Fragmento del texto y comentario: “Moisés y la religión
monoteísta”. Freud, S. (1939). En: Obras Completas, vol. XXIII. Amorrortu
Editores, Buenos Aires. 1986. Págs. 86-87. [Segunda parte del comentario]
“El pobre pueblo judío, que con una obstinación consuetudinaria
siguió desmintiendo el asesinato del padre, lo pagó con dura penitencia en el
curso de las épocas. Una y otra vez se le reprochó: «Habéis muerto a nuestro
Dios». Y este reproche es verdadero si se lo traduce correctamente. Reza, en
efecto, referido a la historia de las religiones: «No queréis admitir [cursivas
en el original] haber dado muerte a vuestro Dios (la imagen primordial de Dios,
el padre primordial, y sus posteriores reencarnaciones)». Un agregado debiera
enunciar: «Nosotros, en cambio, hemos hecho lo mismo, pero lo hemos confesado,
y desde entonces quedamos sin pecado».”
Comentario:
Volvamos a la pregunta inicial, planteada en el comentario
anterior: ¿De dónde proviene tal potencia, que hace tan venturoso El porvenir de una ilusión (trayendo a
cuentas el título del texto freudiano de 1927)? Sabemos que hasta el momento en
que Constantino I avaló el culto cristiano, a pesar de que, según se ha
indicado, él mismo no se convirtió al cristianismo sino hacia el final de sus
días, los romanos tenían una provechosa relación con los judíos. Durante los
tres primeros siglos de nuestra Era, los cristianos eran perseguidos y
asesinados por los romanos, cosa que los judíos celebraban por aquellos días
pues no coincidían –tampoco hoy–, con la creencia– en Jesús como el mesías.
Pero, en el siglo III, el cristianismo fue acogido por el Imperio,
concretándose así la alianza estratégica, doctrinaria, política, económica e
ideológica, más grande hasta nuestros días. Constantino I y Silvestre I (33º
Papa, y el número tal vez sea sólo coincidencia), daban inicio al imperio más
sólido conocido en nuestra historia occidental. La fe, sin lugar a dudas,
demostró ser más potente que cualquier táctica bélica; todavía más, si se hacía
la guerra en nombre de Dios.
Mientras el judaísmo era la religión del padre, del cual
desmiente su muerte, el cristianismo advenía como religión del hijo que, como
encarnación del padre muerto, daba pruebas de que Dios guardaba silencio
sepulcral y lo dejaba morir en la cruz, para redimir el pecado original de la
desobediencia que había inaugurado el conocimiento del ser humano acerca de la
diferencia entre el bien y el mal. Un padre impotente para salvar al hijo de la
muerte, y un hijo capaz de resucitar, arrancando de las fauces de la muerte a
su propio “yo”, es decir, a su imagen narcisista, constituían la evidencia
según la cual, la confesión de haber matado al padre, encarnado en un hijo
omnipotente gracias a la gloria del padre muerto, limpiaba el pecado original y
devolvía al ser humano el derecho a retornar al paraíso perdido.
¿Podría haber una idea más seductora? Entregarse en vida al
servilismo por la palabra del hijo que prometió resucitar, en Nombre del Padre,
a todos aquellos que le sean sumisos y abnegados, arrancando también de las
fauces de la muerte el “yo” de cada uno para que, así, todos los redimidos
puedan reencontrarse con el goce originario en el paraíso otrora perdido.
Ninguna otra religión había prometido tanto; ni la idea de la reencarnación ni la
idea órfica de la muerte trágica como signo de gloria eterna eran competencia.
Ningún mito había expresado tan bien la fantasía de azote del hijo, ni el deseo
de la muerte del padre, y mucho menos la posibilidad de consumar todo ello en la
fantasía pudiendo, aún así, librarse de todo pecado por el solo acto de
arrepentimiento. Ninguna otra religión habría calzado nunca tan bien en la
fantasías de los neuróticos.
John James Gómez G.
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