en que el sujeto pueda adaptarse a esos ideales expresados por la moral sexual cultural. El sujeto resiste a la adaptación. Cada punto en el que se le intenta captar para fijarlo al supuesto “buen objeto”, el sujeto da cuenta de su estatuto subversivo.

Cada uno ha de vérselas con la interrogación que le plantean sus propios modos de gozar y de desear, aunque el Yo no soporte, en muchas de las ocasiones, lo que de Ello atenta contra los ideales con los que intenta desesperadamente parecer “bien adaptado” y no ser visto entonces como “anormal”.  En su afán por parecer "normal", el Yo sufre. Así, la clínica nos muestra cómo el ideal de "normalidad" es la mayor locura de la modernidad.

John James Gómez G. 

lunes, 17 de febrero de 2014

Fragmento del texto: “Tres ensayos de teoría sexual.” Freud, S. (1905). En: Obras Completas, vol. VII. Amorrortu Editores. 1979. Pág. 132. (Primera parte del comentario).

“[Agregado en 1915:] La investigación psicoanalítica se opone terminantemente a la tentativa de separar a los homosexuales como una especie particular de seres humanos.”

Comentario:

Esta cita corresponde a las primeras líneas de una extensa nota al pie agregada por Freud en 1915 a sus “Tres ensayos” de 1905. Como es sabido, se trata de un texto al que Freud realizó numerosas revisiones, incluso hasta finales de la década de 1920. La razón no ha de extrañarnos. Sus interrogaciones acerca del lugar de una sexualidad ampliada que no se restringe al coito y sobre la cual sería falso afirmar que sea natural, tanto como lo sería afirmar que es no natural. Esas interrogaciones lo llevaron a tratar de escribir lo imposible, a saber, el hecho que no hay encuentro posible entre la pulsión y el objeto en tanto complementariedad pues el objeto al que ella se encuentra fijado está perdido por principio. Ello, sumado al hecho de que la pulsión en sí misma es ya una desviación de lo que serían los fines naturales de la sexualidad, implica que se trata de algo que no puede someterse a reglas naturales generales y que es por estructura perverso, entendiendo que la palabra perversión refiere fundamentalmente a “sustitución”; cuestión central en el erotismo humano y no una cuestión patológica o anormal. Hay sustitución permanente de los objetos para el goce sexual porque no hay el buen objeto que sería apropiado para lo humano en sí. De igual manera, la pregunta acerca de cómo se inscribe el sexo en cada uno es algo que ocupó profundamente a Freud y lo llevó a percatarse de la necesidad, tal como también lo habría indicado Ferenzci, de diferenciar la posición del sujeto en relación al sexo de su elección de los objetos para sus modos de goce sexual. No es otra cosa la que Lacan intenta escribir cuando se aboca a formular sus “ecuaciones” sobre la sexuación, no sin que Freud hubiese logrado primero dar cuenta de que la inscripción sexual no tiene que ver con la oposición pene/vagina sino con la diada falo/castración y que no existe el buen objeto, originario y generalizado, para la pulsión. De allí que Freud señale que la pulsión es no anobjetal, es decir, que no es sin objeto pero su objeto no puede ser más que perdido y todos aquellos de los que se sirve no son sino sustitutivos.

A la luz de sus hallazgos, Freud no dudó en tomar posición respecto de cuestiones que, hasta el momento, eran signadas como aberraciones que debían ser erradicadas por no corresponder con la moral sexual que, históricamente, enfatizaba la finalidad exclusivamente reproductiva de la sexualidad, lo que conllevaba la suposición de la pareja “macho”-“hembra” como pareja complementaria. El psicoanálisis demuestra algo que, aunque intente velarse, resulta evidente para cualquier observador mediano, y es que dicha moral no tiene nada que ver con los acontecimientos propiamente humanos referentes al goce sexual.

Si Freud se pronunció negándose a que el psicoanálisis considere a los homsexuales como algún tipo particular de seres humanos, es precisamente porque reconoció que no hay tal complementariedad entre hombre y mujer, como tampoco hay un buen modo de gozar al que todos tendrían que adaptarse. Se percata que todo ello no es otra cosa que el intento moral de velar el punto más radical y real de la sexualidad humana.

John James Gómez G.

viernes, 14 de febrero de 2014

Fragmento del texto: “El creador literario y el fantaseo.” Freud, S. (1908). En: Obras Completas, vol. IX. Amorrtu Editores. 1979. Pág. 129.


“El jugar del niño estaba dirigido por deseos, en verdad por un solo deseo que ayuda a su educación; helo aquí: ser grande y adulto. Juega siempre a ‘ser grande’, imita en el juego lo que le ha devenido familiar de la vida de los mayores. Ahora bien, no hay razón alguna para esconder ese deseo. Diverso es el caso del adulto; por una parte, este sabe lo que de él esperan; que ya no juegue ni fantasee, sino que actúe en el mundo real; por la otra, entre los deseos productores de sus fantasías hay muchos que se ve precisado a esconder; entonces su fantasear lo avergüenza por infantil y por no permitido.”

Comentario:

El adulto guarda su fantasía sólo para sí, pues supone que al hacerla saber, será juzgado y rechazado por el otro, sin alcanzar a vislumbrar que ese otro del cual espera ese rechazo, padece también en silencio sus propias fantasías y su propio superyó.

Lo que diferencia a cualquier adulto, del poeta, y que hace que el primero mantenga su fantasía como agente de preocupación y la padezca como un pesado secreto, es precisamente que el poeta encuentra en su creación la posibilidad de poner de manifiesto aquello que el primero guarda desesperadamente. El poeta lleva su fantasía del plano imaginario a un plano de elaboración simbólica en el que pone su fantasía como un dicho por el cual el otro se siente llamado, y que representa ahora una forma de novedad. Dicho en otras palabras, lo novedoso de la obra del poeta estaría dado por el hecho de poner a hablar su fantasía, y no conservarla como agente mortificante. Eso siniestro que habla a través de su creación, servirá para que el lector encuentre un punto de identificación con el cual la mortificación causada por su fantasía, se vea en buena medida apaciguada; se genera así entre el poeta y el lector un nudo inconsciente.

Lo maravilloso de todo ello, radica en la extensa posibilidad que el “parlêtre”, ese ser que habla y usa letras, tiene de hacer a partir de aquello que lo horroriza, la base de un amplio capital reflejado en su producción cultural.

La inspiración del artista se funda sobre la posibilidad de mantener como legítimo lo inasible del deseo en que se sostiene su fantasía. Posición que, por demás, denota su destreza para hacer de lo imposible algo que puede ser escrito, de lo horroroso algo bello; así como el escultor en un trozo indefinido de roca puede ver la figura más preciosa y llena de detalles. Mientras tanto el neurótico que sufre tendrá que padecer su imposibilidad, allí donde la culpabilidad se impone como límite que lo separa de la responsabilidad de su deseo, esperando que en algún punto su fantasía se encuentre reflejada en el dicho de otro que ha encontrado la manera de saber hacer con lo siniestro que lo habita.

Sin embargo, no hay que hacernos ideales. No debe extrañarnos que, en ocasiones, el poeta sucumba ante lo insoportable de aquello que lo empuja a escribir y, en tales casos, el padecimiento puede devenir de manera igualmente siniestra. Así, no puede ser la sublimación tomada como modelo idealizado de una ética del bien decir, razón por la cual un análisis no consiste en devenir poeta.


John James Gómez G.

¡Qué poca humanidad hay a veces en ese “gran espíritu científico”!

 “Se abre paso la vida con la misma terquedad con la que una plantita minúscula es capaz de rajar el suelo de hormigón para sacar la cabeza....