viernes, 13 de diciembre de 2013

Fragmento del texto: Los complejos familiares en la formación del individuo. Lacan, J. (1938). En: Otros escritos. Editorial Paidos. 2012. pp. 45. (Con este comentario finalizamos el 2013  y entramos en receso hasta el 13 de enero 2014. Felices fiestas). 

"Que la tendencia a la muerte es vivida por el hombre como objeto de un apetito, he aquí una realidad que el análisis pone de relieve en todos los niveles del psiquismo; le correspondía al inventor del psicoanálisis reconocer el carácter irreductible de tal realidad, pero la explicación que de ella dio mediante un instinto de muerte, por deslumbrante que resulte, no deja de ser contradictoria en sus términos; así de cierto es que hasta el propio genio, en Freud, cede ante el prejuicio biológico que exige que toda tendencia se relacione con el instinto."

Comentario:

Sin duda, uno de los hallazgos más importantes en la práctica iniciada por Freud fue el de una pulsión de muerte constituyente en lo que se ha dado en llamar "ser humano". Su relevancia es tal, que se considera el punto crucial de inflexión, incluso de ruptura, en los avances de su construcción, cuestión que llevó, por demás, a nuevos interrogantes sobre la teoría pero, sobretodo, acerca de los fines y los medios de la clínica psicoanalítica. Él mismo, Freud, guardó la esperanza de que ese ser que venía supuestamente del "humus" ("tierra", de allí lo supuestamente humano) fuese en esencia “bueno”, es decir, que se rigiese, al igual que parece hacerlo el común de la naturaleza, por el principio del placer y por una búsqueda de bienestar propio y para la especie en su meta de autoconservación. Nada más alejado de lo que la historia de la humanidad y de lo que la clínica psicoanalítica enseñan cada día, desde sus comienzos.

Es cierto que el ser hablante y que usa letras, ése mismo que en la moral cristiana y en no pocos mitos, diversos, de la creación, se cree venido del humus, hace parte de la naturaleza; seguimos siendo parte de un cierto reino llamado animal.  Sin embargo, no está ahí el límite de la verdad posible a develar en la lógica misma de las particularidades de el lazo que entre tales seres se constituye. Claro, se oye retumbar,  una y otra vez, cómo el sentido común y la moral romana, hecha cristiana, intentan atribuir la agresividad y la sexualidad humana a su condición natural en la que se revelaría su animalidad: "Es lo propio de los instintos, es su esencia animal", dicen algunos. Otros, por su parte, alegan que es necesario renunciar al deseo, que sería, según ellos, lo animal, y alcanzar así lo divino. Resulta necesario decir que es ésa una miopía harto pronunciada si se considera que un animal no "humano", cuando agrede a otros, o mata, no lo hace ni con premeditación ni con alevosía ni con sevicia, esto sí que es "humano"!!. Mucho menos un animal no "humano" se infligiría a sí mismo dolores y se consagraría a síntomas de pleno valor psíquico. Una vaca afectada por el deseo tendría necesariamente que sentirse insatisfecha con la hierba que come y no dudaría en quejarse de su insatisfacción. Y, finalmente, nada más alejado de la sexualidad en el sujeto que los fines de la reproducción. En ese orden de ideas, es falso que lo que se ha denominado “ser humano” no sea natural, pero también es falso que sea únicamente natural o que sea ello lo que tenga la primacía en su manera de existir en el mundo. Es allí, justamente, donde se juega el punto crucial en el que se introduce la pulsión de muerte. 

Sin embargo, a pesar de la evidencia, la pulsión de muerte no es algo fácil de aceptar pues va en contravía de la idealización que dicho ser hace de sí mismo, tanto como va en contra de los ideales propios de la civilización; aquella que se jacta de ser más avanzada que las que han sido consideradas "salvajes" y “primitivas”, aunque en éstas últimas no hubiese neurosis y la violencia no tuviera los alcances de la que se ejerce actualmente en una sociedad que se supone a sí misma el culmen de la historia humana. Es un hecho constatable, la relación entre lo que se entiende como “avance de la civilización” y el incremento de la agresividad y la violencia es directamente proporcional.

La pulsión (trieb) de muerte no es pues algo que tenga que ver con alguna condición natural propia de una especie en el sentido biológico de la expresión y es por ello que no se trata de un instinto (instinkt). Sabemos que Freud se equivocó al tratar de explicar la tendencia a esa condición mortífera, a ese apetito por la muerte y el horror, por vía de la biología; cuestión comprensible si se presta atención a las tendencias científicas dominantes en su época y al hecho de que él buscaba responder a ellas encontrando un fundamento en ese mismo sentido científico para sus hallazgos. No obstante, basta leer su “Más allá del principio del placer" para ver cómo Freud se debate entre la biología y el hecho de que comprendía, desde ese momento, el valor del fonema y su relación con el trauma, la repetición y la pulsión de muerte. Lamentablemente, todavía hoy el modo de explicación de que toda tendencia en los “seres humanos” sería biológica, no deja de estar presente en algunos campos que desconocen los efectos posibles del lenguaje y con él, de la cultura. Hay que aclarar de todas maneras que dichas tendencias que insisten en explicar todas las tendencias "humanas" como biológicas, evidentemente, no son biológicas, con lo cual se niegan a sí mismas.


John James Gómez G.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Fragmento del texto: El malestar en la cultura. Freud, S. (1930). En: Obras Completas, vol. XXI. Amorrortu Editores. pp. 78. (Segunda parte)

“Lo que se consigue mediante las sustancias embriagadoras en la lucha por la felicidad y por el alejamiento de la miseria es apreciado como un bien tan grande que individuos y aun pueblos enteros les han asignado una posición fija en su economía libidinal. No sólo se les debe la ganancia inmediata de placer, sino una cuota de independencia, ardientemente anhelada, respecto del mundo exterior. Bien se sabe que con ayuda de los «quitapenas» es posible sustraerse en cualquier momento de la presión de la realidad y refugiarse en un mundo propio, que ofrece mejores condiciones de sensación.”

Comentario:

Imperativos de un mundo feliz. Sistemas de salud en los que, por el solo hecho de consultar a alguno de los llamados "profesionales de la salud mental", se asigna un código correspondiente a un trastorno. La tristeza entra a clasificarse en el afamado DSM V como un nuevo tipo de patología. ¿Puede haber acaso una locura mayor? En el mejor de los casos, uno de aquellos profesionales, benevolente, asigna el código F43.2 que corresponde al denominado: “Trastorno de adaptación”, tomándolo de su libro "mágico": el CIE 10 (Código Internacional de Enfermedades). Para las instituciones poder llevar sus estadísticas requieren un código y, por tanto, la asignación de algún trastorno; claro está, mínimo uno es lo aceptable. Nadie sale ileso. En todo caso, el profesional de la salud mental que en su benevolencia asignó el código F43.2, tal vez tenga razón: el sujeto resiste a la adaptación. Desde el momento mismo en que hay lenguaje, la resistencia a la adaptación es tan evidente que el ser que habla y usa letras (parlêtre) comenzó a adaptar el mundo y dejó de adaptarse a la naturaleza. Creó lo que se llama realidad, que no es otra cosa que la lectura y escritura de un mundo que no puede ser sino ficcionado. El sujeto subvierte, pero el yo sueña con adaptarse; in-tensión insoportable. Los ideales suponen la igualdad y en ese punto, en el rechazo de la diferencia, el sujeto se hace escuchar haciéndose, él mismo, síntoma de la civilización.

Se hace evidente el hecho de que resulta menos insoportable la lástima que asumir la incompletitud, la falta, la castración, el no todo, lo real, aquello que no deja de retornar mostrando que el mundo humano, por la pulsión de muerte, aunque se le docilice insiste en revelar el sin sentido de cualquier buen origen soñado y de cualquier certidumbre plena. Se siente pesar por el diagnosticado a la vez que se le silencia para que disminuya el ruido que produce al cuestionar los ideales, de esa manera se intenta atenuar el malestar de la civilización y las molestias propias del dolor de ex–sistir. Los medicamentos comienzan a pulular de manera incontrolable, hasta el punto que en su afán de no desaprovechar oportunidad alguna, el mercado crea primero los medicamentos y luego los “nuevos trastornos" para los que dichos fármacos serán recetados. Si es fácil y rápido, promesa de la era de las TIC’s y del “ready made”, entonces debe ser “mejor”, es la ilusión del sentido común. El Yo consume, se consume. El sujeto resiste y retorna haciéndose insoportable para el Yo. La culpabilidad inconsciente por haber cedido el deseo insiste y aparece con el rostro de una supuesta enfermedad y, de nuevo, las farmacéuticas no pierden la oportunidad. Todos en estado de embriaguez, es el dichoso mundo feliz. Todos enfermos, todos medicados. Incluso los infantes deben tomar su pastilla.

Alcohol, sustancias psicoactivas ilegales, sustancias psicoactivas legales, es decir, medicamentos que prometen “librarnos de todo “mal”, ofertas de placeres que no terminan, en fin, quitapenas por doquier. Y ante ello, el horror aparece, crudo, dejando ver que lo que se oculta tras los imperativos de felicidad habla de la pulsión de muerte. No se trata de lo insoportable del “mundo exterior”, sino de lo insoportable de lo real inaprensible, de la falta en ser constituyente. La represión no alcanza, la sublimación no alcanza, el síntoma a duras penas cumple su función. Ante la proliferación de las ilusiones de felicidad y la prohibición de que se manifieste cualquier vestigio de falta, de tristeza, como sea, de cualquier modo del dolor de ex–sistir, el apronte angustiado deja de operar y la angustia traumática arremete con más fuerza sin que el Yo pueda imaginar de dónde proviene. El Yo desorientado se entrega a sus quitapenas, renuncia al deseo y trata, como puede, de mantener silenciado al sujeto, pero él, como lo real, no deja de retornar.

John James Gómez G. 

martes, 10 de diciembre de 2013

Fragmento del texto: El malestar en la cultura. Freud, S. (1930). En: Obras Completas, vol. XXI. Amorrortu Editores. pp. 78. (Primera parte)

“Lo que se consigue mediante las sustancias embriagadoras en la lucha por la felicidad y por el alejamiento de la miseria es apreciado como un bien tan grande que individuos y aun pueblos enteros les han asignado una posición fija en su economía libidinal. No sólo se les debe la ganancia inmediata de placer, sino una cuota de independencia, ardientemente anhelada, respecto del mundo exterior. Bien se sabe que con ayuda de los «quitapenas» es posible sustraerse en cualquier momento de la presión de la realidad y refugiarse en un mundo propio, que ofrece mejores condiciones de sensación.”

Comentario:

“Quitapenas” es la expresión con la que Freud nombró el efecto que conlleva el uso de  las sustancias que hoy en día son llamadas “psicoactivas”, desde el alcohol y el tabaco, pasando por las consideradas ilícitas en el sentido legal. Claro, siempre que se establecen criterios de calificación en el mundo se hacen usando la división moral entre el bien y el mal, definida generalmente desde los ideales útiles al mercado. Es por eso que suele no incluirse en dicha categoría a los psicofármacos, tal vez uno de los objetos que más capital producen en la actualidad, a la par del capital que la  religión  y la guerra proporcionan, aunque éstos últimos usualmente generen iguales o mayores estragos que los otros, cosa harto demostrada por nuestra llamada “historia humana”.

El Yo quiere “embriagarse”. Si no puede quitarse de encima su falta de omnipotencia y los efectos perturbadores de la pulsión, al menos intenta quitarse las penas que le afligen por ello. Intenta entregarse a otra cosa que lo consuele allí donde las palabras, la sublimación y el síntoma, ya no le resultan suficientes. En otras ocasiones, tal vez donde la paranoia es aquello mismo que embriaga al Yo, las penas que se cree con certeza como causadas por otros, se intentan aniquilar borrando la existencia de esos otros; sin duda Hitler ha sido uno de los ejemplos más evidentes de ello. El Yo no deja de encontrar con qué embriagarse. Intenta hacer de todo su quitapenas, del amor, de la televisión, de la internet, del teléfono celular, de cualquier cosa que pueda “distraerlo” de su “dolor de existir” como atinaron en llamaron los budistas. No basta el pseudo-olvido que la represión le procura pues no todo lo inconsciente es susceptible de ser reprimido y los efectos de ello se sienten como angustia que no para de retornar. Trata entonces de “hacerse el loco” ante ello pero, si no lo logra, siempre echa mano a la primera cosa que puede, incluso a su propio órgano genital, pues es bien sabido cómo la masturbación sirve a tales fines. Sea como fuere, la angustia, insoportable para el Yo, le acosa y él intenta desesperadamente quitársela de encima pues es seguramente su mayor pena.

Así, el problema no son los objetos ni las sustancias, aunque seamos testigos cada día de la manera en que se les otorga a ellas mismas la causalidad de las denominadas “adicciones” (también a- dicciones,  en el sentido de lo no-dicho, como lo han señalado varios psicoanalistas, entre ellos, Néstor Braunstein, tomando a Aníbal Lenis). Se les califica como lo que animaría al sujeto a hacerse adicto cayendo así en una posición animista, propia del Yo,  renuente a asumir su responsabilidad y apurado siempre por inculpar a otro, dicho sea de paso, esa (inculpar a otro) es otra manera bastante común de intentar atenuar  sus penas, por ello el neurótico siempre puede decir a alguien más: "… viste… por tu culpa…"

John James Gómez G. 

lunes, 9 de diciembre de 2013

Fragmento del texto: El malestar en la cultura. Freud, S. (1930). En: Obras Completas, vol. XXI. Amorrortu Editores. pp. 84.

“Cuando a la postre el creyente se ve precisado a hablar de los «inescrutables designios» de Dios, no hace sino confesar que no le ha quedado otra posibilidad de consuelo ni fuente de placer en el padecimiento que la sumisión incondicional.”

Comentario:

La inevitable impotencia del Yo ante el afán de comprender aquello que lo constituye más allá de lo que sabe y ante la sensación de no poder controlar los eventos que le resultan dolorosos y que lo llevan a la tristeza, la ira, la desilusión pero sobretodo a la angustia, lo hace colocar en ese sinsentido explicaciones que incluyan en su haber seres dotados de un Yo plenamente consciente [omnisciente] pero superior en poder al suyo propio. Ha sido así desde los principios de las civilizaciones. Cada una de ellas ha atribuido rasgos sobrenaturales a deidades que serían, en últimas, las responsables de la organización del universo y de sus propias vidas, haciéndolas responsables de su destino y del destino del universo.

Uno de los aspectos más llamativos de dichas deidades es, como mencionamos, la atribución que se les hace de poseer plena consciencia de sí. El Yo crea aquellos seres omnipotentes y omniscientes a su imagen y semejanza (salvo, como es evidente, por el hecho ya mencionado de que el Yo no es omnipotente ni omnisciente) como recurso para protegerse del horror derivado del descubrimiento de su herida narcisista, pues no puede saber todo ni dominarse completamente a sí mismo, mucho menos al universo entero. Sin embargo, las tradiciones de todos los pueblos nos han mostrado la función que el ritual cumple a los fines de subsanar esa imposibilidad. Desde danzas para controlar la lluvia, la fertilidad de la tierra y de las mujeres, cantos para sanar las enfermedades de la tierra y del cuerpo, hasta las anheladas festividades en la sociedad moderna en las que el alcohol, el baile y en general las sustancias psicoactivas, cumplen, de manera similar aunque no idéntica que en las sociedades tribales, funciones de excepción a los procesos normales de la acción social durante los cuales el Yo se “embriaga” en la ilusión de una dicha que iría más allá del poder que esos otros seres superiores, sean deidades o jefes, ostentan sobre ellos causándoles aflicción. Todo ello para luego volver al estado de sumisión en el que se intenta ganar de nuevo el derecho a esa anhelada ilusión de dominio de sí y de la vida en general que sólo llega durante cortos períodos de tiempo y que los antropólogos, particularmente Van Gennep, han llamado “liminales”.

Que se les atribuya consciencia de sí, opera como un reflejo de lo insoportable que resulta para el Yo el hecho de que aquello que lo domina pueda ser acéfalo en el sentido de la consciencia, bien sean tales fuerzas, las que desde Newton han podido ser corroboradas como leyes del universo o bien esa a la que Freud puso en evidencia y que denominó Trieb, lo que se ha traducido al español como pulsión.

La pulsión es acéfala. Ella no tiene consciencia de sí, lo que no evita que tenga una meta clara, tal como Freud lo pudo establecer. La mueve la búsqueda de una satisfacción irrecuperable en la cual se funda su fuerza imparable y constante.  Empuja al Yo a recorrer caminos que no le son cómodos, más bien, son para él altamente perturbadores pues resquebrajan su imagen de omnipotencia y omnisciencia mostrándole que algo habla desde otro lugar. Tal vez lo que resulta tan perturbador no sea precisamente el contenido en sí de lo que allí está en juego, sino el hecho de que eso que surge más allá de sus dominios y que tiene efectos sobre él, es algo que no cuenta con un carácter consciente y entonces cuestiona de manera radical el pequeño montículo sobre el cual el Yo siempre supone mantenerse a salvo en su vanidad de ente racional, completo y consciente. Así pues, entregarse a la “voluntad” de unos caminos que serían dados por alguien que al menos “sabe lo que hace” y que querría lo mejor para él, aunque sea por designios que él no comprende, resulta mucho menos trágico que asumir la falta de sentido que la propia vida tiene (la de cada uno) y que exige al Yo hacerse uno a pesar de la incertidumbre y sin garantía alguna. Resulta pues en apariencia más cómodo, someterse a un ser que sí sabe en su plena consciencia qué sería lo mejor para todos. Esa es, precisamente, una de las particularidades de la neurosis. 


John James Gómez G.

jueves, 5 de diciembre de 2013

Fragmento del texto: La dirección de la cura y los principios de su poder. Lacan, J. (1958). En: Escritos Editorial Paidos, 2ª ed. 2011. pp. 585. (Segunda Parte).

“Han sido una vez más los ingleses, autóctonos o no, los que han definido más categóricamente el final del análisis por la identificación del sujeto con el analista. Ciertamente, la opinión varía según se trata de su Yo o de su Superyó. No se domina tan fácilmente en la estructura que Freud desbrozó en el sujeto si falla la distinción entre lo simbólico, lo imaginario y lo real.”

Comentario:

Freud había inventado entonces el psicoanálisis, pero, a pesar de sus inconmensurables esfuerzos, difícilmente podría decirse que logró articular la lógica de su praxis. Su esmero dio los recursos necesarios y su rigurosidad y empeño lo llevaron a avanzar a lugares que él mismo en principio no imaginaba. Descubrimientos inéditos en la historia que hicieron desvanecer las ilusiones de omnipotencia propios de la vanidad humana. Dejó demarcado así un camino que pronto fue abandonado por sus “herederos”. La finalidad del análisis se convirtió en la adaptación a un principio de realidad en el que se olvidaba que la realidad misma era por definición una ficción, una versión fantasmática, velada, de lo inmundo de la condición humana. Ese olvido era un tropiezo mayor que aquel con el que Freud se había encontrado y del que hicimos referencia en la primera parte de este comentario. Con tal olvido se renunciaba al descubrimiento mismo de Freud y se intentaba desesperadamente devolver al Yo su banal vanidad y su ilusión de total dominio de sí. Sin embargo, Ello no paraba de retornar.

Fue entonces necesario para Lacan un retorno a Freud. Un retorno que, por demás, implicaba reconocer el estatuto mismo, inédito, del descubrimiento que había sido ya olvidado. Para abordar el punto que había resultado infranqueable, se hizo necesario para Lacan la logicización de la invención de Freud, llevada ésta más allá de los límites que la lógica aristotélica y la comprensión anatomofuncional le imponían. Lo real, lo simbólico y lo imaginario, se constituyeron como el punto de anudamiento de una nueva lógica que sólo encontraba su fundamento si se comprendía el valor de la paradoja, tal y como de ella Bertrand Russel había demostrado su estructura a la vez que se otorgaba el justo valor a la lógica que ya el estoicismo antiguo había dejado fundada.

La diferenciación entre del Yo y el sujeto del inconsciente fue paso crucial para trazar no solo el camino de la praxis analítica, es decir, del trabajo del analizante y de la función de la interpretación, sino también para dar paso a una solución posible a la aporía freudiana.

Allí donde Freud temía el fracaso de los fines terapéuticos del psicoanálisis, Lacan encontró lo real: el hecho constatable de que el no-todo es precisamente constituyente, pues sólo hay inconsciente en la medida en que por el efecto del lenguaje, ya no hay más complementariedad entre los sexos, la finalidad de la vida no es la supervivencia ni la reproducción y la pulsión engendra un deseo y un goce que nada tienen que ver con la necesidad. Hay pues un punto en el cual la representación no alcanza a representar, pues lo real es irrepresentable, razón por lo cual el lenguaje, incluso como escritura en el sentido de la lógica, sólo alcanza a arañar algo de eso que no cesa de no escribirse. Es ese punto asintótico el que mueve al sujeto del inconsciente e interroga al Yo constantemente. Ese Yo que aspira al ideal y a la ilusión del confort perpetuo, de la ausencia de perturbación, de un buen origen (eugénesis) y un sentido de alguna manera divino, o sea, aspira a desalojar lo real  y entre más se esfuerza en tal empresa, más fuerte es su padecimiento pues eso real retorna cada vez más feroz, más atroz y en ocasiones absolutamente devastador, con el rostro de la muerte misma. 

¿Cuál otro podía ser el fin de un análisis sino el hecho de que pueda articularse una manera en que lo real sea soportable aunque siga siendo imposible y sea reconocido como causa misma del deseo y el goce y no como que enfermedad que debe ser desalojada? ¿Cómo lograr tal fin sino se hace uno por uno? ¿Cómo ostentar algún tipo de estándar si con ello se desconoce la singularidad misma que atañe al deseo y al goce a pesar que estos se constituyan en el lazo al Otro?

Es cierto! El psicoanálisis no tiene como fin una terapéutica, pues reconoce que el síntoma no es enfermedad sino intento de soportar lo real y de sostener el lazo al Otro. No obstante, lo efectos del psicoanálisis son, precisamente, aquellos en que se devuelve al sujeto su dignidad y a partir de lo cual es posible no vivir signados por una culpabilidad inconsciente, que no deja de convocar a la necesidad inconsciente de castigo y al encuentro con la ferocidad de los ideales y lo real que retorna siendo padecido por no saber cómo servirse de él. No se trata de una solución vía la caridad, la lástima, la filantropía ni el altruismo, posiciones que buscan siempre poner al otro en el lugar de una víctima que requiere ser salvada y en la cual la responsabilidad queda elidida. Se trata de una solución que permita al sujeto hacerse responsable de la lógica de su existencia, del deseo y el goce que lo habitan sirviéndose de lo real como causa en tanto no hay tal cosa como un sentido predeterminado para la existencia aunque en su fantasía el Yo así lo creyera. De ser ello posible, las probabilidades de la invención y del saber hacer con lo imposible de soportar se hacen casi infinitas.


John James Gómez G.

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Fragmento del texto: La dirección de la cura y los principios de su poder. Lacan, J. (1958). En: Escritos Editorial Paidos, 2ª ed. 2011. pp. 585. (Primera Parte).

“Han sido una vez más los ingleses, autóctonos o no, los que han definido más categóricamente el final del análisis por la identificación del sujeto con el analista. Ciertamente, la opinión varía según se trata de su Yo o de su Superyó. No se domina tan fácilmente en la estructura que Freud desbrozó en el sujeto si falla la distinción entre lo simbólico, lo imaginario y lo real.” 

Comentario:

¿A qué se puede llamar un final de análisis? Es una pregunta que no deja de martillar en la cabeza de cualquiera que se tome en serio el trabajo psicoanalítico y que no tema asumir la incertidumbre que ello implica en la particularidad del caso por caso. No vamos a excusar a Freud. Hijo de la medicina, asumió tempranamente que el éxito de un análisis estaba en la desaparición del síntoma y en la reunificación del psiquismo que se habría dividido a causa de un conflicto entre representaciones inconciliables que generaban displacer al Yo. Éste se esforzaba por desalojar la representación que resultaba perturbadora y se creaba así un “grupo psíquico segundo”, uno de los nombres iniciales que Freud otorgó a lo que luego sería llamado inconsciente. Sin embargo, rápidamente se percató de que siempre había un resto, algo inasimilable, lo que le generaba gran preocupación en torno al éxito de los fines terapéuticos, tal y como lo comunicase a Fliss en su carta nº133. 

Es claro que en ese primer momento, su idea del fin de análisis, era el fin terapéutico. Tomó un buen tiempo, casi dos décadas, antes de que Freud asumiera lo que ya intuía desde los primeros casos, a saber, que lo inconsciente no era una anomalía transitoria, sino una instancia constituyente del psiquismo y que la anhelada unidad no era más que la ilusión derivada del ideal de la buena forma aristotélica. Psyche se revelaba paradójica, pues era siempre al mismo tiempo una y dos.

Hay que decirlo, el encuentro de Freud con la pulsión de muerte y los límites de la interpretación tal como él la entendía, frente al hallazgo de la fantasía que no generaba retoños ni asociaciones, se convirtió en un punto para él infranqueable pero a la vez iluminador. No había tal cosa en el análisis como un “fin terapéutico” aunque ello pudiese esperarse como añadidura del trabajo mismo. Si bien no logró articular una respuesta, sí pudo dar cuenta de la necesidad de esclarecer el topos de eso inconsciente que retornaba una y otra vez. Él no cedía en su deseo de saber y no temía equivocar, pues el psicoanálisis le había enseñado que ningún saber puede ser más rico que aquel que se produce a partir del trabajo sobre el reconocimiento de la equivocación.

Otros, por su parte, herederos, incluso sanguíneos de Freud, no dieron mayor importancia a la dificultad que el problema implicaba. El apresuramiento a comprender, característico de algunos de ellos que en su infatuación se tomaban a sí mismos por el ideal, llevó a establecer criterios en apariencia muy "bien definidos" para lo que podía considerarse un final de análisis. La solución a lo imposible de asimilar y a la pregunta por los fines del análisis parecía entonces resuelta: hacer pacientes que aprendieran a ser a imagen y semejanza del ideal que el supuesto analista tenía de sí mismo. La identificación con el analista se convirtió durante un buen tiempo en la rúbrica de los finales de análisis. Caminaban por los pasillos de las instituciones psicoanalíticas grupos de personas que anhelaban que los demás fueran idénticos a los ideales que ellos se atribuían a sí mismos, entonces, era de esperar que la rivalidad imaginaria creciera de forma desmedida y que se construyeran estándares, no sólo de la apariencia, la vestimenta y la compostura que se esperaba  que los “analistas” guardaran, también una estandarización del oficio mismo de psicoanalizar. Todo se centró entonces en la falaz omnipotencia de aquellos infatuados analistas y se olvidó por completo que sólo podría haber analista sí y sólo sí había analizante, es decir, alguien quien trabajara sobre el saber inconsciente en tanto no-todo reprimido. No obstante, en su práctica, el Yo del analista servía de tapón que clausuraba lo inconsciente y propendía por el incremento de los ideales, es decir, de la  ferocidad del superyó y de la culpabilidad padecida por el Yo. Se dejaba así de lado la preocupación por lo real que, aunque Freud no hubiese nombrado de esa manera, lo acosaba, pues se trataba de algo que siempre retornaba al mismo lugar, y se ignoraba también el valor de lo simbólico como medio para construir saber a partir del agujero y como medio para agujerear la apariencia de inmutabilidad de lo imaginario, este último entronizado en el ideal de los finales de análisis promulgados desde sus estándares.

John J. Gómez G. 

martes, 3 de diciembre de 2013

Fragmento del texto: Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano. Lacan, J. (1960). En: Escritos Editorial Paidos, 2ª ed. 2011. pp. 769.

“Esta imagen, yo ideal, la que se fija desde el punto en que el sujeto se detiene como ideal del yo. El yo es desde ese momento función de dominio, de prestancia, de rivalidad constituida.”

Comentario:

El punto en el que el sujeto, que es efecto del lenguaje y de la falta que éste introduce, se fija como imagen de un yo que es ideal por suponerse dueño de sí mismo y unidad diferenciada, absoluta, plena, de cualquier Otredad, implica una posición necesariamente especular. Desconoce a partir de ese momento aquello que le es constituyente, a saber, el lugar del Otro, a la vez que desconoce la duplicidad de la que es presa por tener en el otro a su doble. Ninguna tontería lo muestra mejor que el momento de la rivalidad imaginaria en la que reclama a otros la propiedad de las palabras al decir, no sin cierta cuota agresiva: “esas palabras son mías”. Intentando señalar en su desesperación, también en su desesperanza, que ellas han estado alguna vez en su boca, dando cuenta así de cómo éstas advienen al lugar de la función imaginaria del falo. 

El padecimiento que lo acosa deriva de la imposibilidad de sostener semejante ilusión. Encuentra en la fantasía su sostén a la vez que su insoportable realidad. Fantasía en la que atribuye al Otro una omnipotencia que le demanda responder por esa imagen en la que se fija, ante lo cual, la imposibilidad de tal empresa lo conmina al fracaso desde el momento mismo en que imagina si quiera alcanzarla. El yo desconoce su falta de unidad, es decir, la división que le es constituyente, el sujeto del que se trata.

Ante el tropiezo inevitable aparece la impotencia que no puede ser sino sentida, desde el principio mismo, como agresividad por un Otro incomprensible en su demanda y por los otros, semejantes, a los que supone una mejor suerte. Se escuchan retumbar en las paredes de los consultorios las quejas insistentes del yo que se pregunta ¿Qué quiere el Otro de mi?, mientras arremete con ira contra el semejante, bien por vía de la vanidad, bien por la de la ira voraz. Y no sabe muy bien donde poner a aquel a quien habla en ese consultorio, a veces lo seduce, a veces lo agrede, a veces, incluso, lo llama a que dé consistencia a ese Otro que supone omnipotente. Es allí donde se prueba de qué está hecho el deseo que sostiene a ese que se presta al lugar llamado de analista, pues de no reconocer en ello la celada de la transferencia, la probabilidad de que se produzca el analizante y con él, el analista como función en su decir (la del mismo analizante), se reduce a la nulidad.

Nada más difícil de sostener que una práctica en la que la posición requiere prescindir de la imagen misma en la que se fija la ilusión del dominio de sí. Supone toda una paradoja, si se reconoce que aquel que se presta al lugar del analista tendría que intentar dominarse para no dejarse llevar por la ilusión de ser capaz de dominarse. Es ese el riesgo de su tarea que no es soportable sino a condición de haber abandonado tal ilusión asumiendo  en su propio trabajo como analizante la división constituyente. Es en el reconocimiento de la división del sujeto que lo funda en que el yo puede hacer entrar la palabra justa. No se trata pues de prescindir del yo, cosa por demás imposible, sino de descentrarlo de su ideal al punto de que pueda hacer advenir el sujeto del inconsciente y con él, al saber que le permita reconocer el deseo que se vela tras ese afanoso y desesperado deseo de reconocimiento. 

John James Gómez G.

lunes, 2 de diciembre de 2013

Fragmento del texto: De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis. Lacan, J. (1957-1958). En: Escritos 2. Editorial Paidos, 2ª ed. 2011. pp. 520.

“Una técnica deshabitada se supone que sería por ello mismo más capaz de “milagros” –si no fuese el conformismo por añadidura que reduce sus efectos a los de una mescolanza de sugestión social y superstición psicológica.”

Comentario:

Es cada vez más evidente que con el advenimiento de la modernidad y de la ciencia, la técnica devino deshabitada. Ejemplo bastante ilustrativo fue el paso de la artesanía a la producción en serie. En la primera, el artesano estaba impreso como significante en aquello mismo que creaba, reconociendo las particularidades de cada una de sus obras, pues nunca había una igual a la otra,  incluso en aquellos casos en que la imitación fuese el objetivo.  En la segunda, el producto se liga a un significante que opera como marca registrada con la cual el sujeto queda excluido. Piensen por ejemplo en los millares de chinos que trabajan a los fines capitalistas de un “imperio” que se supone comunista y que da cuenta de que la técnica no tiene otro sentido que el de una repetición con la que se busca elidir la diferencia.  Que los oficios hayan devenido meras "profesiones" ha llevado a que las cosas se hagan en serie pero ya casi nunca en serio.

Tal vez no haya siquiera un campo en el que tal modo de producción y uso deshabitado de la técnica no sea ya el eje de su movimiento.  De un lado está la producción de objetos de consumo que tienen en su maquinaria, ella misma efecto de un cierto modo del significante, su aparente causalidad. De otro, se encuentran los servicios que parecen menos seguros en cuanto al reconocimiento de sus propios fundamentos, lo que  acarrea un estado casi de acritud en su estructura y de acrimonia en su modo de lazo.

Entre “tales servicios” se ven purular como espuma a las psicoterapias de las cuales no vamos a excluir al psicoanálisis aunque reconozcamos que, de ser tomado en serio, su estatuto tendría que ser otro distinto al de la producción en serie y al del servicio acrinómico. Técnicas que abundan soportadas en estándares en las que se funda una fe más ciega que la de cualquier fanático religioso pues se atribuye a ellas la vacua certeza que otorga la ilusión obnubilante de la llamada “cientificidad”. El sujeto es silenciado con la técnica y trata de reducirse al campo de una serie de respuestas que serían consideradas “normales” en el sentido de aquel que se ubica en el cobijo de una campana de Gauss. No importa cuan feroz retorne por sus desvíos lo imposible de soportar, la técnica deshabitada ahoga el grito del sujeto que no deja de pujar por hacerse escuchar por cada poro, prueba de ello dan en su sentido más literal las alergias que no deben confundirse por anagrama con alegrías.

La causalidad en los servicios se supone material en el sentido de El Capital de Marx, a los ojos del capitalista, y una suerte de causalidad eficiente a los ojos del que usa la técnica como artilugio indiscriminado. La “sugestión social” y la “superstición psicológica” hacen pensar que es posible programar las neuronas para que eviten los efectos de lalengua. Todos corren tras soluciones que prometen una salida fácil a la agonía derivada del hecho de que no hay completitud alguna y que en el origen de la estructura no hay más que agujero. Sin-sentido insoportable que las técnicas tratan de desalojar prometiendo curas garantizadas para algo que no es enfermedad sino condición misma de la estructura del sujeto y que hace de él algo subversivo. Se desconoce en todo ello lo real y la causalidad material del significante dejando a la deriva la responsabilidad misma de aquel que en tal caso, sin saberlo aunque lo sepa, es habitante de un mundo que le es ajeno aunque le sea constituyente.


John J. Gómez G.

¡Qué poca humanidad hay a veces en ese “gran espíritu científico”!

 “Se abre paso la vida con la misma terquedad con la que una plantita minúscula es capaz de rajar el suelo de hormigón para sacar la cabeza....