miércoles, 22 de enero de 2014

Fragmento del texto: “Las Paradojas de la Ética”. Lacan, J. (1959-60). En: La Ética del Psicoanálisis, El Seminario, libro 7. Editorial Paidós. 1992. Pág. 375-376.

“¿Qué proclama Alejandro al llegar a Persépolis al igual que Hitler llegando a París? Poco importa el preámbulo –He venido a liberarlos de esto o de aquello. Lo esencial es lo siguiente –Continúen trabajando. Que el trabajo no se detenga. Lo que quiere decir –Que quede bien claro que en caso alguno es una ocasión para manifestar el más mínimo deseo.
La moral del poder, del servicio de los bienes, es –En cuanto a los deseos pueden ustedes esperar sentados. Que esperen.”

Comentario:

La ética tradicional, desde la Época Clásica, ha estado ligada a la moral del poder. Se trata de un ordenamiento desde el cual las cosas son pensadas como juicios que deben estar orientados de acuerdo con la moral del amo. El otro debe estar en posición de servidumbre si es que espera mantenerse con vida o, en todo caso, si espera seguir contando con el reconocimiento del amo. Y no digamos que con el amor del amo, porque la posibilidad de equívoco entre amo y amor, dada la cercanía de los grafemas, no existe en otra lengua diferente al español. Ya tendremos tiempo para mirar esa singularidad de nuestra lengua. Por lo pronto, lo que interesa es indicar la relación entre lo que común y tradicionalmente se entiende por ética y la moral del poder.

Sea cual fuere la institución social en juego, desde la Polis en la antigua Grecia hasta el Estado moderno, pasando por la religión y cualquiera de sus creaciones, por ejemplo, la universidad, que es una variante del discurso del amo, el problema de la ética se ha concebido a la luz de los ojos del bien para el amo. En otras palabras, en esa modalidad, la cuestión de la ética apunta a la protección de los bienes para procurar lo que conviene a los fines del amo.

En dicha concepción la ilusión del servil, que también puede verse en tal posición como un ser vil, es la de llegar a ser bueno para el amo, cosa que debe entenderse también como ser un bien más para el amo. Devenir en un bien para el amo, prosternándose y entregándose al ejercicio de la moral del poder concebida por el amo, es el punto en el cual el deseo es cedido, quedando así conminado a la culpabilidad. En esa culpabilidad espera obtener algún día, por parte del amo, la autorización para desear. Es un callejón sin salida; una aporía en su sentido más siniestro. El temor a no ser ya un bien para el amo por arriesgar a la subversión como sujeto deseante, lo hace retroceder. Prefiere renunciar al deseo y entregarse a la culpabilidad. No es otra cosa lo que Freud llamó necesidad incosnciente de castigo y que en el trabajo clínico se manifiesta con la reacción terapéutica negativa. El Yo espera la salvación, un amo que lo libere de los avatares y el desasosiego que está vinculado con el deseo, que lo libere de la angustia de castración; prefiere obedecer, enfermar, morir sin haber vivido, con tal de no renunciar al la posición servil ante el amo. Es esa la condición propia del neurótico, es su padecimiento del cual incluso se jacta ante los otros mientras sufre en secreto. Por ello, la pregunta que implica a la ética del psicoanálisis y que sólo se revela en su sentido más puro en la experiencia analítica no es otra que ¿Ha actuado usted conforme al deseo que lo habita? 

La ética del psicoanálisis no es otra que la ética del deseo, no la del poder moral y en ello estriba su mayor rasgo subversivo. Lógicamente, devenir deseante implica incomodarse, moverse más allá de ese amo al que se sirve. El deseo no puede ser sino subversivo, lo que no significa que sea violento. De hecho, la violencia proviene precisamente de la ambivalencia entre amor y odio en relación con ese amo que no se soporta, o bien procede del amo que no soporta que el otro devenga deseante exponiéndolo así a la angustia de castración.

Así, en ocasiones, el precio de asumir la ética del deseo es la exclusión a manos de quien se supone a sí mismo un amo y, como tal, no soporta la angustia de castración, razón por la cual se aboca a la desaparición del otro que, como sujeto deseante, le resulta perturbador. Ese amo, al "desaparecer" al otro, intenta desalojar su propia repetición, de la cual no es posible escapar pues es imposible huir de sí mismo. Ante una posición tal, sin duda, la ética del deseo es una elección no negociable.


John James Gómez G.

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