miércoles, 15 de enero de 2014

Fragmento del texto: Algunas Lecciones Elementales Sobre Psicoanálisis. Freud, S. (1940). En: Obras Completas, vol. XXIII. Amorrorttu Editores. Pág. 285.

“…la condición de consciente no puede ser la esencia de lo psíquico, sólo es una cualidad suya, y por añadidura una cualidad inconstante, más a menudo ausente que presente. Lo psíquico en sí, cualquiera sea su naturaleza, es inconsciente…”

Comentario:

Cualquier intuición de que el padecimiento psíquico se relaciona con la “baja autoestima",  aquel “caballito de batalla” de tantos a quienes no se les ocurre que otra cosa decir para atraer la libido de los demás hacia sí, o también intuición del ojo incauto que no reconoce la fuerza narcisista del Yo, es siempre equivocada. Si algo ha hecho evidente la historia humana, como también lo han hecho evidente las neurosis, las psicosis y la perversión, es que, cuando del Yo se trata, el padecimiento tiene que ver con algo que es bastante fácil de constatar, a saber, que es tal la fuerza de los ideales que lo constituyen y la ilusión de total dominio y control de sí mismo, que el verse enfrentado cotidianamente a la herida narcisista se le hace cuando menos perturbador e insoportable precisamente por el exceso de estima que tiene de sí. Se cree el dueño del circo y se aterroriza cada vez que se ve revelado en su faz de lamentoso payaso.

La historia nos muestra cómo, los llamados seres humanos, nos hemos ubicado siempre en la imagen de algún tipo de ser hecho con algún sentido excepcional a nivel de la existencia. Centro del universo, centro de la naturaleza, centro de sí mismos y tantas otras maneras más. Los mitos de la creación hablan de ello no menos que los ideales que cada hijo sostiene a lo largo de su vida al intentar ser reconocido por el padre y al identificarse con el falo en el deseo de la madre. Así, cada vez que se apela a la “baja autoestima”, se trata del juego de una celada con la que se busca que el otro ceda parte de su libido para que, en su sobre investidura, el Yo de aquel que se muestra “inferior” pueda acumular cada vez más y más libido. No es muy distinto de la nefasta escena en que una persona muy adinerada, que suele quejarse mucho más que el que posee poco, pide rebaja y el otro  negándose a ver la trampa narcisista en juego, cede así a esa demanda. Claro está, dicha entrega no es sin fines narcisistas, pues se espera con ello el reconocimiento del Otro. Es por ello que toda demanda es demanda de amor y todo deseo se expresa en la demanda como deseo de reconocimiento.

En ese mismo orden de ideas, la consciencia ha sido elevada desde tiempos remotos al estatuto de esencia misma de lo psíquico, atribuyéndosele así el único modo posible de razón. Se habla de la racionalidad humana como sinónimo de consciencia, y se habla, también de consciencia, como sinónimo de voz moral. No es difícil entender por qué el descubrimiento freudiano causa todavía en nuestra época inmensa repulsión y por qué, antes que intentar comprender su lógica, el Yo, en muchas ocasiones, incluso entre algunos de aquellos que se llaman a sí mismos psicoanalistas, no hace otra cosa que tratar de adaptar el psicoanálisis a los propios ideales y al confort de la moral sexual cultural de la época; todo ello con la esperanza de obtener algún día el ansiado reconocimiento de un Otro que también está castrado. No es otra cosa que la moral romana extendida a todo occidente a través del cristianismo, de lo cual la neurosis, la psicosis y la perversión, son modos subjetivos herederos y recurrentes testimonios.

Que haya otra razón, otro escenario distinto a la consciencia, indica, necesariamente, que el anhelado total dominio de sí no puede ser más que ilusión y que el Yo no es más que un huésped que no conoce con detalle los recovecos de la que cree su propia casa; más aún, se desconoce a sí mismo como desconoce también que es imposible saberlo todo, poseerlo todo, serlo todo. Él mismo es en su mayor parte inconsciente. Y si a ello se agrega el hecho de que existe en el origen un agujero de sentido, el temor del Yo no puede sino incrementarse, pues está siempre ilusionado con la idea de un origen “eugénesico”, de provenir de un buen origen. Lo real perturba y el Yo se defiende imponiendo sus ideales, haciendo alarde de sus dotes imaginarias, recreando su propia imagen como lugar privilegiado del sentido; con lo cual, no hace más que sufrir, pues lo real no cesa de insistir revelando el sin sentido.

El Yo niega la falta, es decir, niega el deseo, no es otra cosa de la que se defiende. Lo perturbador del deseo es, justamente, que su lógica responde a una razón que no es consciente y por ello está fuera del alcance de ser sabido. El deseo es siempre inconsciente y sus movimientos se dan siempre sirviéndose de objetos que juegan un papel sustitutivo pues el objeto del deseo, propiamente dicho, está perdido por estructura. Es el agujero mismo de sentido sobre el que se funda la condición misma de todo ser, o sea, del ser de la falta.

Lo que el Yo no logra ver con facilidad es que Ello no es algo terrible. Por el contrario, el desplazamiento constante del deseo permite inventar y reinventar la existencia que de otro modo sólo tendría como sentido a la muerte. Sin embargo, en su resguardo para no sentir la herida narcisista, es decir, para no sentir el deseo del Otro que se manifiesta como angustia de castración, prefiere vivir como si estuviese muerto.

John James Gómez G.

1 comentario:

  1. En la vida, hay momentos en los que el Ello y el yo, dejan de luchar y se dan de la mano, logrando un equilibrio perfecto.

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¡Qué poca humanidad hay a veces en ese “gran espíritu científico”!

 “Se abre paso la vida con la misma terquedad con la que una plantita minúscula es capaz de rajar el suelo de hormigón para sacar la cabeza....