jueves, 28 de abril de 2016

Fragmento del texto: “¿Pueden los legos ejercer el psicoanálisis?”. Freud, S. (1926). En: Obras Completas, vol. XX. Amorrortu Editores, Buenos Aires. 1986. Pág. 175. [Segunda parte del comentario]
 
“No hay ensalmo sin la prontitud; se diría: sin un éxito repentino. Pero los tratamientos analíticos requieren meses y aun años; un ensalmo tan lento pierde el carácter de lo maravilloso. Por lo demás, no despreciemos la palabra.”

Comentario:
  
Junto a ese correr tras la magia, al que me referí en el comentario anterior, se acomoda, muy cómoda, la acción caritativa. Nada se distancia más de la práctica psicoanalítica que la caridad. Y es que siempre hay quién desee representar de manera casi caricaturesca la oblación. Ofrecerse como salvador, como medio para alcanzar la felicidad, como redentor de almas, como defensor de los “afligidos y agobiados”, es una práctica harto común, –y más común parece hoy en la psicología que a veces se revela como una mezcla entre nuevo sacerdocio (Osho) y policía del pensamiento (Orwell)–, con la cual se intenta disimular tanto el deseo de reconocimiento en la desesperada carrera por mostrar las buenas acciones para insuflar el narcisismo, como el horror que causa la sospecha del encuentro con la incertidumbre.

Dar lo que se tiene y reclamar para sí, o para otros, la buena voluntad, cuando lo que está en juego es la pregunta por el sufrimiento, solo conlleva el incremento de la culpabilidad y la deuda con otro que se toma a sí mismo por omnipotente frente a aquel que es tomado por incapaz de hacer algo por sí mismo. Se magnifica así la oposición Amo/esclavo y, con ella, la pareja víctima/victimario, tan propia de la fantasía de azote que Freud descubrió en los neuróticos. Si la práctica clínica se llega a confundir con la caridad, no hay más que repetición de la fantasía por la cual el neurótico se entrega a la ligadura entre culpabilidad y erotismo, merced de la cual encuentra satisfacción profunda con su autodestrucción.

La ferocidad imaginaria es el rostro oculto tras la más-cara de las caridades. Baste leer el apólogo de San Martín y la interpretación que Lacan hace de él para tomar noticia. Pero, si no se quiere llegar tan lejos, será suficiente mirar alrededor para ver cómo las caritativas fundaciones de los más adinerados, perciben mayores ganancias al quedar eximidos de impuestos por dar a otros lo que tienen y no es suyo, pues son sus clientes quienes proporcionan lo dado, haciendo así que el peso de los impuestos quede en manos de los más pobres que, siguiendo en esa posición, seguirán justificando la caridad de los más ricos mientras son ellos mismos, los pobres, quienes pagan por la caridad recibida.

El “ser” caritativo se transforma en santo, en bondadoso, en benefactor, mientras se garantiza así que el “indefenso” siga creyendo en él y, a partir de allí, renuncie a cualquier posibilidad de rectificación subjetiva. El único transformado, pues, es el narcisismo del benefactor que arderá en ira si se le llegase a negar el reconocimiento que tanto anhela y por el cual realiza su acción caritativa. Y, en eso, no hay el menor rastro de subversión del sujeto.

John James Gómez G. 

domingo, 24 de abril de 2016

Fragmento del texto: “¿Pueden los legos ejercer el psicoanálisis?”. Freud, S. (1926). En: Obras Completas, vol. XX. Amorrortu Editores, Buenos Aires. 1986. Pág. 175. [Primera parte del comentario]
  
“No hay ensalmo sin la prontitud; se diría: sin un éxito repentino. Pero los tratamientos analíticos requieren meses y aun años; un ensalmo tan lento pierde el carácter de lo maravilloso. Por lo demás, no despreciemos la palabra.”

Comentario:

La gente corre tras la magia. La idea de la inmediatez, desde la perspectiva de la producción que advino tras la Revolución Industrial, antes que avivar la razón, ha procurado una ilusión mayor en la que reina el apremio por obtener todo cuanto antes. Incluso, si lo que hace falta es dinero, los bancos procurarán la ilusión de que usted puede tenerlo aunque ese goce de la inmediatez se sostenga siempre en una deuda torturante.

Esforzarse en vías del deseo no es una opción. En nuestra época, cualquier cosa que requiera esfuerzo es vista con desgano y aún con desprecio. La tecnología es maravillosa, sin duda, pero nuestra pasión por la ignorancia nos hace portarnos ante ella como estúpidos, y no en pocas ocasiones. Las cadenas que rotan por doquier, prometiendo dinero y milagros instantáneos, no hacen otra cosa que ponerlo en evidencia. Se espera que un genio, sin mucho in-genio, cumpla algún deseo sin más requisito que frotar la lámpara.

Embebidos en las ilusiones y en el goce que se experimenta ante la obligación de la inmediatez, encontramos que las personas comienzan a quejarse del encuentro con un íntimo sinsentido. Llegan a nuestros consultorios confesando con frecuencia su falta de entusiasmo en las mañanas, cuando al despertar de sueños que ya ni siquiera logran recordar, se esfuerzan por responder a la pregunta ¿por qué y para qué vivo? A falta de respuesta, bien vienen las obligaciones. Entonces, a pesar de la culpabilidad que allí se expresa, por haber cedido en su deseo, muchos prefieren dedicarse a cumplir con los deberes que operan como imperativos que les ordenan vivir para producir y consumir, a cambio de una vida miserable. “¡Y mejor que callen!” Es lo que se dice subrepticiamente en los comerciales de las TV Compras y en la oferta de medicamentos milagrosos que prometen la felicidad instantánea para estar “Ok”, es decir, aprobado por aquellos a quienes no les importa más que llenar sus prosperas arcas. A más trastornos, más medicamentos y, con ellos, más dinero. No es una ecuación demasiado difícil.

Las psicoterapias breves son un ejemplo más. Sólo que allí los genios serían los propios terapeutas que según su credo, omnisapientes y omnipotentes, prometen reparar el “daño psicológico” que ha padecido ese paciente que es visto como ingenuo e incapaz de hacer algo por sí mismo. Se le sigue tomando allí como miserable y, así, se le obliga a callar. Se le enseña y se le somete a la “buena norma”, muy a pesar que sintiéndose miserable, en realidad quiera decirle a gritos a aquel sordo terapeuta: “deje, por favor, miserable, que mi-ser-hable”.

John James Gómez G. 

jueves, 21 de abril de 2016

Fragmento del texto y comentario: “Los  cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis”. Lacan, J. (1964). En: El Seminario, libro 11. Editorial Paidós, Buenos Aires. 1987. Pág. 139 [Tercera parte del comentario]

“El fundamento único de la verdad es que la palabra, aún mentirosa, la invoca y la suscita”.

Comentario:

En los comentarios anteriores he destacado el modo en que, desde campos como el derecho y la salud mental, se fabrican pruebas y hechos a los que se les intenta dar el estatuto de una verdad. Sumemos ahora a ellos la verdad dogmática, aquella que debe ser acogida sin cuestionamiento alguno. Empero, no hay que apresurarse a creer que estamos hablando del tratamiento de la verdad exclusivamente en el campo religioso, por más que éste le sea propio. Encontramos el dogmatismo por doquier; en las ciencias, en los omnisapientes periodistas, en la opinión general y, sobre todo, en ese apresuramiento a comprender tan generalizado, al que llamamos “sentido común”, en el cual nos avalamos para impostar nuestra propia moral como modo para explicar eso a lo que se ha llamado “realidad”. Es harto frecuente que de nuestras bocas salgan las palabras “lo que pasa en realidad es que…”, y de inmediato hablemos como si con aquello que decimos reveláramos al mundo los secretos más profundos del universo.

Sin embargo, la verdad no hace más que manifestarse siéndonos esquiva. Si la alcanzamos es solo por vías torcidas y, al hacerlo, se nos revela que ella tiene estructura de ficción, como bien supo expresarlo Lacan. No es otra cosa lo que la práctica psicoanalítica permite constatar. Hablamos, y con ello no hacemos más que invocar a la esquiva verdad; no al dogma, no a los hechos, no a las pruebas, esas son cosas demasiado fáciles de fabricar.

Recordemos a Pascal Quignar:

Alétheia también significa quitar un velo, desvelar. La verdad (a-létheia) es lo no-olvidado.”… “La alétheia está vinculada a la desnudez. La desnudez princeps nunca es sexual, sino genésica.”… “Plutarco dice que Ale﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽ice que Al´o genea desnudez pa verdad (ocar a la verdad; no a la realidad, no a los hechos, no a las pruebas, simple yétheia es un caos de luz. Que su propio resplandor borra su forma y vuelve imperceptible su rostro. Pero –añade Plutarco– eso no quiere decir que Alétheia esté velada: está desnuda. Los velados somos nosotros.”… “Los antiguos creían que la castración del que ve, lejos de recaer en su pene erguido en fascinus, se perpetra en sus ojos. El castrado, por condensación, es el ciego. Homero, Tiresias, Edipo. Aquel que ha sido fascinado, que ha visto de frente, pierde sus ojos.”[1]

¿Acaso no estamos ciegos, es decir, castrados? Freud no dudó en decirlo, muy a pesar de su dificultad manifiesta a la hora de diferenciar entre el fascinus (falo) y ese apéndice anatómico que cuelga en nuestros cuerpos. La fascinación es la de los ojos, por tanto la castración es justamente nuestra ceguera, aquella por la cual la verdad, a pesar de estar desnuda, nos es accesible sólo de reojo y, sobre todo, a través de alguna fantasía, que algunos psicoanalistas gustan traducir como "fantasma", que sirva de pantalla y que la deforme hasta el punto de hacerla soportable.

John James Gómez G.  


[1] Quignar, P. (2005). El sexo y el espanto. Barcelona: Editorial Minúscula. Págs. 90, 91 y 96.

jueves, 14 de abril de 2016

Fragmento del texto y comentario: “Los  cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis”. Lacan, J. (1964). En: El Seminario, libro 11. Editorial Paidós, Buenos Aires. 1987. Pág. 139 [Segunda parte del comentario]

“El fundamento único de la verdad es que la palabra, aún mentirosa, la invoca y la suscita”.

Comentario:

Y entre esas posibilidades de ejercer un poder, cuando de la fabricación de pruebas y hechos en torno a la verdad se trata, tal vez ningún otro campo representa de manera tan perturbadora el problema como aquel que se ha denominado “Salud Mental”. Tal vez las intenciones sean buenas, pero las condiciones diferenciales entre lo bueno y lo malo son tan problemáticas como la verdad misma. Se postula la idea del bienestar de los pacientes; aquellos que por no encajar en la norma que se ha determinado como “verdadera”, deben someterse a las clasificaciones que los manuales, DSM y CIE, imponen como modo de hacer encajar lo particular de cada sujeto en las imposturas morales del discurso de un Amo que obedece sumiso a las leyes del mercado.  

Como bien lo indica Néstor Braunstein:

El psiquiatra pasará a ser el funcionario de la norma (social, jurídica) y podrá entender en casos de "psicopatía", "sociopatía", "perversión", "homosexualidad", "cleptomanía", comportamientos violen- tos, "conflictividad", conductas delictivas, tristeza duradera, timidez, aislamiento social, "disfuncionalidad familiar", fracaso escolar o laboral, anorexia y bulimia, alcoholismo y otras adicciones así como en los ejemplares humanos dominados por alguno de los siete pecados capitales. ¿Los siete? A ver, contemos: ira, pereza, soberbia, gula, lujuria y envidia. ¿Siete? No; seis. Falta uno del cual ni la CIE ni el DSM-IV-TR ni el futuro DSM-5 no dicen ni pío: la avaricia. Pues hay "trastornos de la personalidad" descritos en todas las áreas del comportamiento... excepto con relación al dinero. ¿No es curioso? ¿Será que en este aspecto, el de la codicia {covetousness) y el del atesoramiento, el sujeto no se "aparta acusadamente de las expectativas de la cultura…[1]

La moral sexual cultural no deja de hacer los deleites de quienes, en una sociedad famélica que se alimenta tragando sin masticar la dignidad del sujeto, olvidan que la clasificación nada dice sobre el sufrimiento y que ese sufrimiento no encuentra en la biología más que su soporte material anatómico, sin que ello sea suficiente para descifrar la manera de saber hacer con eso. La medicación no es otra cosa que un paliativo normalizador, si bien útil en ciertas ocasiones, solo un medio al que las farmacéuticas quieren hacer equivaler a la “pócima universal” con la que los cirujanos barberos del medioevo, engañaban a los encantados pobladores que corrían hasta los carromatos, convertidos en improvisados escenarios, para entretenerse con las piruetas y los malabarismos de aquellos timadores que no llegaban a ser médicos.

Si es que ejercemos la docencia, actividad propia de una de las tres profesiones imposibles según Freud, a saber, educar, podríamos tomar el camino de "obligar" a nuestros estudiantes a creer en los manuales y a seguirlos al pie de la letra, o bien podemos alentarlos a razonar y a pensar críticamente, incluso, interrogando su propia posición respecto del acto reflexivo. Es claro que la "o" juega aquí un papel excluyente; es lo uno o lo otro. En todo caso, si es lo primero a lo que se les quiere "obligar", mejor dejar en claro que lo único que se espera de ellos es que cada uno se tome a sí mismo por un ser-vil.

John James Gómez G.




[1] Braunstein, N. (2013). Clasificar en Psiquiatría.  México: Siglo XXI Editores. Pág. 92

lunes, 11 de abril de 2016

Fragmento del texto y comentario: “Los  cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis”. Lacan, J. (1964). En: El Seminario, libro 11. Editorial Paidós, Buenos Aires. 1987. Pág. 139 [Primera parte del comentario]

“El fundamento único de la verdad es que la palabra, aún mentirosa, la invoca y la suscita”.

Comentario:

El orden de la verdad es para nosotros íntimamente ajeno. Es así que con el ánimo de olvidar su estructura escurridiza y quitarnos de encima la inquietud que ella nos trae, queramos someterla a nuestro propio orden: aquel en que creemos poder controlar las cosas a nuestro modo.

En ese propósito de eludir lo inquietante de la verdad, muchos tratan de hacerla equivaler a una “prueba”, en el sentido que se le ha dado a dicha palabra en el marco del positivismo científico. Se cree que lo verdadero es lo que se puede probar, precisamente, de modo experimental, es decir, bajo el control de las variables por parte del investigador; se trata así de una verdad fabricada que busca silenciar toda falta.

La verdad también suele ser confundida con lo que, en el campo del derecho, se ha denominado “los hechos”, que no son otra cosa que la recolección de artificios que permiten crear una ilusión de veracidad sobre la cual alguien debe tomar una decisión, partiendo de la creencia en que esos “hechos” "prueban" algo. En esto la ciencia y el derecho se acercan lo suficiente como para que, en ambos casos, no se quiera saber nada acerca de la verdad, salvo que ella sea fabricada convenientemente para parecer incuestionable.

Entre los vaivenes de las fabricaciones de hechos y pruebas, la psicología ha caído en la trampa de suponerse, además, capaz de encontrar la verdad, ya no sólo de los hechos, sino de lo que concierne al “individuo”, a la “persona”, o al “sujeto”, según como se le llame en cada perspectiva teórica. Sin duda, esto ha abierto innumerables puertas a los psicólogos, que corren felices hacia todo lugar al que se les convoque para establecer si lo que la gente dice es verdadero o falso, o bien para que propicie la adaptación de las ovejas descarriadas a lo que las instituciones, en su voluntad de verdad (para retomar la expresión de Foucault en “El Orden de discurso”), imponen como única vía posible y verdadera. En ese sentido, el psicólogo, atrampado (atrapado en la trampa), bien podría proclamarse el nuevo salvador y decir abiertamente: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. ¿Cómo hacer para no sucumbir ante tal fascinación si en ella se juega la posibilidad de ejercer un poder que lleva hacia los caminos de la infatuación?

John Jame Gómez G. 

jueves, 7 de abril de 2016

Fragmento del texto y comentario: “Moisés y la religión monoteísta”. Freud, S. (1939). En: Obras Completas, vol. XXIII. Amorrortu Editores, Buenos Aires. 1986. Págs. 86-87. [Segunda parte del comentario]

“El pobre pueblo judío, que con una obstinación consuetudinaria siguió desmintiendo el asesinato del padre, lo pagó con dura penitencia en el curso de las épocas. Una y otra vez se le reprochó: «Habéis muerto a nuestro Dios». Y este reproche es verdadero si se lo traduce correctamente. Reza, en efecto, referido a la historia de las religiones: «No queréis admitir [cursivas en el original] haber dado muerte a vuestro Dios (la imagen primordial de Dios, el padre primordial, y sus posteriores reencarnaciones)». Un agregado debiera enunciar: «Nosotros, en cambio, hemos hecho lo mismo, pero lo hemos confesado, y desde entonces quedamos sin pecado».”

Comentario:

Volvamos a la pregunta inicial, planteada en el comentario anterior: ¿De dónde proviene tal potencia, que hace tan venturoso El porvenir de una ilusión (trayendo a cuentas el título del texto freudiano de 1927)? Sabemos que hasta el momento en que Constantino I avaló el culto cristiano, a pesar de que, según se ha indicado, él mismo no se convirtió al cristianismo sino hacia el final de sus días, los romanos tenían una provechosa relación con los judíos. Durante los tres primeros siglos de nuestra Era, los cristianos eran perseguidos y asesinados por los romanos, cosa que los judíos celebraban por aquellos días pues no coincidían –tampoco hoy–, con la creencia– en Jesús como el mesías. Pero, en el siglo III, el cristianismo fue acogido por el Imperio, concretándose así la alianza estratégica, doctrinaria, política, económica e ideológica, más grande hasta nuestros días. Constantino I y Silvestre I (33º Papa, y el número tal vez sea sólo coincidencia), daban inicio al imperio más sólido conocido en nuestra historia occidental. La fe, sin lugar a dudas, demostró ser más potente que cualquier táctica bélica; todavía más, si se hacía la guerra en nombre de Dios.

Mientras el judaísmo era la religión del padre, del cual desmiente su muerte, el cristianismo advenía como religión del hijo que, como encarnación del padre muerto, daba pruebas de que Dios guardaba silencio sepulcral y lo dejaba morir en la cruz, para redimir el pecado original de la desobediencia que había inaugurado el conocimiento del ser humano acerca de la diferencia entre el bien y el mal. Un padre impotente para salvar al hijo de la muerte, y un hijo capaz de resucitar, arrancando de las fauces de la muerte a su propio “yo”, es decir, a su imagen narcisista, constituían la evidencia según la cual, la confesión de haber matado al padre, encarnado en un hijo omnipotente gracias a la gloria del padre muerto, limpiaba el pecado original y devolvía al ser humano el derecho a retornar al paraíso perdido.

¿Podría haber una idea más seductora? Entregarse en vida al servilismo por la palabra del hijo que prometió resucitar, en Nombre del Padre, a todos aquellos que le sean sumisos y abnegados, arrancando también de las fauces de la muerte el “yo” de cada uno para que, así, todos los redimidos puedan reencontrarse con el goce originario en el paraíso otrora perdido. Ninguna otra religión había prometido tanto; ni la idea de la reencarnación ni la idea órfica de la muerte trágica como signo de gloria eterna eran competencia. Ningún mito había expresado tan bien la fantasía de azote del hijo, ni el deseo de la muerte del padre, y mucho menos la posibilidad de consumar todo ello en la fantasía pudiendo, aún así, librarse de todo pecado por el solo acto de arrepentimiento. Ninguna otra religión habría calzado nunca tan bien en la fantasías de los neuróticos.


John James Gómez G.

lunes, 4 de abril de 2016


Fragmento del texto y comentario: “Moisés y la religión monoteísta”. Freud, S. (1939). En: Obras Completas, vol. XXIII. Amorrortu Editores, Buenos Aires. 1986. Págs. 86-87. [Primera parte del comentario]


“El pobre pueblo judío, que con una obstinación consuetudinaria siguió desmintiendo el asesinato del padre, lo pagó con dura penitencia en el curso de las épocas. Una y otra vez se le reprochó: «Habéis muerto a nuestro Dios». Y este reproche es verdadero si se lo traduce correctamente. Reza, en efecto, referido a la historia de las religiones: «No queréis admitir [cursivas en el original] haber dado muerte a vuestro Dios (la imagen primordial de Dios, el padre primordial, y sus posteriores reencarnaciones)». Un agregado debiera enunciar: «Nosotros, en cambio, hemos hecho lo mismo, pero lo hemos confesado, y desde entonces quedamos sin pecado».”

Comentario:

La religión cristiana es, tal vez, la más reciente de todas las religiones que han tenido algún lugar destacado en la historia de la humanidad. El judaísmo, el budismo, el maniqueísmo, el hinduismo, la mitología griega, la egipcia y la romana, como también las religiones americanas precolombinas, son todas ellas, harto más antiguas que el cristianismo. No obstante, la potencia del cristianismo ha sido mayor desde diversos puntos de vista. Prueba de ello es el dinero que, en sus diferentes versiones, el cristianismo acumula, tanto como acumula seguidores. ¿De dónde proviene tal potencia que hace tan venturoso El porvenir de una ilusión (trayendo a cuentas el título del texto freudiano de 1927)?

Sabemos que Freud dedicó grandes esfuerzos a la comprensión del lugar que las religiones han tenido en las diversas culturas humanas. Son variados los textos en los que trata el tema y, en algunos de ellos, incluso, propone una conjetura de su origen. Es el caso de Tótem y tabú, texto de 1913, en el que el asesinato del padre y la culpabilidad retroactiva que ello habría generado en los hijos, merced del temor de ocupar ese lugar y padecer el mismo destino, habría llevado al surgimiento de un pacto y al enaltecimiento de la figura del padre como signo de prohibición. Y,  ¿qué sería lo que ese padre prohíbe y qué justifica su acto prohibitorio?

Es común la aparición de esa prohibición en los mitos religiosos. Si pensamos en el paraíso del mito judeocristiano, por ejemplo, la prohibición de comer el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal, resulta sumamente interesante. Uno podría plantearse, tomando el mito a la letra, la siguiente cuestión: ¿cuál sería el interés de Dios en mantener al ser humano ignorante de la diferencia entre el bien y el mal, pero, al mismo tiempo, dejar puesto allí el árbol y con él la prohibición, es decir, “dejar al alcance de la mano” el signo de la falta que habitaba al propio humano y que provocara el deseo de conocer eso que estaba prohibido? 

Dejemos planteadas, por lo pronto, alguna posibilidades, todas ellas, una vez más, siguiendo el mito a la letra; atribuyendo a ese Dios, padre, agente de la prohibición, una intención en su accionar:

1.     Si el humano no descubre la diferencia entre el bien y el mal, ¿cómo podría, en tal caso, juzgar a Dios? ¿Cómo sabrían los humanos si, cuando el relato bíblico dice: “y vio Dios que era bueno”, eso era en verdad algo bueno para el hombre, la mujer, y las demás creaciones divinas?
2.     El desconocimiento de la diferencia entre el bien y el mal, ¿no expondría al ser humano a la acción del juicio de Dios orientada por el puro capricho de sus pasiones, pues el hombre no sabría si sus propias acciones agradaban, o no, a Dios?

Y, aunque hay muchas más opciones, dejemos sólo una más en la vía de nuestro ejercicio reflexivo:

3.     ¿Acaso no nos encontramos ante el problema de si la diferencia entre el bien y el mal no está, desde la perspectiva del mito, ligada a la obediencia al padre, en cuyo caso el árbol es solo el signo que, al representar dicha prohibición, plantea la cuestión de que siempre es posible prescindir del padre pero que, en ese caso, esa trasgresión de sus órdenes tendrá como consecuencia padecer su furia? Y, siendo así, ¿cómo entender su mala fe originaria?


John James Gómez G.

¡Qué poca humanidad hay a veces en ese “gran espíritu científico”!

 “Se abre paso la vida con la misma terquedad con la que una plantita minúscula es capaz de rajar el suelo de hormigón para sacar la cabeza....