lunes, 27 de enero de 2014

Fragmento del texto: “34ª Conferencia. Esclarecimientos, aplicaciones, orientaciones." Freud, S. (1933). En: Nuevas Conferencias de Introducción al Psicoanálisis. Obras Completas, vol. XXII. Amorrortu Editores. 1979. Pág. 142.

“La expectativa de poder curar todo lo neurótico me parece sospechosa de pertenecer al mismo linaje que aquella creencia de los legos para quienes las neurosis son algo enteramente adventicio que no tiene derecho a existir.”

Comentario:

Es cierto que las aspiraciones de Freud, acerca del tratamiento de los síntomas histéricos, estaba dirigida, en sus primeros momentos de trabajo clínico, hacia el ideal de su erradicación total y definitiva. Sin embargo, no pasó mucho tiempo para que se percatara de que no sólo era algo imposible sino, además, indeseable. Y es que el anhelo humano por declarar su perfección es tanto, que no hay ilusión más grande que poder mostrarse ante los otros como exento de toda falla, como si se tratase del más elevado de los seres, sin castración alguna. El ser humano se imagina a sí mismo como capaz de total control y dominio de su propio ser, incluso, se imagina como ausente de pasiones. ¡Ah, la pasión! Esa palabra que proviene del griego “Pathos”, está vinculada con el uso que también se hace hoy más frecuentemente de dicha raíz a través de la palabra patología, como sinónimo de enfermedad. "Si se siente triste, eso debe ser algún trastorno", dicen hoy los gurús y los iluminados de la psicopatología en el siglo XXI y no dudarán en recetar el medicamento que eliminará esa manifestación de indeseable humanidad. Sea como fuere, aunque el ser humano se haga ilusiones de lograr alguna vez la ausencia de pasión, nada está más lejos de sus posibilidades pues ella le es, por definición, constituyente.

Así, Freud encontró que la condición de unidad y total coherencia psíquica, era tan lejana como indeseable. Hay una división fundacional. La pulsión, es decir, la deriva (trieb), que no se adapta ni a los ideales de la cultura ni a las fantasías de plenitud del Yo, dan cuenta de una voluntad que dista diametralmente de cualquier probabilidad de perfección en el sentido de la ausencia de pasión. Solo la muerte libra al viviente de su encuentro permanente con eso que no cesa de retornar enfrentándolo a su incompletitud, a su falta de plenitud. En tal sentido, la distinción que inicialmente Freud se había propuesto hacer entre “normales” y “neuróticos”, se hizo vacua. Ello no implica que no habría gente “sana”, sino, que la idea de salud no corresponde al ingenuo ideal de perfección en el que el yo intenta regodearse en las fantasías con las que nutre su narcisismo. De hecho, aquel que más se aproxima a la imagen de alguien, en apariencia, imperturbable e inmune al pathos, a las pasiones, es, precisamente, aquel quien se conduce por la vida como si estuviese muerto, sin deseo, a saber, un neurótico obsesivo. No cabe duda que nadie está más lejos de estar saludable que aquel que intenta despojarse de cualquier evidencia del pathos. Las neurosis no son enfermedades, son modos de intentar saber hacer con la pulsión, entre otros y, por tanto, su tratamiento no apunta, en el psicoanálisis, a su erradicación. 

En nuestra época “moderna” o “postmoderna”, por llamar de alguna manera a este período histórico caracterizado por el anhelo desesperado de la felicidad comprable en alguna presentación “comercial” o “genérica”, el afán por mostrarse ante los otros como imperturbable y con total dominio de sí, parece ser cada vez mayor. La tontería del “ready made” y los “happy end”, aleja a las personas de la posibilidad de apasionarse con la vida pues ello los hace sospechosos, ante los ojos de los sabios expertos, de estar enfermos y ser entonces identificables con alguno de los códigos de los afamados DSM 5 y CIE 10. Por fortuna, cuando el psicoanálisis se toma con la seriedad que amerita, no hay en su práctica nadie que pueda declararse sabio ni experto, pues, su estructura, es justamente aquella que se funda sobre un saber no sabido (unwebusst). Esa es sin duda una de las razones por las que el psicoanálisis no deja de resultar perturbador, pues allí donde las farmacéuticas y las religiones prometen el total dominio de sí y la felicidad, bien en una pastilla, bien en un “más allá” de esta vida, el psicoanálisis devela la sublime verdad de que lo humano no es otra cosa que el hecho de que cada uno se encuentra, segundo a segundo, enfrentado a la incertidumbre derivada del pathos y, más precisamente, de aquel afecto que no engaña pues se encuentra fijado a un objeto que no tiene referencia imaginaria: la angustia. Su objeto es el objeto a, por lo tanto, la angustia, al igual que la pulsión, es no anobjetal, doble negación que da cuenta de que ella es al mismo tiempo sin objeto imaginario pero fijada al objeto perdido, clave de lo real en particular y del anudamiento de lo real, lo simbólico y lo imaginario como consistencias de la "realidad".

Así pues, bien vale la pena señalar que “El ideal de un análisis no es el completo dominio de sí, la ausencia de pasión. Es hacer al sujeto capaz de sostener el diálogo analítico, de no hablar demasiado pronto, ni demasiado tarde.” (Lacan, (1953-54). “Los escritos técnicos de Freud”. Paidós. 1981. Pág. 14).

John James Gómez G. 

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