lunes, 7 de abril de 2014

Fragmento del texto: “Histeria”. Freud, S. (1888). En: Obras Completas, vol. I. Amorrortu Editores. 1979. pp. 45. (Segunda parte del comentario).

“El nombre de «histeria» proviene de los primeros tiempos de la medicina y expresa el prejuicio, sólo superado en nuestra época, de que esta neurosis va unida a unas afecciones del aparato genésico femenino. En la Edad Media desempeñó un significativo papel histérico-cultural; a consecuencia de un contagio psíquico se presentó como epidemia, y constituye el fundamento real de la historia de las posesiones por el demonio y la brujería. Documentos de esa época atestiguan que su sintomatología no ha experimentado alteración alguna hasta el día de hoy. Su apreciación y su mejor inteligencia sólo se inician con los trabajos de Charcot y de la escuela de la Salpêtriére, por él inspirada. Hasta entonces, la histeria era la betê noire de la medicina; las pobres histéricas, que en siglos anteriores, como posesas, habían sido quemadas en la hoguera o exorcizadas, en la moderna época ilustrada ya no recibieron más que el anatema del ridículo; sus estados se consideraban mera simulación y exageraciones, y por consiguiente indignos de la observación clínica.”

Comentario:

Uno de los errores más comunes, tal vez sería más preciso decir, uno de los prejuicios más comunes, cuando del psicoanálisis se trata, es confundir las modalidades clínicas, a saber, las neurosis, las psicosis y la perversión, con enfermedades o con trastornos. Es comprensible que un prejuicio tal se presente, sobretodo, si tomamos en consideración que las ideologías dominantes acerca de la psicopatología parten del ideal de normalidad y, desde allí, juzgan cualquier desviación (en el sentido estadístico) como anormalidad, derivando hacia la referencia a algún trastorno. En el psicoanálisis, esas tres estructuras freudianas, luego articuladas con mayor precisión por Lacan, no parten del ideal de normalidad, razón por la cual la idea de anormalidad no tiene lugar. Se trata de modalidades en las que se constituye el lazo con la cultura y con los otros, por tanto, lo que ocupa la clínica no es si dichos modos son normales o no, cosa que como ya dijimos está fuera de lugar cuando del psicoanálisis se trata, sino, de la pregunta acerca de sí aquel que demanda un análisis padece o no, si acaso hay un sufrimiento articulado en dichas modalidades de lazo.

Las histéricas aparecieron manifestando un padecimiento del que no podían decir mucho y del que los médicos no podían explicar nada. Clasificarlas en algún tipo de enfermedad, ubicándolas en relación con algún nombre que las agrupase al interior de alguna categoría nosológica, no servía para casi nada, salvo por el hecho de que los médicos, aunque nada supieran, intentaran con ello paliar su angustia. En tal sentido, al tener que declarar su falta de saber por la interrogación que el padecimiento histérico implicaba, los médicos de la época de Freud, antes que asumir esa falta, preferían juzgar a las histéricas como simuladoras o mentirosas. Freud, por su parte, asume su ignorancia, su falta de saber, y se percata de que del saber sobre ese padecimiento poco correspondía decir al médico y que, por tanto, el saber está, como lo sigue poniendo en evidencia la práctica clínica, del lado del sujeto.

Ellas, las histéricas, enseñaron a Freud que la práctica clínica implica el reconocimiento de la propia ignorancia y que el saber y el conocimiento son dos registros por entero distintos; el primero atañe a la singularidad de la relación del sujeto con el Otro, mientras el segundo hace referencia a la acumulación de elaboraciones que sirven a los fines de la reflexión teórica solo si no se olvida que la teoría no es verdadera sino posible, pues ella debe ser interrogada constantemente por el saber que se produce en la experiencia. De olvidarse este principio, ocurrirá, como es factible ver en no pocas ocasiones, que se tome a la teoría por la verdad plena y se intente acomodar la experiencia a los parámetros de esa supuesta verdad, obturando así  el valor inédito y la singularidad propia del saber.

John James Gómez G. 

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