martes, 22 de agosto de 2017

Fragmento del texto: Más allá del principio de realidad. Lacan, J. (2008). En: Escritos 1. Argentina: Siglo Veintiuno Editores, 2ª ed., pág. 88. [Segunda parte del comentario]

“De ese modo se constituye lo que podemos llamar la experiencia analítica. Su primera condición se formula en una ley de no omisión, que promueve al nivel del interés, reservado a lo notable, todo aquello que “se comprende de suyo”: lo cotidiano y lo ordinario, ley que es, no obstante, incompleta sin una segunda, esto es, la ley de no sistematización, que concede, al plantear la incoherencia como condición de la experiencia, una presunción de significación a todo un desecho de la vida mental, es decir, no sólo a las representaciones cuyo sinsentido es lo único que ve la psicología de escuela: libreto del sueño, presentimientos, fantasías de la ensoñación, delirios confusos o lúcidos, sino también a esos fenómenos que por el hecho de ser completamente negativos carecen, por asé decir, de estado civil: lapsus del lenguaje y fallas de la acción.”

Comentario:
                                     
Hay palabras que pueden ser tomadas como ocurrencias banales, algo que surge sin razón aparente; vistas como un simple desecho de la “vida mental”, sobre todo si ellas irrumpen sorpresivamente, a veces, por demás, con el rostro de una equivocación. ¿Quién podría prestar seria atención a algo semejante? Difícilmente alguien en sus plenos cabales, que se ocupe de las ciencias verdaderas, es decir, alguien encerrado en sus pretensiones de objetividad, estaría dispuesto a ello.  Va de suyo que la pretensión de objetividad –salvo que ésta sea entendida como un acto de honestidad intelectual–, pone de manifiesto el olvido de que un ideal tal no deja de ser una creación subjetiva.

Por fortuna, Freud, a pesar de sus aspiraciones objetivas en el sentido del positivismo propio de su época, hizo de su investigación un acto de honestidad intelectual. Ése sigue siendo uno de sus más valiosos aportes. No retrocedió un paso a la hora de poner su invención, su ingenio, al servicio de su objeto, mientras que no pocos hubiesen preferido, con tal de no caer en desgracia pública, someter su objeto a un rígido método más parecido a alguna clase de ritual que proporcionaría eficacia simbólica al hecho científico. Por su parte, Freud supo hallar en lo banal algo de un valor excepcional.

La potencia del descubrimiento freudiano, además de haber sido uno de los más duros golpes a las pretensiones narcisistas de nuestra condición humana, demasiado humana, que no para de soñar con ser el centro del universo y la especie elegida por alguna deidad para dar testimonio de su grandeza, puso de manifiesto que existe una razón que prescinde de la consciencia y que insiste a través de esas cadenas que Lacan, haciendo honor a Saussure, llamó significantes. La aparente banalidad, si es que nuestro anhelo de ocultar toda falta y de ostentar un completo dominio de sí no nos lo impide, deviene oportunidad para la producción de un saber excepcional. Es así que la convicción de Einstein, de que la imaginación es mucho más importante que el conocimiento, no podría estar mejor representada. Y hay que ver cuánto se desconoce que el propio Einstein jamás hizo un experimento diferente a los que él mismo denominó “experimentos físicos imaginarios”[1] 

John James Gómez G.





[1] Einstein, A. (1905). Sobre la electrodinámica de los cuerpos en movimiento. Teorema. Revista internacional de filosofía. Vol. 24, Núm. 2 de 2005, pág. 93.

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 “Se abre paso la vida con la misma terquedad con la que una plantita minúscula es capaz de rajar el suelo de hormigón para sacar la cabeza....