lunes, 25 de mayo de 2015

Fragmento del texto: “Análisis terminable e interminable”. Freud, S. (1937). En: Obras Completas, vol. XXIII. Amorrortu Editores. 1986. pp. 229 [Cuarta parte del comentario]

“¿Acaso nuestra teoría no reclama para sí el título de producir un estado que nunca preexistió de manera espontánea en el interior del yo, y cuya neo-creación  constituye la diferencia esencial entre el hombre analizado y el no analizado?”

Comentario:

De acuerdo con lo que hemos avanzando hasta el momento en nuestro comentario, podemos colegir que la diferencia entre el hombre analizado y el no analizado nada tiene que ver con la diferencia entre normalidad y anormalidad o entre salud y enfermedad. Estas oposiciones, en lo que al psicoanálisis concierne a  la luz de los descubrimientos freudianos, constituyen una falacia orientada más por la moral que por la cientificidad, si se considera que la estructura en juego, cuando se trata de lo psíquico, tiene un carácter paradójico que se ubica por fuera de los ideales y los estándares de normalidad estadística.

Así, el costo subjetivo que Freud tuvo que pagar fue supremamente alto. Mientras se enfrentaba a la necesidad de concebir una nueva epistemología de acuerdo con las exigencias de su praxis y de la satisfacción paradójica expresada por los neuróticos, merced del empuje de la pulsión, pagaba el precio de ser tomado por charlatan e inmoral, a la vez que era excluido de la comunidad médica, renunciando así al prestigio y la respetabilidad de la que gozaba en ese campo. Pero su tenacidad era tal y su posición en cuanto al deseo y la responsabilidad subjetiva superaba tan ampliamente el dolor de su herida narcisista, que todo eso a lo que se enfrentaba no fue excusa suficiente para renunciar ni retroceder en su esfuerzo por saber de acerca de aquello enigmático que lo convocaba. 

Lo primero que Freud se vio en la necesidad de sostener, de acuerdo con los descubrimientos de la experiencia psicoanalítica, era que los procesos anímicos considerados patológicos estaban presentes también en la vida anímica de aquellos a quienes se consideraba normales. Las formaciones del inconsciente constituyen el indicio fundamental que permite inferir esa conclusión. El sueño, el lapsus, el olvido, entre otros, dan cuenta de que el conflicto psíquico, es decir, la falta de unidad y armonía en el “aparato” es una constante. No es necesaria la presencia de un síntoma, en el sentido en que la medicina lo entendía en la época de Freud –y aún ahora–, para que pueda constatarse la presencia de la satisfacción paradójica que se encuentra en la tendencia al displacer y en la ligadura entre culpabilidad y erotismo, así como la complejidad de los procesos inconscientes que se manifiestan en la mayor parte de los ámbitos humanos, tanto en los avatares de la vida subjetiva como en los malestares de la cultura.

Como si eso fuera poco, el encuentro con la dificultad que representa la sexualidad,  desviada de sus fines naturales por el traumatismo que implica el lenguaje, aparecía como una de las piedras angulares para la comprensión de la etiología de los síntomas neuróticos, además de jugar un papel fundamental en la constitución de un cuerpo erógeno para el cual la biología no es, necesariamente, factor determinante en lo que concierne al sufrimiento, los modos de hacer lazo social y de producir y reproducir la cultura y sus malestares.

Era comprensible, entonces, que todo ello provocara rechazo y horror en los ideales de perfección y completo dominio de sí que habitan en el ser humano, pues dichos ideales son, precisamente, los ideales de ese yo que se defiende insistentemente de los embates de la pulsión.


John James Gómez G.

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