Fragmento del texto y comentario: “Moisés y la religión monoteísta”.
Freud, S. (1939). En: Obras Completas, vol. XXIII. Amorrortu Editores, Buenos
Aires. 1986. Págs. 86-87. [Primera parte del comentario]
“El pobre pueblo judío, que con una obstinación consuetudinaria
siguió desmintiendo el asesinato del padre, lo pagó con dura penitencia en el
curso de las épocas. Una y otra vez se le reprochó: «Habéis muerto a nuestro
Dios». Y este reproche es verdadero si se lo traduce correctamente. Reza, en
efecto, referido a la historia de las religiones: «No queréis admitir [cursivas en el original] haber
dado muerte a vuestro Dios (la imagen primordial de Dios, el padre primordial,
y sus posteriores reencarnaciones)». Un agregado debiera enunciar: «Nosotros,
en cambio, hemos hecho lo mismo, pero lo hemos confesado, y desde entonces
quedamos sin pecado».”
Comentario:
La religión cristiana es, tal vez, la más reciente de todas
las religiones que han tenido algún lugar destacado en la historia de la
humanidad. El judaísmo, el budismo, el maniqueísmo, el hinduismo, la mitología
griega, la egipcia y la romana, como también las religiones americanas
precolombinas, son todas ellas, harto más antiguas que el cristianismo. No
obstante, la potencia del cristianismo ha sido mayor desde diversos puntos de
vista. Prueba de ello es el dinero que, en sus diferentes versiones, el
cristianismo acumula, tanto como acumula seguidores. ¿De dónde proviene tal
potencia que hace tan venturoso El porvenir de
una ilusión (trayendo a cuentas el título del texto freudiano de 1927)?
Sabemos que Freud dedicó grandes esfuerzos a la comprensión
del lugar que las religiones han tenido en las diversas culturas humanas. Son
variados los textos en los que trata el tema y, en algunos de ellos, incluso, propone una conjetura de su origen. Es el caso de Tótem y tabú, texto de 1913, en el que el asesinato del padre y la
culpabilidad retroactiva que ello habría generado en los hijos, merced del
temor de ocupar ese lugar y padecer el mismo destino, habría llevado al surgimiento
de un pacto y al enaltecimiento de la figura del padre como signo de
prohibición. Y, ¿qué sería lo que ese
padre prohíbe y qué justifica su acto prohibitorio?
Es común la aparición de esa prohibición en los mitos
religiosos. Si pensamos en el paraíso del mito judeocristiano, por ejemplo, la prohibición de comer el
fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal, resulta sumamente
interesante. Uno podría plantearse, tomando el mito a la letra, la siguiente cuestión: ¿cuál
sería el interés de Dios en mantener al ser humano ignorante de la diferencia
entre el bien y el mal, pero, al mismo tiempo, dejar puesto allí el árbol y con
él la prohibición, es decir, “dejar al alcance de la mano” el signo de la falta
que habitaba al propio humano y que provocara el deseo de conocer eso que
estaba prohibido?
Dejemos planteadas, por lo pronto, alguna posibilidades,
todas ellas, una vez más, siguiendo el mito a la letra; atribuyendo a ese Dios,
padre, agente de la prohibición, una intención en su accionar:
1.
Si el humano no descubre la diferencia entre el
bien y el mal, ¿cómo podría, en tal caso, juzgar a Dios? ¿Cómo sabrían los
humanos si, cuando el relato bíblico dice: “y vio Dios que era bueno”, eso era
en verdad algo bueno para el hombre, la mujer, y las demás creaciones divinas?
2.
El desconocimiento de la diferencia entre el
bien y el mal, ¿no expondría al ser humano a la acción del juicio de Dios
orientada por el puro capricho de sus pasiones, pues el hombre no sabría si sus
propias acciones agradaban, o no, a Dios?
Y, aunque hay muchas más
opciones, dejemos sólo una más en la vía de nuestro ejercicio reflexivo:
3.
¿Acaso no nos encontramos ante el problema de si
la diferencia entre el bien y el mal no está, desde la perspectiva del mito,
ligada a la obediencia al padre, en cuyo caso el árbol es solo el signo que, al
representar dicha prohibición, plantea la cuestión de que siempre es posible
prescindir del padre pero que, en ese caso, esa trasgresión de sus órdenes tendrá como consecuencia padecer su furia? Y, siendo así, ¿cómo entender su mala
fe originaria?
John James Gómez G.
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