lunes, 13 de agosto de 2018

Fragmento y comentario del texto: La escritura del ego. En: Lacan, J. (1976). El sinthome; El Seminario, Libro 23 Buenos Aires: Manantial. 2006, p. 141. [Segunda parte del comentario]

“La última vez estaba muy enredado con mis nudos y Joyce como para que tuviera la menor gana de hablarles. Estaba confundido, ahora lo estoy un poco menos porque creí encontrar cosas transmisibles.
Yo soy evidentemente más bien activo. La dificultad me estimula, de modo que todos los fines de semana me consagro intensamente a romperme la cabeza con algo que no es evidente - porque no es evidente que haya encontrado el pretendido nudo borromeo.”

Comentario:

Entonces, sabemos que Lacan se enredaba con sus nudos. Y ante esa dificultad, trabajaba arduamente intentando anudar, de la manera más rigurosa posible, un saber hacer con lo que, tanto en la clínica como en la teoría, retornaba una y otra vez al lugar de lo imposible. ¿Por qué confiar en su legado, si él mismo sabía de la dificultad que, como afirmó, lo estimulaba? Solo plantear la pregunta puede llevar a tanto como desatar jaurías, tanto entre los que de manera desmesurada profesan su odio hacia Lacan y el psicoanálisis, como entre quienes han hecho del segundo una especie de religión y del primero su sacrosanto mesías.

La cuestión que les propongo pensar para arriesgar una respuesta a esa pregunta, dista de las preocupaciones que podríamos tener sobre la vida personal de Lacan, también de la de Freud. Sobra decir que no requieren quien los defienda o abogue por ellos; sus personas, es decir, sus “yoes”, los narcisismos que de ellos existieron, ya no habitan este mundo. Claro, siempre hay quien se ensañe en alimentarse de la carroña de los muertos, buscando hacerse un nombre propio, en lugar de discutir con sus obras; los ejemplos abundan, Onfrey[1] es un buen botón de muestra.

La propuesta que les hago, entonces, es la de tomar a Freud y a Lacan como pueden tomarse a Newton, Einstein, Russell, Foucault, o a cualquier otro autor. ¿Cómo? Estudiando en detalle y con rigurosidad sus elaboraciones; siguiendo el hilo de sus construcciones sin intentar velar sus faltas ni sus aciertos.

Es muy probable, de hecho, que la dificultad que tenemos para avanzar en la lectura de Lacan o, mejor, para reinventar el psicoanálisis en nuestro tiempo, obedezca en buena medida a que, en lugar de proveernos los medios para leerlo con rigurosidad, nos esforzamos en aprender una especie de idioma[2], una jerigonza que se repite, en no pocas ocasiones, aparentando que se sabe de lo que se dice a fin de parecer lacanianos. Ustedes lo saben, se hacen congresos mundiales en los que los esfuerzos por leer con rigurosidad se nota en algunos, muy pocos, mientras la mayoría “escriben” y “leen” textos con frases hechas, a la manera de colchas de retazos. Vayan a algunos de esos eventos, es fácil constatarlo. Y tengan en cuenta, queridos lectores, que el hecho de que señale aquí estos obstáculos no me pone al margen de sus implicaciones; simplemente, lo que les propongo, es que hacerlo explícito y no olvidarlo, puede, tal vez, mantenernos advertidos sobre los riesgos que dan cuenta de cómo –y bien lo supo expresar la paciente escéptica de Freud–, “entre lo sublime y lo ridículo no hay más que un paso”. Cuando se trata del psicoanálisis es fácil moverse entre lo uno y lo otro.

Continuaremos nuestro intento de respuesta en el comentario de la próxima semana.

John James Gómez G.





[1] Onfrey, M. (2011). El crepúsculo de un ídolo. Madrid: Taurus.
[2] Baños, J. (1995). El idioma de los lacanianos. Buenos Aires: Atuel.

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