Fragmento del texto: Subversión del sujeto y dialéctica del
deseo en el inconsciente freudiano. Lacan, J. (1960). En: Escritos Editorial
Paidos, 2ª ed. 2011. pp. 769.
“Esta imagen, yo ideal, la que se fija desde el punto en que
el sujeto se detiene como ideal del yo. El yo es desde ese momento función de
dominio, de prestancia, de rivalidad constituida.”
Comentario:
El punto en el que el sujeto, que es efecto del lenguaje y de
la falta que éste introduce, se fija como imagen de un yo que es ideal por suponerse
dueño de sí mismo y unidad diferenciada, absoluta, plena, de cualquier Otredad, implica una posición necesariamente especular.
Desconoce a partir de ese momento aquello que le es constituyente, a saber, el
lugar del Otro, a la vez que desconoce la duplicidad de la que es presa por
tener en el otro a su doble. Ninguna tontería lo muestra mejor que el momento de
la rivalidad imaginaria en la que reclama a otros la propiedad de las palabras
al decir, no sin cierta cuota agresiva: “esas palabras son mías”. Intentando
señalar en su desesperación, también en su desesperanza, que ellas han estado
alguna vez en su boca, dando cuenta así de cómo éstas advienen al lugar de la
función imaginaria del falo.
El padecimiento que lo acosa deriva de la imposibilidad de
sostener semejante ilusión. Encuentra en la fantasía su sostén a la vez que su
insoportable realidad. Fantasía en la que atribuye al Otro una omnipotencia que
le demanda responder por esa imagen en la que se fija, ante lo cual, la
imposibilidad de tal empresa lo conmina al fracaso desde el momento mismo en
que imagina si quiera alcanzarla. El yo desconoce su falta de unidad, es decir, la
división que le es constituyente, el sujeto del que se trata.
Ante el tropiezo inevitable aparece la impotencia que no
puede ser sino sentida, desde el principio mismo, como agresividad por un Otro
incomprensible en su demanda y por los otros, semejantes, a los que supone una
mejor suerte. Se escuchan retumbar en las paredes de los consultorios las
quejas insistentes del yo que se pregunta ¿Qué quiere el Otro de mi?, mientras
arremete con ira contra el semejante, bien por vía de la vanidad, bien por la
de la ira voraz. Y no sabe muy bien donde poner a aquel a quien habla en ese
consultorio, a veces lo seduce, a veces lo agrede, a veces, incluso, lo llama a
que dé consistencia a ese Otro que supone omnipotente. Es allí donde se prueba
de qué está hecho el deseo que sostiene a ese que se presta al lugar llamado de
analista, pues de no reconocer en ello la celada de la transferencia, la
probabilidad de que se produzca el analizante y con él, el analista como
función en su decir (la del mismo analizante), se reduce a la nulidad.
Nada más difícil de sostener que una práctica en la que la
posición requiere prescindir de la imagen misma en la que se fija la ilusión
del dominio de sí. Supone toda una paradoja, si se reconoce que aquel que se
presta al lugar del analista tendría que intentar dominarse para no dejarse
llevar por la ilusión de ser capaz de dominarse. Es ese el riesgo de su tarea
que no es soportable sino a condición de haber abandonado tal ilusión asumiendo
en su propio trabajo como analizante la
división constituyente. Es en el reconocimiento de la división del sujeto que lo funda en que el yo puede hacer entrar la palabra justa. No se trata pues de prescindir del yo, cosa por demás imposible, sino de descentrarlo de su ideal al punto de que pueda hacer advenir el sujeto del inconsciente y con él, al saber que le permita reconocer el deseo que se vela tras ese afanoso y desesperado deseo de reconocimiento.
John James Gómez G.
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