viernes, 19 de diciembre de 2014

Fragmento del texto y comentario: “La terapia analítica”. (28ª Conferencia). Freud, S. (1917). Conferencias de introducción al psicoanálisis. En: Obras Completas, vol. XVI. Amorrortu Editores. 1979. pps. 410-411. [Tercera parte del comentario].

Con este comentario entraré en receso de las publicaciones en el blog hasta el 26 de enero de 2015.

“La cura analítica impone a médico y enfermo un difícil trabajo que es preciso realizar para cancelar unas resistencias internas. Mediante la superación de estas, la vida anímica del enfermo se modifica duraderamente, se eleva a un estadio más alto del desarrollo y permanece protegida frente a nuevas posibilidades de enfermar.”

Comentario:

Si he afirmado en el comentario anterior que las profesiones que han asumido la versión cristiana de la “curación”, -es decir, aquellas de las cuales se espera cumplan con la tarea de salvaguardar la buena moral; una supuesta moral eugenésica que sería algún tipo de bien público; se esmeran en sostener el ideal de unidad, plenitud, totalidad, omnisapiencia y omnipresencia, esto último hoy bastante caricaturizado por la omnipantalla de la que habla Lipovetsky, pero, sobretodo, se proponen sostener la falacia de que habría modos ideales de gozar y de desear-, dan a la noción de “cura” el estatuto de una père-versión, es porque enaltecen la idea de un padre (père) imaginario que sería totalmente sapiente y en nombre del cual algunos (sacerdotes, médicos, psiquiatras, psicólogos, entre muchas otras posibilidades) hablan con la convicción ilusoria de saber qué es lo mejor para los otros, de hecho, para todos los otros. Es a esa demanda de curación ante la cual el psicoanálisis responde develando el rostro falaz que la compone, provocando el agujereamiento del sentido y el semblante que la constituyen. Quien va a un analista solicita que se le hable como un amo omnisapiente y solo puede probarse que hay función del analista sí y solo sí quien escucha sostiene la demanda sin atender la solicitud de responder como un amo que, por sus “palabras mágicas”, daría la curación. En el psicoanálisis no se trata, pues, de promesas de salvación, sugestión, hechicería o milagros y, por tal razón, para que la función del analista se produzca, es necesario, en el sentido lógico de la expresión, que quien se presta a escuchar a otros por vía de una práctica que pueda ser considerada psicoanalítica, no se autorice a ocupar el lugar de guardián de una moral que sería tomada como bien público.

En este orden de ideas, el psicoanálisis no propone una curación como efecto de un tratamiento moral. Su apuesta es otra, a saber, la de escuchar la demanda, respondiendo a la solicitud de cuidado por la vía de la autorización a un advenimiento del sujeto que  responda desde el lugar que cada uno puede asumir sobre su propia condición de singularidad, de acontecimiento que no se ajusta a la norma porque, por principio, no hay tal cosa como lo normal que cobijaría a la totalidad, como tampoco unidad, perfección, total dominio de sí o plenitud; mucho menos hay los modos de gozar y desear que podrían ser considerados normales. Para hacer existir una posición tal, resulta necesario asumir la acepción originaria de “cura” y atender la solicitud de cuidado operando de tal modo que  lo que se cuida no es al otro en el sentido de tomarlo por un incapaz, inútil, irresponsable o, en el sentido antiguo, por un infans, alguien que no podría leer ni escribir, que no podría reconocer la causalidad (psíquica). Lo que se cuida en el psicoanálisis es la probabilidad de que se sostenga el lugar al que, en relación con su inquietud, el sujeto  puede advenir. Lo que está allí en juego no es, entonces, el cuidado en el sentido moral, no es cuidado del otro ni cuidado de sí mismo, no es prevención ni deseo prevenido que, a la larga, son la misma cosa. Se trata del cuidado en el sentido de prestar atención a los significantes que constituyen una cadena por la cual, quien habla, puede descubrir que hay una causa perdida y, a partir de allí, dar paso a la invención de un modo de saber hacer que no sea el de ignorar la repetición, hacerse el loco, o huir de los efectos constituyentes de la incompetitud de lo simbólico.


John James Gómez G.

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