jueves, 7 de abril de 2016

Fragmento del texto y comentario: “Moisés y la religión monoteísta”. Freud, S. (1939). En: Obras Completas, vol. XXIII. Amorrortu Editores, Buenos Aires. 1986. Págs. 86-87. [Segunda parte del comentario]

“El pobre pueblo judío, que con una obstinación consuetudinaria siguió desmintiendo el asesinato del padre, lo pagó con dura penitencia en el curso de las épocas. Una y otra vez se le reprochó: «Habéis muerto a nuestro Dios». Y este reproche es verdadero si se lo traduce correctamente. Reza, en efecto, referido a la historia de las religiones: «No queréis admitir [cursivas en el original] haber dado muerte a vuestro Dios (la imagen primordial de Dios, el padre primordial, y sus posteriores reencarnaciones)». Un agregado debiera enunciar: «Nosotros, en cambio, hemos hecho lo mismo, pero lo hemos confesado, y desde entonces quedamos sin pecado».”

Comentario:

Volvamos a la pregunta inicial, planteada en el comentario anterior: ¿De dónde proviene tal potencia, que hace tan venturoso El porvenir de una ilusión (trayendo a cuentas el título del texto freudiano de 1927)? Sabemos que hasta el momento en que Constantino I avaló el culto cristiano, a pesar de que, según se ha indicado, él mismo no se convirtió al cristianismo sino hacia el final de sus días, los romanos tenían una provechosa relación con los judíos. Durante los tres primeros siglos de nuestra Era, los cristianos eran perseguidos y asesinados por los romanos, cosa que los judíos celebraban por aquellos días pues no coincidían –tampoco hoy–, con la creencia– en Jesús como el mesías. Pero, en el siglo III, el cristianismo fue acogido por el Imperio, concretándose así la alianza estratégica, doctrinaria, política, económica e ideológica, más grande hasta nuestros días. Constantino I y Silvestre I (33º Papa, y el número tal vez sea sólo coincidencia), daban inicio al imperio más sólido conocido en nuestra historia occidental. La fe, sin lugar a dudas, demostró ser más potente que cualquier táctica bélica; todavía más, si se hacía la guerra en nombre de Dios.

Mientras el judaísmo era la religión del padre, del cual desmiente su muerte, el cristianismo advenía como religión del hijo que, como encarnación del padre muerto, daba pruebas de que Dios guardaba silencio sepulcral y lo dejaba morir en la cruz, para redimir el pecado original de la desobediencia que había inaugurado el conocimiento del ser humano acerca de la diferencia entre el bien y el mal. Un padre impotente para salvar al hijo de la muerte, y un hijo capaz de resucitar, arrancando de las fauces de la muerte a su propio “yo”, es decir, a su imagen narcisista, constituían la evidencia según la cual, la confesión de haber matado al padre, encarnado en un hijo omnipotente gracias a la gloria del padre muerto, limpiaba el pecado original y devolvía al ser humano el derecho a retornar al paraíso perdido.

¿Podría haber una idea más seductora? Entregarse en vida al servilismo por la palabra del hijo que prometió resucitar, en Nombre del Padre, a todos aquellos que le sean sumisos y abnegados, arrancando también de las fauces de la muerte el “yo” de cada uno para que, así, todos los redimidos puedan reencontrarse con el goce originario en el paraíso otrora perdido. Ninguna otra religión había prometido tanto; ni la idea de la reencarnación ni la idea órfica de la muerte trágica como signo de gloria eterna eran competencia. Ningún mito había expresado tan bien la fantasía de azote del hijo, ni el deseo de la muerte del padre, y mucho menos la posibilidad de consumar todo ello en la fantasía pudiendo, aún así, librarse de todo pecado por el solo acto de arrepentimiento. Ninguna otra religión habría calzado nunca tan bien en la fantasías de los neuróticos.


John James Gómez G.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

¡Qué poca humanidad hay a veces en ese “gran espíritu científico”!

 “Se abre paso la vida con la misma terquedad con la que una plantita minúscula es capaz de rajar el suelo de hormigón para sacar la cabeza....