viernes, 31 de agosto de 2018

Fragmento y comentario del texto: La escritura del ego. En: Lacan, J. (1976). El sinthome; El Seminario, Libro 23 Buenos Aires: Manantial. 2006, p. 141. [Cuarta parte del comentario]

“La última vez estaba muy enredado con mis nudos y Joyce como para que tuviera la menor gana de hablarles. Estaba confundido, ahora lo estoy un poco menos porque creí encontrar cosas transmisibles.
Yo soy evidentemente más bien activo. La dificultad me estimula, de modo que todos los fines de semana me consagro intensamente a romperme la cabeza con algo que no es evidente - porque no es evidente que haya encontrado el pretendido nudo borromeo.”

Comentario:

La última vez señalé que leer con desconfianza no es lo mismo que leer con odio. Lacan leía a Freud, y a muchos otros, por cierto, con desconfianza. Es justo decirlo, no solo Lacan lo ha hecho de ese modo, así que no hay porqué atribuirle una exclusividad semejante a su posición. En todo caso, esa es la posición esperable de cualquiera que se sitúe como lector en un sentido estricto. Es la diferencia entre una lectura dogmática, canónica, y una lectura heurística. En ese sentido, vale la pena recordar que, como lo constatamos en la práctica psicoanalítica, leer implica recortar un texto para extraer de él consecuencias inéditas que tengan valor de acontecimiento. Por supuesto, a pesar de que eso sea lo esperable, tal vez no sea una práctica común.

Ahora bien, el odio se sostiene en la constatación infundada. Cualquier indicio sirve como prueba cuando se ha ubicado a un objeto en el lugar de lo odiado, de un enemigo que debe ser destruido. Ese es el escenario propio de la especularidad engendrada por la posición constituyentemente paranoica del yo, en la cual la agresividad es el afecto por excelencia. Entonces, leer con odio empuja a rastrear, paranoicamente, indicios para constatar el merecimiento de esa agresividad. Noten que una posición tal no hace posible el hallazgo de lo inédito, sino el eterno retorno de lo igual. Leer con odio no es otra cosa que una experiencia irreflexiva orientada por un deseo parricida. Y si con lo dicho hasta aquí se han apresurado a suponer que leer con amor sería entonces algo diferente, probablemente tropiecen con la misma piedra.

El amor tiende a sostenerse en una promesa puesta en un horizonte inexpugnable. Cada uno de los indicios que contradicen esa promesa y justifican la duda razonable es desechado a fin de preservarla. Esto se presenta de mil y una formas; desde la promesa del retorno al paraíso, pasando por la promesa del encuentro con el “alma gemela”, hasta la “satisfacción garantizada o la devolución de su dinero”. Cada quien encuentra el modo de hacer caso omiso ante cualquier atisbo de duda. El mecanismo que opera aquí es el mismo que en el odio, se trata de la posición constituyente paranoica del yo, solo que el afecto que reporta es la contracara de la agresividad, a saber, el júbilo. En ese sentido, leer con amor no es otra cosa que una experiencia irreflexiva orientada por el deseo de sostener el mito de un padre omnipotente.

Así, en el odio y el amor la fascinación se pone en escena. La cuestión es que la fascinación obnubila, enceguece, y lleva al sujeto a tanto como creer que se tiene acceso a la verdad garantizada y, desde ese lugar, se entrega al ejercicio de una cierta forma de locura, un odio loco o un amor loco. Sea como fuere, una lectura que esté fundada en una de estas dos formas no está exenta de esa locura que supone que se puede alcanzar la verdad incuestionable.

La desconfianza, por su parte, supone una posición en la que se asume que no hay garantía alguna de acceso a la verdad, y esto supone una subversión de las lecturas orientadas por el amor y por el odio. Avanzaremos un poco más en el próximo comentario.

John James Gómez G.

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