Fragmento del texto: El malestar en la cultura. Freud, S.
(1930). En: Obras Completas, vol. XXI. Amorrortu Editores. pp. 78. (Segunda
parte)
“Lo que se consigue mediante las sustancias embriagadoras en
la lucha por la felicidad y por el alejamiento de la miseria es apreciado como
un bien tan grande que individuos y aun pueblos enteros les han asignado una
posición fija en su economía libidinal. No sólo se les debe la ganancia
inmediata de placer, sino una cuota de independencia, ardientemente anhelada, respecto
del mundo exterior. Bien se sabe que con ayuda de los «quitapenas» es posible
sustraerse en cualquier momento de la presión de la realidad y refugiarse en un
mundo propio, que ofrece mejores condiciones de sensación.”
Comentario:
Imperativos de un mundo feliz. Sistemas de salud en los que,
por el solo hecho de consultar a alguno de los llamados "profesionales de
la salud mental", se asigna un código correspondiente a un trastorno. La
tristeza entra a clasificarse en el afamado DSM V como un nuevo tipo de
patología. ¿Puede haber acaso una locura mayor? En el mejor de los casos, uno
de aquellos profesionales, benevolente, asigna el código F43.2 que corresponde
al denominado: “Trastorno de adaptación”, tomándolo de su libro
"mágico": el CIE 10 (Código Internacional de Enfermedades). Para las
instituciones poder llevar sus estadísticas requieren un código y, por tanto,
la asignación de algún trastorno; claro está, mínimo uno es lo aceptable. Nadie
sale ileso. En todo caso, el profesional de la salud mental que en su
benevolencia asignó el código F43.2, tal vez tenga razón: el sujeto resiste a
la adaptación. Desde el momento mismo en que hay lenguaje, la resistencia a la
adaptación es tan evidente que el ser que habla y usa letras (parlêtre) comenzó
a adaptar el mundo y dejó de adaptarse a la naturaleza. Creó lo que se llama
realidad, que no es otra cosa que la lectura y escritura de un mundo que no
puede ser sino ficcionado. El sujeto subvierte, pero el yo sueña con adaptarse;
in-tensión insoportable. Los ideales suponen la igualdad y en ese punto, en el
rechazo de la diferencia, el sujeto se hace escuchar haciéndose, él mismo,
síntoma de la civilización.
Se hace evidente el hecho de que resulta menos insoportable
la lástima que asumir la incompletitud, la falta, la castración, el no todo, lo
real, aquello que no deja de retornar mostrando que el mundo humano, por la
pulsión de muerte, aunque se le docilice insiste en revelar el sin sentido de
cualquier buen origen soñado y de cualquier certidumbre plena. Se siente pesar por
el diagnosticado a la vez que se le silencia para que disminuya el ruido que
produce al cuestionar los ideales, de esa manera se intenta atenuar el malestar de
la civilización y las molestias propias del dolor de ex–sistir. Los
medicamentos comienzan a pulular de manera incontrolable, hasta el punto que en
su afán de no desaprovechar oportunidad alguna, el mercado crea primero los
medicamentos y luego los “nuevos trastornos" para los que dichos fármacos serán recetados. Si
es fácil y rápido, promesa de la era de las TIC’s y del “ready made”, entonces
debe ser “mejor”, es la ilusión del sentido común. El Yo consume, se consume. El sujeto resiste y retorna
haciéndose insoportable para el Yo. La culpabilidad inconsciente por haber
cedido el deseo insiste y aparece con el rostro de una supuesta enfermedad y,
de nuevo, las farmacéuticas no pierden la oportunidad. Todos en estado de embriaguez, es el dichoso mundo feliz.
Todos enfermos, todos medicados. Incluso los infantes deben tomar su pastilla.
Alcohol, sustancias psicoactivas ilegales, sustancias
psicoactivas legales, es decir, medicamentos que prometen “librarnos de todo “mal”, ofertas de placeres
que no terminan, en fin, quitapenas por doquier. Y ante ello, el horror
aparece, crudo, dejando ver que lo que se oculta tras los imperativos de
felicidad habla de la pulsión de muerte. No se trata de lo insoportable del
“mundo exterior”, sino de lo insoportable de lo real inaprensible, de la falta
en ser constituyente. La represión no alcanza, la sublimación no alcanza, el
síntoma a duras penas cumple su función. Ante la proliferación de las ilusiones
de felicidad y la prohibición de que se manifieste cualquier vestigio de falta, de tristeza, como
sea, de cualquier modo del dolor de ex–sistir, el apronte angustiado deja de
operar y la angustia traumática arremete con más fuerza sin que el Yo pueda
imaginar de dónde proviene. El Yo desorientado se entrega a sus quitapenas,
renuncia al deseo y trata, como puede, de mantener silenciado al sujeto, pero él,
como lo real, no deja de retornar.
John James Gómez G.
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