lunes, 4 de abril de 2016


Fragmento del texto y comentario: “Moisés y la religión monoteísta”. Freud, S. (1939). En: Obras Completas, vol. XXIII. Amorrortu Editores, Buenos Aires. 1986. Págs. 86-87. [Primera parte del comentario]


“El pobre pueblo judío, que con una obstinación consuetudinaria siguió desmintiendo el asesinato del padre, lo pagó con dura penitencia en el curso de las épocas. Una y otra vez se le reprochó: «Habéis muerto a nuestro Dios». Y este reproche es verdadero si se lo traduce correctamente. Reza, en efecto, referido a la historia de las religiones: «No queréis admitir [cursivas en el original] haber dado muerte a vuestro Dios (la imagen primordial de Dios, el padre primordial, y sus posteriores reencarnaciones)». Un agregado debiera enunciar: «Nosotros, en cambio, hemos hecho lo mismo, pero lo hemos confesado, y desde entonces quedamos sin pecado».”

Comentario:

La religión cristiana es, tal vez, la más reciente de todas las religiones que han tenido algún lugar destacado en la historia de la humanidad. El judaísmo, el budismo, el maniqueísmo, el hinduismo, la mitología griega, la egipcia y la romana, como también las religiones americanas precolombinas, son todas ellas, harto más antiguas que el cristianismo. No obstante, la potencia del cristianismo ha sido mayor desde diversos puntos de vista. Prueba de ello es el dinero que, en sus diferentes versiones, el cristianismo acumula, tanto como acumula seguidores. ¿De dónde proviene tal potencia que hace tan venturoso El porvenir de una ilusión (trayendo a cuentas el título del texto freudiano de 1927)?

Sabemos que Freud dedicó grandes esfuerzos a la comprensión del lugar que las religiones han tenido en las diversas culturas humanas. Son variados los textos en los que trata el tema y, en algunos de ellos, incluso, propone una conjetura de su origen. Es el caso de Tótem y tabú, texto de 1913, en el que el asesinato del padre y la culpabilidad retroactiva que ello habría generado en los hijos, merced del temor de ocupar ese lugar y padecer el mismo destino, habría llevado al surgimiento de un pacto y al enaltecimiento de la figura del padre como signo de prohibición. Y,  ¿qué sería lo que ese padre prohíbe y qué justifica su acto prohibitorio?

Es común la aparición de esa prohibición en los mitos religiosos. Si pensamos en el paraíso del mito judeocristiano, por ejemplo, la prohibición de comer el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal, resulta sumamente interesante. Uno podría plantearse, tomando el mito a la letra, la siguiente cuestión: ¿cuál sería el interés de Dios en mantener al ser humano ignorante de la diferencia entre el bien y el mal, pero, al mismo tiempo, dejar puesto allí el árbol y con él la prohibición, es decir, “dejar al alcance de la mano” el signo de la falta que habitaba al propio humano y que provocara el deseo de conocer eso que estaba prohibido? 

Dejemos planteadas, por lo pronto, alguna posibilidades, todas ellas, una vez más, siguiendo el mito a la letra; atribuyendo a ese Dios, padre, agente de la prohibición, una intención en su accionar:

1.     Si el humano no descubre la diferencia entre el bien y el mal, ¿cómo podría, en tal caso, juzgar a Dios? ¿Cómo sabrían los humanos si, cuando el relato bíblico dice: “y vio Dios que era bueno”, eso era en verdad algo bueno para el hombre, la mujer, y las demás creaciones divinas?
2.     El desconocimiento de la diferencia entre el bien y el mal, ¿no expondría al ser humano a la acción del juicio de Dios orientada por el puro capricho de sus pasiones, pues el hombre no sabría si sus propias acciones agradaban, o no, a Dios?

Y, aunque hay muchas más opciones, dejemos sólo una más en la vía de nuestro ejercicio reflexivo:

3.     ¿Acaso no nos encontramos ante el problema de si la diferencia entre el bien y el mal no está, desde la perspectiva del mito, ligada a la obediencia al padre, en cuyo caso el árbol es solo el signo que, al representar dicha prohibición, plantea la cuestión de que siempre es posible prescindir del padre pero que, en ese caso, esa trasgresión de sus órdenes tendrá como consecuencia padecer su furia? Y, siendo así, ¿cómo entender su mala fe originaria?


John James Gómez G.

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