Fragmento del texto: El malestar en la cultura. Freud, S.
(1930). En: Obras Completas, vol. XXI. Amorrortu Editores. pp. 84.
“Cuando a la postre el creyente se ve precisado a hablar de
los «inescrutables designios» de Dios, no hace sino confesar que no le ha
quedado otra posibilidad de consuelo ni fuente de placer en el padecimiento que
la sumisión incondicional.”
Comentario:
La inevitable impotencia del Yo ante el afán de comprender
aquello que lo constituye más allá de lo que sabe y ante la sensación de
no poder controlar los eventos que le resultan dolorosos y que lo llevan a la
tristeza, la ira, la desilusión pero sobretodo a la angustia, lo hace colocar en ese sinsentido explicaciones que incluyan en su haber seres dotados
de un Yo plenamente consciente [omnisciente] pero superior en poder al suyo propio. Ha sido así desde
los principios de las civilizaciones. Cada una de ellas ha atribuido rasgos
sobrenaturales a deidades que serían, en últimas, las responsables de la
organización del universo y de sus propias vidas, haciéndolas responsables de
su destino y del destino del universo.
Uno de los aspectos más llamativos de dichas deidades es,
como mencionamos, la atribución que se les hace de poseer plena consciencia de sí. El
Yo crea aquellos seres omnipotentes y omniscientes a su imagen y semejanza (salvo, como es evidente, por el hecho ya mencionado de que
el Yo no es omnipotente ni omnisciente) como recurso para
protegerse del horror derivado del descubrimiento de su herida narcisista, pues
no puede saber todo ni dominarse completamente a sí mismo, mucho menos al universo entero.
Sin embargo, las tradiciones de todos los pueblos nos han mostrado la función
que el ritual cumple a los fines de subsanar esa imposibilidad. Desde danzas
para controlar la lluvia, la fertilidad de la tierra y de las mujeres, cantos
para sanar las enfermedades de la tierra y del cuerpo, hasta las anheladas
festividades en la sociedad moderna en las que el alcohol, el baile y en
general las sustancias psicoactivas, cumplen, de manera similar aunque no
idéntica que en las sociedades tribales, funciones de excepción a los procesos normales de la acción social
durante los cuales el Yo se “embriaga” en la ilusión de una dicha que iría más
allá del poder que esos otros seres superiores, sean deidades o jefes, ostentan
sobre ellos causándoles aflicción. Todo ello para luego volver al estado de
sumisión en el que se intenta ganar de nuevo el derecho a esa anhelada ilusión
de dominio de sí y de la vida en general que sólo llega durante cortos períodos
de tiempo y que los antropólogos, particularmente Van Gennep, han llamado
“liminales”.
Que se les atribuya consciencia de sí, opera como un reflejo
de lo insoportable que resulta para el Yo el hecho de que aquello que lo domina
pueda ser acéfalo en el sentido de la consciencia, bien sean tales fuerzas, las
que desde Newton han podido ser corroboradas como leyes del universo o bien esa a la que Freud puso en evidencia y que denominó Trieb, lo que se ha traducido al español como pulsión.
La pulsión es acéfala. Ella no tiene consciencia de sí, lo
que no evita que tenga una meta clara, tal como Freud lo pudo establecer. La mueve
la búsqueda de una satisfacción irrecuperable en la cual se funda su fuerza
imparable y constante. Empuja al Yo a
recorrer caminos que no le son cómodos, más bien, son para él altamente
perturbadores pues resquebrajan su imagen de omnipotencia y omnisciencia mostrándole que algo
habla desde otro lugar. Tal vez lo que resulta tan perturbador no sea
precisamente el contenido en sí de lo que allí está en juego, sino el hecho de que eso que surge más allá de sus dominios y
que tiene efectos sobre él, es algo que no cuenta con un carácter consciente y
entonces cuestiona de manera radical el pequeño montículo sobre el cual el Yo
siempre supone mantenerse a salvo en su vanidad de ente racional, completo y
consciente. Así pues, entregarse a la “voluntad” de unos caminos que serían
dados por alguien que al menos “sabe lo que hace” y que querría lo mejor para
él, aunque sea por designios que él no comprende, resulta mucho menos trágico
que asumir la falta de sentido que la propia vida tiene (la de cada uno) y que
exige al Yo hacerse uno a pesar de la incertidumbre y sin garantía alguna. Resulta
pues en apariencia más cómodo, someterse a un ser que sí sabe en su plena
consciencia qué sería lo mejor para todos. Esa es, precisamente, una de las particularidades de la neurosis.
John James Gómez G.
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