Fragmento del texto: La ciencia y la verdad. Lacan, J.
(1966). En: Escritos 2. Siglo XXI Editores, 2ª ed. 2008. pp. 828. [Segunda parte del comentario]
“Digamos que el religioso le deja a Dios la carga de la
causa, pero que con ello corta su propio acceso a la verdad. Así, se ve
arrastrado a remitir a Dios la causa de su deseo, lo cual es propiamente el
objeto del sacrificio. Su demanda está sometida al deseo supuesto de un Dios al
que entonces hay que seducir. El juego del amor entra por ahí.”
Comentario:
Desde que tenemos noticias acerca de la presencia de algún
ser humano en la tierra, la pregunta por la causa ha estado en el centro la
existencia. No sólo la suya propia, sino la del universo entero. Ningún otro
motivo justifica con más fuerza todo lo que el hombre ha creado, desde el mito hasta el
logos.
Con el mito creó a los dioses a su imagen y semejanza, tratando de
explicar cómo se introdujo el cosmos (orden) en el caos y qué movilizaba las
pasiones (pathos) humanas. Incluso, con el triunfo de la moral romana en Occidente, la idea de un dios cristiano, al que se le asignó la imagen de Zeus,
fue llevado hasta el punto de atribuírsele un amor asexuado y carente de toda
pasión, con el fin de suponer que lo humano nada tenía que ver con lo sagrado y
que debía renunciarse a esa humanidad para alcanzar el retorno al “padre”,
aquel que, según el mito, al igual que Zeus, bajaba a la tierra a fecundar
humanas. Entonces, resultó que ese dios tampoco podía prescindir de las
pasiones humanas.
Con el logos, en cambio, la pregunta por la causa no
implica, necesariamente, la presencia de un padre que por su voluntad haga
entrar el cosmos en el caos. Se trata de encontrar la ley que está ahí en el
propio universo, -habría que decir universo simbólico-, que puede ser leída y escrita. Fue
ese el caso de Tales de Mileto, a quien se le concede el lugar de primer
filósofo, y quien se propuso prescindir del padre como ente mítico que hacía de
su voluntad la causa de todo orden posible, para dar paso a la pregunta por la
ley que puede ser leída y escrita a partir del logos y que no requiere de la
voluntad de algo exterior al propio orden. Ese cambio separó, ineludiblemente,
al padre y a la ley. A partir de ese punto se hizo posible prescindir del padre
a condición de servirse de él.
Es comprensible entonces que se conciba como valioso el interrogar el sentido de lo que llamamos
"nuestra existencia". Sin embargo, es vana ilusión hacerlo si se
parte del presupuesto de que, por definición, dicha existencia tendría algún
sentido predestinado por Otro, sea cual fuere el nombre que se le otorgue. El
anhelado sentido no es más que una invención; una respuesta al hecho
estructural de que no hay más que falta de sentido y, como tal, es necesario
asumir la responsabilidad de ello.
Sin embargo, asumir una responsabilidad acerca de la falta y
del sinsentido constituyente, resulta sumamente difícil de soportar para el Yo,
especialmente para el neurótico. Reconocer la propia vacuidad del sentido
constituyente es asumir una herida narcisista fundamental, a saber, que no hay
modo alguno de acceso a la verdad plena y que en ningún sentido lo que de ella
deriva podría corresponder con algún
modo de ideal. Si la ilusión de unidad, incluso de identidad, sirve como sostén
para el Yo es porque solo a través de dicha ilusión puede desconocer que está
hecho de restos de imágenes con valor significante, así como de trozos de un
cuerpo que poco tiene que ver con el organismo o con la maduración en el
sentido natural.
John J. Gómez G.
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