miércoles, 4 de diciembre de 2013

Fragmento del texto: La dirección de la cura y los principios de su poder. Lacan, J. (1958). En: Escritos Editorial Paidos, 2ª ed. 2011. pp. 585. (Primera Parte).

“Han sido una vez más los ingleses, autóctonos o no, los que han definido más categóricamente el final del análisis por la identificación del sujeto con el analista. Ciertamente, la opinión varía según se trata de su Yo o de su Superyó. No se domina tan fácilmente en la estructura que Freud desbrozó en el sujeto si falla la distinción entre lo simbólico, lo imaginario y lo real.” 

Comentario:

¿A qué se puede llamar un final de análisis? Es una pregunta que no deja de martillar en la cabeza de cualquiera que se tome en serio el trabajo psicoanalítico y que no tema asumir la incertidumbre que ello implica en la particularidad del caso por caso. No vamos a excusar a Freud. Hijo de la medicina, asumió tempranamente que el éxito de un análisis estaba en la desaparición del síntoma y en la reunificación del psiquismo que se habría dividido a causa de un conflicto entre representaciones inconciliables que generaban displacer al Yo. Éste se esforzaba por desalojar la representación que resultaba perturbadora y se creaba así un “grupo psíquico segundo”, uno de los nombres iniciales que Freud otorgó a lo que luego sería llamado inconsciente. Sin embargo, rápidamente se percató de que siempre había un resto, algo inasimilable, lo que le generaba gran preocupación en torno al éxito de los fines terapéuticos, tal y como lo comunicase a Fliss en su carta nº133. 

Es claro que en ese primer momento, su idea del fin de análisis, era el fin terapéutico. Tomó un buen tiempo, casi dos décadas, antes de que Freud asumiera lo que ya intuía desde los primeros casos, a saber, que lo inconsciente no era una anomalía transitoria, sino una instancia constituyente del psiquismo y que la anhelada unidad no era más que la ilusión derivada del ideal de la buena forma aristotélica. Psyche se revelaba paradójica, pues era siempre al mismo tiempo una y dos.

Hay que decirlo, el encuentro de Freud con la pulsión de muerte y los límites de la interpretación tal como él la entendía, frente al hallazgo de la fantasía que no generaba retoños ni asociaciones, se convirtió en un punto para él infranqueable pero a la vez iluminador. No había tal cosa en el análisis como un “fin terapéutico” aunque ello pudiese esperarse como añadidura del trabajo mismo. Si bien no logró articular una respuesta, sí pudo dar cuenta de la necesidad de esclarecer el topos de eso inconsciente que retornaba una y otra vez. Él no cedía en su deseo de saber y no temía equivocar, pues el psicoanálisis le había enseñado que ningún saber puede ser más rico que aquel que se produce a partir del trabajo sobre el reconocimiento de la equivocación.

Otros, por su parte, herederos, incluso sanguíneos de Freud, no dieron mayor importancia a la dificultad que el problema implicaba. El apresuramiento a comprender, característico de algunos de ellos que en su infatuación se tomaban a sí mismos por el ideal, llevó a establecer criterios en apariencia muy "bien definidos" para lo que podía considerarse un final de análisis. La solución a lo imposible de asimilar y a la pregunta por los fines del análisis parecía entonces resuelta: hacer pacientes que aprendieran a ser a imagen y semejanza del ideal que el supuesto analista tenía de sí mismo. La identificación con el analista se convirtió durante un buen tiempo en la rúbrica de los finales de análisis. Caminaban por los pasillos de las instituciones psicoanalíticas grupos de personas que anhelaban que los demás fueran idénticos a los ideales que ellos se atribuían a sí mismos, entonces, era de esperar que la rivalidad imaginaria creciera de forma desmedida y que se construyeran estándares, no sólo de la apariencia, la vestimenta y la compostura que se esperaba  que los “analistas” guardaran, también una estandarización del oficio mismo de psicoanalizar. Todo se centró entonces en la falaz omnipotencia de aquellos infatuados analistas y se olvidó por completo que sólo podría haber analista sí y sólo sí había analizante, es decir, alguien quien trabajara sobre el saber inconsciente en tanto no-todo reprimido. No obstante, en su práctica, el Yo del analista servía de tapón que clausuraba lo inconsciente y propendía por el incremento de los ideales, es decir, de la  ferocidad del superyó y de la culpabilidad padecida por el Yo. Se dejaba así de lado la preocupación por lo real que, aunque Freud no hubiese nombrado de esa manera, lo acosaba, pues se trataba de algo que siempre retornaba al mismo lugar, y se ignoraba también el valor de lo simbólico como medio para construir saber a partir del agujero y como medio para agujerear la apariencia de inmutabilidad de lo imaginario, este último entronizado en el ideal de los finales de análisis promulgados desde sus estándares.

John J. Gómez G. 

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