viernes, 31 de enero de 2014

Fragmento del texto: “Discurso en la Escuela Freudiana de París.” Lacan, J. (1967). En: Otros escritos. Editorial Paidós. 2012. Pág. 290. (Segundo comentario).

“El ‘deseo del psicoanalista’, ahí está el punto absoluto desde donde se triangula la atención a lo que, por ser esperado, no debe dejarse para mañana.
Pero plantearlo como lo hice introduce la dimensión en la que el analista depende de su acto para localizarse a partir de lo falaz de lo que lo satisface, el asegurarse por él de no ser por lo que allí se hace.
Es en este sentido que el atributo de no psicoanalista es el garante del psicoanálisis,  y que yo anhelo en efecto que haya no analistas, que se distinguen en todo caso de los psicoanalistas actuales, que pagan su estatus con el olvido del acto que fundan.”

Comentario:

¿De qué satisfacción se trata para aquel quien presta su cuerpo a la función de analista? Tal vez sea ésta una de las preguntas de mayor interés si se toma en consideración lo que Lacan denominó el “deseo del psicoanalista”.

Partimos del supuesto de que, en un análisis, el trabajo del psicoanalizante produce a un psicoanalista. Es un supuesto, como muchos otros en el psicoanálisis, extendido hasta el punto en que suele darse por sobrentendido, lo cual no significa, necesariamente, que se entienda algo, poco o mucho, de ello. Dicho supuesto plantea de antemano otro, a saber, que para que un psicoanalista se produzca es condición necesaria que se produzca un psicoanalizante. Y ¿qué puede querer decir que un psicoanalizante se produce? La respuesta más simple que aparece ante los ojos desprevenidos es que, para que haya psicoanalizante, basta que alguien visite a un psicoanalista. Sin embargo, dicha respuesta nos lleva, en términos lógicos, a una contradicción, ya que si la condición necesaria para que se produzca un psicoanalista es que se produzca primero un psicoanalizante, ¿cómo podría ser que la condición para que un psicoanalizante se produzca es que haya primero un psicoanalista? Es un callejón sin salida. Una contradicción de tal magnitud amerita ser tomada en consideración con suma atención.

La contradicción sólo puede desaparecer a condición de que se comprenda que aquel que se llama a sí mismo “psicoanalista”, y que recibe a otro que viene a su consultorio a hablar, sabe que de lo que allí se trata no es de otra cosa que de una celada. Si no se sirviera de tal denominación, no habría la oferta por la cual, quien se dirige a él, produce una demanda. Pero que sea una celada pone de manifiesto algo crucial: pensar que si alguien que llega a su consultorio se convierte por ese solo hecho en psicoanalizante, sería algo tan falaz como que por el hecho de que él se llame “psicoanalista” y esté allí sentado, escuchando, exista de suyo la función psicoanalista. En ese sentido, es necesario prestar atención a Lacan y con él a la indicación freudiana de la retroacción o, también del “futuro anterior” (nachträglich), tan extraño de concebir dada nuestra lengua castellana y, además, nuestra concepción progresiva, intuitiva, pero errada, de la línea del tiempo. Con el futuro anterior se aclara que es necesario el dos para que se funde el uno y que ambos, uno y dos, se fundan en el mismo instante. Ejemplo de ello, en la obra de Freud, es lo que se conoce como los “dos tiempos del trauma”. Este efecto es precisamente uno de los rasgos fundamentales en la lógica que Lacan introduce, siguiendo a Freud, cuando formula el par significante S1-S2.

Orientados así vemos que no se trata de una cuestión vinculada con alguna suerte de tiempo cronológico en el que “en el principio” habría un psicoanalista que recibe a un psicoanalizante y que, en el final, habría dos analistas y en ese momento, entonces, ya ningún psicoanalizante. Es necesario entender que no se trata de una “producción” en el sentido industrial ni del discurso capitalista. Se trata de una producción en el sentido que puede aportarnos su comprensión la lógica estoica, la topología y, por qué no, ciertos modos de las artes. El momento en el que aquel quien ha venido a hablar de su padecimiento produce, por vía del sujeto supuesto saber, formulaciones acerca de su espacio/tiempo en tanto inconsciente, es el punto mismo en que por su désir (deseo/decir) se produce un psicoanalizante y, justo allí, se produce también la función psicoanalista. Quien allí escucha, cuenta solo con su propia experiencia como psicoanalizante para reconocer que, en tal experiencia, un psicoanalista se produce. La teoría no alcanza para ello, como tampoco sirve ser un juicioso y sumiso alumno de escuela. Es decir que quien escucha, para permitir que quien habla produzca un psicoanalizante y con ello a un psicoanalista, debe ser ante todo un psicoanalizante. Es algo que parece olvidarse con facilidad. No es necesario escuchar a demasiados "psicoanalistas" para percatarse de que, en su afán por convertirse en eso que aspiran, advienen a la ilusión del “ser”, en el sentido de ser un “profesional” o de ser portadores de algún signo de distinción. Dejan así de reconocer que su única posición posible, para que un psicoanalista exista, es la de psicoanalizantes. El afán por ser psicoanalistas da al traste con la posibilidad de sostener el acto analítico. Es fácil notar que existen grados de distinción entre los psicoanalistas, incluso veneraciones, pero, sobre todo, que hay segregación y jerarquización por distinción entre los que se llaman a sí mismos psicoanalistas y los psicoanlizantes que aspiran algún día llegar al ideal de psicoanalistas. ¿No es acaso ello lo que abunda en muchas de las escuelas de psicoanálisis?

Pero entonces, todo esto nos lleva de vuelta a la pregunta inicial ¿De qué satisfacción se trata para aquel quien presta su cuerpo a la función de analista? Y nos percatamos entonces de que lo dicho hasta ahora nos plantea el reconocimiento de la menuda dificultad acerca de lo que con ella se pone en juego. Sabemos, al menos, que si lo que se satisface es algún deseo de ser reconocido por el otro y por el Otro como psicoanalista, entonces no hay ya acto analítico. Habrá que avanzar entonces un poco más.


John James Gómez G. 

miércoles, 29 de enero de 2014

Fragmento del texto: “Discurso en la Escuela Freudiana de París.” Lacan, J. (1967). En: Otros escritos. Editorial Paidós. 2012. Pág. 290. (Primer comentario).

“El ‘deseo del psicoanalista’, ahí está el punto absoluto desde donde se triangula la atención a lo que, por ser esperado, no debe dejarse para mañana.
Pero plantearlo como lo hice introduce la dimensión en la que el analista depende de su acto para localizarse a partir de lo falaz de lo que lo satisface, el asegurarse por él de no ser por lo que allí se hace.
Es en este sentido que el atributo de no psicoanalista es el garante del psicoanálisis,  y que yo anhelo en efecto que haya no analistas, que se distinguen en todo caso de los psicoanalistas actuales, que pagan su estatus con el olvido del acto que fundan.”

Comentario:

La interrogación por el acto psicoanalítico, tanto como por el deseo del psicoanalista, es cuestión crucial aunque, paradójicamente, se deje de lado con más frecuencia de la que se podría imaginar. Y no porque se hable de ello, y se escuchen resonar frases al respecto en numerosos lugares, se puede asegurar que alguien lo tome en serio, más aún cuando es fácil percatarse de que el deseo de reconocimiento se ampara, en ocasiones, bajo el cobijo de las instituciones psicoanalíticas, marchitando con extrema facilidad los horizontes del discurso psicoanalítico y con él, cualquier indicio del deseo del analista.

La identificación con la sombra ideal de algún ser del analista no es algo quedado en el pasado y, tal vez por ello, la infatuación parece ser todavía hoy la humarada que cubre muchos de los recintos en donde se habla del psicoanálisis, mientras se ejerce sin reparo ninguno el discurso del amo. Se trata en esos casos de la búsqueda del reconocimiento de un amo que entregue las insignias que validarían el estatus que hace falta para llamarse, a sí mismo, “psicoanalista”. Esa casi aporía, denunciada por Lacan en su época, aparece siempre en el horizonte como riesgo evidente. Se olvida el acto analítico mientras los psicoanalistas abundan por doquier, lo que plantea la pregunta de ¿hasta qué punto la relación entre el acto analítico y la cantidad de psicoanalistas no sería inversamente proporcional?

No tomarse a sí mismo por psicoanalista implica recordar que quien se aboca, como psicoanalista, al acto psicoanalítico, está siempre a merced del psicoanalizante. Esto se debe a que no hay otro trabajo en la experiencia analítica que el ejercido por el psicoanalizante, y que es por dicho trabajo que la función llamada psicoanalista existe, sí y sólo sí quien presta su cuerpo para ello no se toma, a sí mismo, por la encarnación de un ser tal. No hay más ser del analista que el de-ser dicho en alguna parte, es decir, en lo que sirve de causa a aquel quien ha puesto un pie en la experiencia analítica y, por tanto, ha dado el paso desde la queja que se juega en la interrogación que se hace a propósito de la relación del Yo con el mundo, hacia la interrogación por las implicaciones de la relación del sujeto con el lenguaje. No es un paso menor, y no por el hecho de ir a visitar a alguien que se denomina analista, el paso hacia una experiencia de ese carácter está garantizado. Hace falta que quien se dispone a entrar en ella pueda comprometerse con el saber que lo implica, con la lectura y la escritura de aquello que lo habita como texto, tanto como es necesario también que quien está ahí como semblante de objeto causa, prestando su cuerpo a la función de analista, pueda soportar una práctica que se sostiene en la imposibilidad, pues lo que en ella se produce tiene que ver con lo real y, por tanto, con lo imposible de la relación sexual.

El analizante produce a partir de lo imposible al analista y lo hace existir con su désir (deseo/decir). Y permítanme escribirlo así a pesar que sea incorrecto ortográficamente en nuestra lengua, pues lo hago con el fin de servirme del juego que la homofonía posibilita con la palabra francesa para decir “deseo” (désir).

Aquel que se toma a sí mismo por psicoanalista, identificado a ese lugar en cuanto modo ideal alguno, no hace más que olvidar el acto con el que se ha comprometido.


John James Gómez G.

lunes, 27 de enero de 2014

Fragmento del texto: “34ª Conferencia. Esclarecimientos, aplicaciones, orientaciones." Freud, S. (1933). En: Nuevas Conferencias de Introducción al Psicoanálisis. Obras Completas, vol. XXII. Amorrortu Editores. 1979. Pág. 142.

“La expectativa de poder curar todo lo neurótico me parece sospechosa de pertenecer al mismo linaje que aquella creencia de los legos para quienes las neurosis son algo enteramente adventicio que no tiene derecho a existir.”

Comentario:

Es cierto que las aspiraciones de Freud, acerca del tratamiento de los síntomas histéricos, estaba dirigida, en sus primeros momentos de trabajo clínico, hacia el ideal de su erradicación total y definitiva. Sin embargo, no pasó mucho tiempo para que se percatara de que no sólo era algo imposible sino, además, indeseable. Y es que el anhelo humano por declarar su perfección es tanto, que no hay ilusión más grande que poder mostrarse ante los otros como exento de toda falla, como si se tratase del más elevado de los seres, sin castración alguna. El ser humano se imagina a sí mismo como capaz de total control y dominio de su propio ser, incluso, se imagina como ausente de pasiones. ¡Ah, la pasión! Esa palabra que proviene del griego “Pathos”, está vinculada con el uso que también se hace hoy más frecuentemente de dicha raíz a través de la palabra patología, como sinónimo de enfermedad. "Si se siente triste, eso debe ser algún trastorno", dicen hoy los gurús y los iluminados de la psicopatología en el siglo XXI y no dudarán en recetar el medicamento que eliminará esa manifestación de indeseable humanidad. Sea como fuere, aunque el ser humano se haga ilusiones de lograr alguna vez la ausencia de pasión, nada está más lejos de sus posibilidades pues ella le es, por definición, constituyente.

Así, Freud encontró que la condición de unidad y total coherencia psíquica, era tan lejana como indeseable. Hay una división fundacional. La pulsión, es decir, la deriva (trieb), que no se adapta ni a los ideales de la cultura ni a las fantasías de plenitud del Yo, dan cuenta de una voluntad que dista diametralmente de cualquier probabilidad de perfección en el sentido de la ausencia de pasión. Solo la muerte libra al viviente de su encuentro permanente con eso que no cesa de retornar enfrentándolo a su incompletitud, a su falta de plenitud. En tal sentido, la distinción que inicialmente Freud se había propuesto hacer entre “normales” y “neuróticos”, se hizo vacua. Ello no implica que no habría gente “sana”, sino, que la idea de salud no corresponde al ingenuo ideal de perfección en el que el yo intenta regodearse en las fantasías con las que nutre su narcisismo. De hecho, aquel que más se aproxima a la imagen de alguien, en apariencia, imperturbable e inmune al pathos, a las pasiones, es, precisamente, aquel quien se conduce por la vida como si estuviese muerto, sin deseo, a saber, un neurótico obsesivo. No cabe duda que nadie está más lejos de estar saludable que aquel que intenta despojarse de cualquier evidencia del pathos. Las neurosis no son enfermedades, son modos de intentar saber hacer con la pulsión, entre otros y, por tanto, su tratamiento no apunta, en el psicoanálisis, a su erradicación. 

En nuestra época “moderna” o “postmoderna”, por llamar de alguna manera a este período histórico caracterizado por el anhelo desesperado de la felicidad comprable en alguna presentación “comercial” o “genérica”, el afán por mostrarse ante los otros como imperturbable y con total dominio de sí, parece ser cada vez mayor. La tontería del “ready made” y los “happy end”, aleja a las personas de la posibilidad de apasionarse con la vida pues ello los hace sospechosos, ante los ojos de los sabios expertos, de estar enfermos y ser entonces identificables con alguno de los códigos de los afamados DSM 5 y CIE 10. Por fortuna, cuando el psicoanálisis se toma con la seriedad que amerita, no hay en su práctica nadie que pueda declararse sabio ni experto, pues, su estructura, es justamente aquella que se funda sobre un saber no sabido (unwebusst). Esa es sin duda una de las razones por las que el psicoanálisis no deja de resultar perturbador, pues allí donde las farmacéuticas y las religiones prometen el total dominio de sí y la felicidad, bien en una pastilla, bien en un “más allá” de esta vida, el psicoanálisis devela la sublime verdad de que lo humano no es otra cosa que el hecho de que cada uno se encuentra, segundo a segundo, enfrentado a la incertidumbre derivada del pathos y, más precisamente, de aquel afecto que no engaña pues se encuentra fijado a un objeto que no tiene referencia imaginaria: la angustia. Su objeto es el objeto a, por lo tanto, la angustia, al igual que la pulsión, es no anobjetal, doble negación que da cuenta de que ella es al mismo tiempo sin objeto imaginario pero fijada al objeto perdido, clave de lo real en particular y del anudamiento de lo real, lo simbólico y lo imaginario como consistencias de la "realidad".

Así pues, bien vale la pena señalar que “El ideal de un análisis no es el completo dominio de sí, la ausencia de pasión. Es hacer al sujeto capaz de sostener el diálogo analítico, de no hablar demasiado pronto, ni demasiado tarde.” (Lacan, (1953-54). “Los escritos técnicos de Freud”. Paidós. 1981. Pág. 14).

John James Gómez G. 

viernes, 24 de enero de 2014

Fragmento del texto: “Contribuciones a la historia del movimiento psicoanalítico.” Freud, S. (1914). En: Obras Completas, vol. XIV. Amorrortu Editores. 1979. Pág. 19.

“La interpretación de los sueños me sirvió de consuelo y apoyo en esos difíciles años iniciales del análisis, cuando tuve que dominar técnica, clínica y terapia de las neurosis, todo a un tiempo; estaba entonces enteramente aislado, en medio de una maraña de problemas, y a raíz de la acumulación de dificultades temía a menudo perder la brújula y la confianza en mí mismo.”

Comentario:

1900 es el año de aparición de “La interpretación de los sueños” (Die traumdeutung), con la cual se asume el inicio de la disciplina llamada “psicoanálisis”, pero, ¿por qué habría de ser así? 

Es claro que la intención de interpretar sueños ha estado presente desde hace milenios entre las prácticas conocidas de las diferentes civilizaciones humanas. Los modos han sido muchos, todos ellos cargados de alguna atribución mística y, sobretodo, orientados hacia el conocimiento de un futuro incierto que tendría en el sueño la posibilidad de ser predicho. Lo común en todas esas formas de interpretación, más allá de que se le atribuyese algún carácter "sobrenatural", parecía ser la comprensión de las imágenes del sueño como alusiones, incluso como modos metafóricos de algo que comprometía algún tipo de saber.

Freud inicia su estudio de los sueños, en buena medida, por su interés en el campo de lo psíquico que, desde muy temprano, lo llevó a tomar rutas alternas a las que sus estudios en medicina y neurología lo conducían. Por otra parte, su aprendizaje acerca de la hipnosis y su falta de habilidad para aplicarla, le llevaron a buscar caminos diversos que le permitieran acercarse a ese “grupo psíquico segundo” que se revelaba como fundamental en los principios sintomatológicos de la histeria en particular y de las neurosis en general. Si bien es cierto que poco a poco logró establecer la asociación libre como técnica fundamental, fue por medio del sueño que pudo desentrañar una comprensión posible de los mecanismos que operan como claves de las operaciones psíquicas, a saber, la condensación y el desplazamiento.

Dedicó más de la mitad de la década de 1890 a realizar un estudio detallado, casi antropológico, del sueño y su interpretación en las diferentes culturas con tal de procurarse medios que le permitieran reconocer los aspectos diferenciales que él mismo comenzaba a encontrar al servirse del sueño como medio para acceder, prescindiendo de la hipnosis, a ese grupo psíquico segundo, también llamado “inconsciente”. Fue gracias a ese trabajo, aunado a la experiencia que el abordaje clínico de los casos, así como su agudeza en la escucha y su amplio conocimiento de la filosofía y las ciencias en general, que pudo formular lo que se llamó “primera tópica” y que funda el primer modelo espacio/temporal de lo psíquico, propuesto por Freud. Evidentemente cuenta con gran importancia para una tarea tal, el descubrimiento que Champollion había realizado de la piedra bautizada “Rosseta” en la cual se ponía en evidencia que los jeroglíficos egipcios podían ser leídos más allá de la idea generalizada, hasta el momento, de que consistían en imágenes alusivas que representaban cosas y no como una escritura que pudiese ser leída. Champollion descubrió que en el caso de los jeroglíficos egipcios las imágenes  son escritura, cuestión velada para los occidentales dada la naturaleza alfabética de nuestra escritura, pero evidente para los orientales que siempre han tenido una relación con la escritura que implica las sutilezas del arte y la complejidad de las formas conjuntas a la manera de imágenes, cosa hasta hoy harto evidente en lenguas como el mandarín, para citar solo un ejemplo, y que ante nuestros ingenuos ojos parecen, cuando mucho, curiosas figurillas. Freud se propuso entonces estudiar si las imágenes del sueño podían ser también leídas, es decir, si ellas daban cuenta de un texto que podía ser leído y, como tal, interpretado, más allá de cuestiones místicas y premonitorias. En tal esfuerzo encuentra que el sueño es un acto psíquico de pleno derecho.

Así, descubre que el sueño cuenta con diversas fuentes, de las cuales la primordial es el deseo, siempre inconsciente, y que ese escenario que el sueño propicia articula aquello de ese deseo que durante el estado de vigilia es reprimido para que no se haga consciente pues de hacerlo resultaría perturbador para la consciencia. Se trataba pues de un mecanismo homólogo al que acontecía en la formación del síntoma histérico a partir del conflicto entre representaciones y que llevaba al esfuerzo de desalojo de una de ellas hacia lo inconsciente y al divorcio entre la representación y el monto de afecto.

Así, Freud encuentra en el sueño el medio para escribir la lógica inicial en la que se fundan la teoría y la práctica analítica, tomando el inconsciente como un texto a ser leído. De allí que Lacan indique que la interpretación de los sueños es el medio clave para comprender la lógica psicoanalítica, incluso señala que es allí, en esa primera tópica, donde se encontrará su topología. Sin embargo, Lacan no se refiere en sí al acto de interpretar sueños,  lo que no significa que ello no haga parte de la práctica del analizante ante la escucha del analista, sino del libro de la interpretación de los sueños como tal, en tanto eslabón fundamental que hace existir al psicoanálisis propiamente dicho, ofreciendo los medios y las claves para la aproximación a la lectura de lo inconsciente.

John James Gómez G.

miércoles, 22 de enero de 2014

Fragmento del texto: “Las Paradojas de la Ética”. Lacan, J. (1959-60). En: La Ética del Psicoanálisis, El Seminario, libro 7. Editorial Paidós. 1992. Pág. 375-376.

“¿Qué proclama Alejandro al llegar a Persépolis al igual que Hitler llegando a París? Poco importa el preámbulo –He venido a liberarlos de esto o de aquello. Lo esencial es lo siguiente –Continúen trabajando. Que el trabajo no se detenga. Lo que quiere decir –Que quede bien claro que en caso alguno es una ocasión para manifestar el más mínimo deseo.
La moral del poder, del servicio de los bienes, es –En cuanto a los deseos pueden ustedes esperar sentados. Que esperen.”

Comentario:

La ética tradicional, desde la Época Clásica, ha estado ligada a la moral del poder. Se trata de un ordenamiento desde el cual las cosas son pensadas como juicios que deben estar orientados de acuerdo con la moral del amo. El otro debe estar en posición de servidumbre si es que espera mantenerse con vida o, en todo caso, si espera seguir contando con el reconocimiento del amo. Y no digamos que con el amor del amo, porque la posibilidad de equívoco entre amo y amor, dada la cercanía de los grafemas, no existe en otra lengua diferente al español. Ya tendremos tiempo para mirar esa singularidad de nuestra lengua. Por lo pronto, lo que interesa es indicar la relación entre lo que común y tradicionalmente se entiende por ética y la moral del poder.

Sea cual fuere la institución social en juego, desde la Polis en la antigua Grecia hasta el Estado moderno, pasando por la religión y cualquiera de sus creaciones, por ejemplo, la universidad, que es una variante del discurso del amo, el problema de la ética se ha concebido a la luz de los ojos del bien para el amo. En otras palabras, en esa modalidad, la cuestión de la ética apunta a la protección de los bienes para procurar lo que conviene a los fines del amo.

En dicha concepción la ilusión del servil, que también puede verse en tal posición como un ser vil, es la de llegar a ser bueno para el amo, cosa que debe entenderse también como ser un bien más para el amo. Devenir en un bien para el amo, prosternándose y entregándose al ejercicio de la moral del poder concebida por el amo, es el punto en el cual el deseo es cedido, quedando así conminado a la culpabilidad. En esa culpabilidad espera obtener algún día, por parte del amo, la autorización para desear. Es un callejón sin salida; una aporía en su sentido más siniestro. El temor a no ser ya un bien para el amo por arriesgar a la subversión como sujeto deseante, lo hace retroceder. Prefiere renunciar al deseo y entregarse a la culpabilidad. No es otra cosa lo que Freud llamó necesidad incosnciente de castigo y que en el trabajo clínico se manifiesta con la reacción terapéutica negativa. El Yo espera la salvación, un amo que lo libere de los avatares y el desasosiego que está vinculado con el deseo, que lo libere de la angustia de castración; prefiere obedecer, enfermar, morir sin haber vivido, con tal de no renunciar al la posición servil ante el amo. Es esa la condición propia del neurótico, es su padecimiento del cual incluso se jacta ante los otros mientras sufre en secreto. Por ello, la pregunta que implica a la ética del psicoanálisis y que sólo se revela en su sentido más puro en la experiencia analítica no es otra que ¿Ha actuado usted conforme al deseo que lo habita? 

La ética del psicoanálisis no es otra que la ética del deseo, no la del poder moral y en ello estriba su mayor rasgo subversivo. Lógicamente, devenir deseante implica incomodarse, moverse más allá de ese amo al que se sirve. El deseo no puede ser sino subversivo, lo que no significa que sea violento. De hecho, la violencia proviene precisamente de la ambivalencia entre amor y odio en relación con ese amo que no se soporta, o bien procede del amo que no soporta que el otro devenga deseante exponiéndolo así a la angustia de castración.

Así, en ocasiones, el precio de asumir la ética del deseo es la exclusión a manos de quien se supone a sí mismo un amo y, como tal, no soporta la angustia de castración, razón por la cual se aboca a la desaparición del otro que, como sujeto deseante, le resulta perturbador. Ese amo, al "desaparecer" al otro, intenta desalojar su propia repetición, de la cual no es posible escapar pues es imposible huir de sí mismo. Ante una posición tal, sin duda, la ética del deseo es una elección no negociable.


John James Gómez G.

lunes, 20 de enero de 2014

Fragmento del texto: Aún. Lacan, J. (1972-73). En: El Seminario, Libro 20. Editorial Paidós. 2004. Pág. 84.

“Personas bien intencionadas –que son peores que las mal intencionadas– quedaron sorprendidas porque les llegó el eco de que yo colocaba entre el hombre y la mujer cierto Otro que bien parecía ser el buen Dios de siempre. No era más que un eco, pero estas personas se convertían gustosas en su vehículo benévolo.”

Comentario:

"No hay relación sexual” es una frase ya convertida en cliché cuando se hace referencia a la obra lacaniana. La frase sorprende por su efecto arriesgado a los ojos del sentido común, pues todos saben que los hombres y las mujeres suelen practicar el coito así como miles de otros modos del erotismo. Sin embargo, que un hombre y una mujer tengan “relaciones sexuales” no implica que haya entre ellos una relación sexual, en el sentido en que Lacan propone considerarlo. Es necesario plantearse la cuestión de qué implica la noción de relación en el sentido lógico y, por otro lado, qué implica el sexo para el psicoanálisis, más aún, qué implica lo que Lacan denominó: sexuación.  Es allí donde radica buena parte del meollo en cuestión. No hay complementariedad entre el hombre y la mujer como tampoco hay la definición sexual humana en tanto que determinada por la fisiología y la anatomía, donde sería la oposición pene/vagina la que platearía la lógica de la diferencia sexual. Es bien sabido, desde Freud, que la diferencia sexual se introduce por vía de la oposición falo/castración, siendo el primero un significante y no el pene, como regularmente se interpreta y como el mismo Freud incurrió en error de cierta manera al pensarlo en un primer momento así y, el segundo, un borde que remite a lo real como agujero, aquel donde la imagen y el significante se desvanecen y carecen de todo sentido. No hay complementariedad entre la imagen y el agujero, ni entre el significante y el agujero, mucho menos entre el objeto y el agujero o el significante y el objeto. Es allí precisamente donde lo real se juega como imposibilidad, como aquello que no puede terminar de escribirse y que, por tanto, no cesa de no escribirse. Ahora, si entre el hombre y la mujer, Lacan juega a introducir a Dios, bien vale la pena entender su estatuto, el de Dios, en un discurso como aquel que el psicoanálisis funda a la vez que se propone, a través de dicho discurso, una praxis.  

No hay de lo real más que un rastro captado en lo que Freud llamó trauma y que adviene como fantasía al lugar del agujero, de la Recta Infinita (Droit Infinie), la D.I. (léase "dei" para captar la homofonía con la expresión latina para "Dios"). La D.I. es el agujero en cuanto funda lo real, es por eso que Lacan afirma que Dios (Dei) es inconsciente, es decir, allí donde se pone al Otro omnipotente como nombre propio de algo fundador, no hay más que D.I., una Recta Infinita que, como sabemos, se cierra sobre sí misma haciendo borde y formulando el agujero. No hay que hacerse ilusiones místicas con tal alusión lacaniana, pero no faltan quienes caen ansiosamente en su afán de sostener su fe, hasta confundir las cosas a tal punto que llegan a la inversión de la fórmula apurados por hacer consistir al Otro y afirman entonces que: "El inconsciente es Dios". No es raro que en tal posición terminen haciendo del psicoanálisis una religión o algún modo de discurso moral. Pues bien, tal como lo hago notar aquí, los dos enunciados no son equivalentes, de hecho, son, propiamente hablando, diametralmente opuestos.

Así pues, a partir del seguimiento de las migajas, del rastro, de la lógica entre el significante y la fantasía, hacia el encuentro con la D.I, se produce un análisis, es decir, un trabajo de lectura y escritura de algo que no cesa de no escribirse.

John James Gómez G.

viernes, 17 de enero de 2014

Fragmento del texto: El Porvenir de una ilusión. Freud, S. (1927). En: Obras Completas, vol. XXI. Amorrortu Editores. 1979. Págs. 12-13.

“Con demasiada facilidad se tenderá a incluir entre las posesiones psíquicas de una cultura sus ideales, es decir, las valoraciones que indican cuáles son los logros supremos y más apetecibles. En un primer momento parece como si esos ideales presidieran los logros del círculo cultural; pero el proceso efectivo acaso sea que los ideales se forman tras los primeros logros posibilitados por la conjunción entre las dotes interiores y las circunstancias externas de una cultura, y que esos logros iniciales son refirmados luego por el ideal con miras a su prosecución.”

Comentario:

El Nombre del Padre, los Nombres del Padre, son aquello que es al mismo tiempo banal y excepcional. Esos fragmentos de discurso que hablan de la tradición y que se inscriben en la carne del naciente a la vez que son reescritos por él. Los Nombres del Padre son constituyentes de la cultura. Se verifican como el conjunto de significantes fundacionales que se vinculan de manera directa con la manera en que se producen efectos subjetivos en el parlêtre, ese ser que habla y usa letras y al que se llama también, comúnmente, ser humano. No hay que buscar los Nombres del Padre en frases ocultas, casi místicas, que tendrían un valor que saltaría a simple vista por su innegable contundencia y relevancia. De hecho, tan sólo el ritmo y el tiempo en los que se producen los enunciados y las enunciaciones del sujeto dan cuenta ya de la cadencia lógica de esa inscripción. También dan cuenta de ello esas minúsculas formaciones que para cada cultura tienen un valor excepcional pero que al ser tan cotidianas parecen desvanecidas en su importancia, desde el asado y el dulce de leche argentinos hasta los fríjoles y la arepa colombianos. El sujeto habla de todo ello que aparece en lo que resulta a los ojos desprevenidos mera tontería. Es por ello que la invitación a decir todo lo que se pase por la cabeza es la clave de la práctica analítica ejercida por el analizante. El analizante arriesga a decir todo aquello que por parecer banal suele ser desconocido, razón por la cual quedaba resignado a lo inconsciente su valor excepcional. Eso habla de lo que impera en el sujeto, de su fantasía, es decir, del modo constituyente de su realidad psíquica y, por tanto, de sus modos de desear y de gozar. Allí, precisamente, en ese enjambre (en francés essaim, homófono de S1)[1]   significante, es donde el sentido comienza a desvanecerse y se abre la puerta al agujero de lo simbólico que revela lo real.

Es así que la clínica del uno por uno no es excluyente de lo cultural ni de lo social, como suele pensarse cuando no se logra entender la continuidad lógica entre el sujeto y el Otro. Lo inconsciente es una producción solo posible en anudamientos y no aquello que se encuentra guardado en el cuarto destinado a los viejos cachivaches. Punto crucial, diferencial, entre la lógica aristotélica y la lógica estoica de la relación entre los cuerpos, la primera continente/contenido, la segunda por fusión y producción de incorporales. Es cierto que Freud apelaba por un modelo en apariencia aristotélico, era lo que tenía a su alcance y lo que consideraba útil a sus fines de intentar hacer existir el psicoanálisis dentro del marco de las ciencias de su época, de allí buena parte de sus dificultades para avanzar en la elaboración de su lógica de la pulsión, pero si se le lee con detalle, no tarda uno en percatarse de que, para hace existir lo inconsciente, la pulsión, la repetición, y con Lacan, el deseo y el goce, es necesario que haya al menos tres; es eso lo que está ubicado como problema central en el complejo de Edipo. El nudo que allí se formula no es otro que aquel llamado, por Lacan, Borromeo, retomando el escudo de armas de la familia de mismo nombre y que cumple justamente con el hecho, fácilmente demostrable, de que cada uno de los redondeles es al mismo tiempo banal y excepcional. Cada redondel es excepcional pues de no estar allí el nudo no existiría, pero ninguno en particular es el responsable exclusivo y excluyente del anudamiento. Puede elegirse cualquiera de ellos al azar y, sea cual fuere, al separarlo de la cadena, los otros dos se sueltan “como por arte de magia”.

Es sumamente importante, entonces, escuchar con atención y no dejarse obnubilar por las formulas que sirven para velar eso banal que no deja de generar efectos por ser al mismo tiempo excepcional. En nuestra época, por ejemplo, no es extraño que se hable de la caída de los ideales. Sin embargo, basta prestar un poco de atención para percatarse de que los ideales no han decaído, sino que han mutado en modos  cada vez más feroces. Es lo que la clínica nos muestra. Ideales que además, a diferencia de los que estaban instalados cuando imperaba el discurso del amo, ahora niegan de manera radical el no-todo y apuntan al exceso, a la falta de puntuación, haciendo que la pregunta más difícil no sea ¿Hasta dónde soy capaz de llegar? sino ¿Cómo puedo saber en qué momento detenerme? Es muy interesante como se escucha esto en la clínica y como se ve en la vida cotidiana. La gente ya no sabe cuando parar de consumir, de trabajar. En otras palabras, hay dificultades cada vez mayores para puntuar el discurso y es allí donde se ve fallar a los Nombres del Padre. Es un fenómeno muy interesante de ver, con total fuerza, en las psicosis. El psicótico en ocasiones habla construyendo un discurso que falla en sus modos de puntuación más que en su contenido semántico, es decir, falla más en su sintaxis; allí se juega la forclusión de los Nombres del Padre. En la neurosis no se llega necesariamente a tal extremo, pero eso no cambia que algo falla siempre en la puntuación del discurso, en la neurosis suele aparecer a nivel de la censura, es decir, de lo aparece como efecto de la incomprensión de la Ley. Es por eso que resulta necesario diferenciar los ideales, de la función de los Nombres del Padre. En cuanto fallan los medios de puntuación, de saber dónde poner el punto seguido, el punto final, dónde decir "hasta aquí", los ideales se disparan hacia la ilusión de la totalidad y también, por qué no, de los totalitarismos.

John James Gómez G.




[1] Dicha homofonía ha sido indicada originalmente por Jean Michel Vappereau.

miércoles, 15 de enero de 2014

Fragmento del texto: Algunas Lecciones Elementales Sobre Psicoanálisis. Freud, S. (1940). En: Obras Completas, vol. XXIII. Amorrorttu Editores. Pág. 285.

“…la condición de consciente no puede ser la esencia de lo psíquico, sólo es una cualidad suya, y por añadidura una cualidad inconstante, más a menudo ausente que presente. Lo psíquico en sí, cualquiera sea su naturaleza, es inconsciente…”

Comentario:

Cualquier intuición de que el padecimiento psíquico se relaciona con la “baja autoestima",  aquel “caballito de batalla” de tantos a quienes no se les ocurre que otra cosa decir para atraer la libido de los demás hacia sí, o también intuición del ojo incauto que no reconoce la fuerza narcisista del Yo, es siempre equivocada. Si algo ha hecho evidente la historia humana, como también lo han hecho evidente las neurosis, las psicosis y la perversión, es que, cuando del Yo se trata, el padecimiento tiene que ver con algo que es bastante fácil de constatar, a saber, que es tal la fuerza de los ideales que lo constituyen y la ilusión de total dominio y control de sí mismo, que el verse enfrentado cotidianamente a la herida narcisista se le hace cuando menos perturbador e insoportable precisamente por el exceso de estima que tiene de sí. Se cree el dueño del circo y se aterroriza cada vez que se ve revelado en su faz de lamentoso payaso.

La historia nos muestra cómo, los llamados seres humanos, nos hemos ubicado siempre en la imagen de algún tipo de ser hecho con algún sentido excepcional a nivel de la existencia. Centro del universo, centro de la naturaleza, centro de sí mismos y tantas otras maneras más. Los mitos de la creación hablan de ello no menos que los ideales que cada hijo sostiene a lo largo de su vida al intentar ser reconocido por el padre y al identificarse con el falo en el deseo de la madre. Así, cada vez que se apela a la “baja autoestima”, se trata del juego de una celada con la que se busca que el otro ceda parte de su libido para que, en su sobre investidura, el Yo de aquel que se muestra “inferior” pueda acumular cada vez más y más libido. No es muy distinto de la nefasta escena en que una persona muy adinerada, que suele quejarse mucho más que el que posee poco, pide rebaja y el otro  negándose a ver la trampa narcisista en juego, cede así a esa demanda. Claro está, dicha entrega no es sin fines narcisistas, pues se espera con ello el reconocimiento del Otro. Es por ello que toda demanda es demanda de amor y todo deseo se expresa en la demanda como deseo de reconocimiento.

En ese mismo orden de ideas, la consciencia ha sido elevada desde tiempos remotos al estatuto de esencia misma de lo psíquico, atribuyéndosele así el único modo posible de razón. Se habla de la racionalidad humana como sinónimo de consciencia, y se habla, también de consciencia, como sinónimo de voz moral. No es difícil entender por qué el descubrimiento freudiano causa todavía en nuestra época inmensa repulsión y por qué, antes que intentar comprender su lógica, el Yo, en muchas ocasiones, incluso entre algunos de aquellos que se llaman a sí mismos psicoanalistas, no hace otra cosa que tratar de adaptar el psicoanálisis a los propios ideales y al confort de la moral sexual cultural de la época; todo ello con la esperanza de obtener algún día el ansiado reconocimiento de un Otro que también está castrado. No es otra cosa que la moral romana extendida a todo occidente a través del cristianismo, de lo cual la neurosis, la psicosis y la perversión, son modos subjetivos herederos y recurrentes testimonios.

Que haya otra razón, otro escenario distinto a la consciencia, indica, necesariamente, que el anhelado total dominio de sí no puede ser más que ilusión y que el Yo no es más que un huésped que no conoce con detalle los recovecos de la que cree su propia casa; más aún, se desconoce a sí mismo como desconoce también que es imposible saberlo todo, poseerlo todo, serlo todo. Él mismo es en su mayor parte inconsciente. Y si a ello se agrega el hecho de que existe en el origen un agujero de sentido, el temor del Yo no puede sino incrementarse, pues está siempre ilusionado con la idea de un origen “eugénesico”, de provenir de un buen origen. Lo real perturba y el Yo se defiende imponiendo sus ideales, haciendo alarde de sus dotes imaginarias, recreando su propia imagen como lugar privilegiado del sentido; con lo cual, no hace más que sufrir, pues lo real no cesa de insistir revelando el sin sentido.

El Yo niega la falta, es decir, niega el deseo, no es otra cosa de la que se defiende. Lo perturbador del deseo es, justamente, que su lógica responde a una razón que no es consciente y por ello está fuera del alcance de ser sabido. El deseo es siempre inconsciente y sus movimientos se dan siempre sirviéndose de objetos que juegan un papel sustitutivo pues el objeto del deseo, propiamente dicho, está perdido por estructura. Es el agujero mismo de sentido sobre el que se funda la condición misma de todo ser, o sea, del ser de la falta.

Lo que el Yo no logra ver con facilidad es que Ello no es algo terrible. Por el contrario, el desplazamiento constante del deseo permite inventar y reinventar la existencia que de otro modo sólo tendría como sentido a la muerte. Sin embargo, en su resguardo para no sentir la herida narcisista, es decir, para no sentir el deseo del Otro que se manifiesta como angustia de castración, prefiere vivir como si estuviese muerto.

John James Gómez G.

lunes, 13 de enero de 2014

Retomamos nuestro trabajo en 2014 con el fragmento del texto: “Televisión”. Lacan, J. (1973). En: Otros escritos. Editorial Paidós. 2012. Pág. 544. Bienvenidos nuevamente. 

“El discurso que yo llamo analítico es el lazo social determinado por la práctica de un análisis. Merece ser llevado a la altura de los más fundamentales entre los lazos que permanecen para nosotros en actividad.”

Comentario:

Que un discurso no es exclusivamente lo que se profiere por la boca, al hablar, es a estas alturas algo harto sabido. Freud no tardó en percatarse de ello y se esforzó por establecer una teoría que permitiera dar cuenta de las operaciones de tal descubrimiento. Pos su parte, Algirdas Julius Greimas, -lingüista Francés de origen lituano-, dio un paso de gran relevancia al tomar posición en relación con lo que, como tal, debía entenderse acerca de la realidad, siendo ésta concebida en su teoría como un “universo de discurso”. La realidad no era para él algo “objetivo”, es decir, que dependía del objeto mismo que podría ser aprehendido sin falla, cosa que hoy es claramente comprendida como imposible, sino una construcción textual, una estructura discursiva. Para su análisis proponía estudiar la manera en que se produce la relación entre significante y significado tomando como base estructuras cuatripartitas. De acuerdo con sus planteamientos, cuando de la realidad humana se trata, toda ella existe como un texto que no tiene exterior y que se encuentra enmarcado en ese universo de discurso.

Es evidente la influencia que los planteamientos de Greimas tuvieron sobre Lacan, quien no dudó en aplicarlos a la teoría freudiana, pero, sobretodo, a la práctica del psicoanálisis, extrayendo de ello importantes consecuencias. La concepción de lo inconsciente estructurado como un lenguaje, que coincide de manera directa con el inconsciente como texto a ser leído, en los planteamientos de Freud, tal y como es posible verlo en su “Interpretación de los sueños”, constituyen puntos de convergencia cruciales, al igual que la instalación de la noción de “gran Otro”, que sería el universo significante, universo de discurso, y sobre lo cual no es difícil pesquisar que su “retorno a Freud” no es sin Greimas.

Los discursos, entonces, son más que la palabra como función imaginaria del falo ejercida por el solo hecho de hablar. Los discursos son modos de lazo social propiamente dicho. Modos de realidad hecha de lenguaje, escrita como texto que puede ser leído pero que, constantemente, es velado por los imperativos de cada época, dándole estatuto de reprimido y desconocido. Nadie quiere saber sobre Ello, pues avanzar en ese camino aproxima de manera inevitable, tal como lo vislumbró Freud, lo constató Lacan y como se puede constatar día a día en la experiencia analítica, al encuentro con lo real. Lo real como aquello que revela que en el origen no hay sentido sino agujero de sentido, falta constituyente. Todo sentido allí colocado no es más que mito, sea este en el que todo un pueblo se sostiene o aquel que sirve de sostén a uno por uno, como es el caso del mito individual del neurótico. Lógicamente el segundo no es sin continuidad con el primero, pues no hay oposición, sino continuidad, entre el sujeto y el Otro.

Así, entre los discursos que todavía hoy permanecen: discurso del amo, discurso de la histérica, discurso de la universidad y discurso del psicoanálisis, se ha entronizado un quinto discurso en particular que, antes que hacer lazo, propende por la aniquilación de cualquier modo de lectura del texto y, por tanto, pretende prescindir de la condición de singularidad que hace que el sujeto pueda ser reconocido en su lazo al Otro. Se trata de ese discurso que Lacan denominó: discurso del capitalismo. No es necesario más que mirar alrededor para ver sus efectos. La exacerbación de la pulsión de muerte por el rechazo de lo real, y la negación de la falta por la promesa ilusoria y obnubilante de “todo es posible”, hace que el padecimiento subjetivo llegue a tal punto que ya ni siquiera se siente como algo que tiene que ver con lo psíquico. De hecho, el modo en que tal padecimiento hoy se manifiesta es, o bien como forma autodestructiva de la pulsin﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽manifiesta como forma autodestructiva de la pulsigresividad infantil  pitalismo no hay espacio para el amor sino para ón dando paso a la enfermedad llamada “psicosomática” que tanto acosa a los “buenos empleados” que, como esclavos, trabajan para un amo que ya no ama pues en el discurso del capitalismo no hay espacio para el amor (el “buen empleado” es aquel que está dispuesto a consumirse en la búsqueda de cumplir su necesidad inconsciente de castigo), o bien se manifiesta por vía de la violencia como intención de desaparición del otro imaginario que, como rival especular, aviva la agresividad de la pulsión que toma la forma de búsqueda de destrucción.

Entre todo ese maremágnum de efectos, fácilmente constatables y difícilmente tratables, el discurso psicoanalítico busca abrir paso a una lectura posible donde se le retorne al sujeto su dignidad y se pueda hacer entrar otra vía que permita escribir y reescribir el texto de la realidad, de tal manera que no sea negando lo real, sino, construyendo a partir del agujero mismo y retornar así a un lazo en el que se haga soportable la otredad, pacificando, incluso, los lazos generacionales y reconociendo que lo importante no es tratar de hacerlos a todo iguales (modo princeps de la producción en serie capitalista), sino, asumir el valor creador de la singularidad y la dialéctica entre identidad y diferencia.

John James Gómez G.

¡Qué poca humanidad hay a veces en ese “gran espíritu científico”!

 “Se abre paso la vida con la misma terquedad con la que una plantita minúscula es capaz de rajar el suelo de hormigón para sacar la cabeza....