viernes, 28 de octubre de 2016

Fragmento del texto: De la incomprensión y otros temas. Lacan, J. (1971). En: Hablo a las paredes. Buenos Aires: Paidós, 2012, págs. 59-60. [Segunda parte del comentario]
                                                        
“Los sujetos que sufren de incomprensión matemática esperan de la verdad más que la reducción a esos valores que se llaman deductivos, al menos en los primeros pasos de la matemática. Las articulaciones llamadas demostrativas parecen para ellos carentes de algo que se sitúa precisamente en el nivel de una exigencia de verdad. La bivalencia verdadero o falso los deja sin duda desconcertados, y, digámoslo, con razón. Hasta cierto punto, puede decirse que existe cierta distancia entre la verdad y lo que podemos llamar la cifra.”

Comentario:

El comentario iniciado a partir de esta cita de Lacan, apunta, en parte, a advertirnos acerca del estatuto de las matemáticas. Había señalado, la vez anterior, el riesgo de hacer equivaler a las matemáticas con las leyes del universo, y propuse allí una precisión al respecto, que considero necesario retomar, a saber, que ellas son el lenguaje con el que los seres humanos hemos conseguido producir una serie de enunciados que tienen ciertos valores de verdad, bajo ciertas condiciones más o menos controladas.

Si las matemáticas, como la lógica, llegan a demostraciones, es porque están orientadas por una rigurosidad que depende de su propia estructura y no de lo que solemos llamar, de manera un poco ligera e injusta, “realidad empírica”. Esa es una de las razones por las cuales ellas suelen avanzar mucho más rápido que la física, por ejemplo. Mientras los matemáticos trabajan resolviendo problemas que responden a las condiciones mismas del lenguaje lógico y matemático, los físicos se esmeran en hallar indicios a partir de sus experimentos, que les permitan dar prueba, como Jesús ofreciendo sus manos a los apóstoles, de todo aquello que postulan como verdadero. Entonces, los matemáticos llegan a resolver problemas que anticipan aquello que los físicos ni siquiera han llegado a considerar y, solamente, décadas después, advierten el valor de esos hallazgos que, en principio, parecían inútiles en la “realidad empírica”. De hecho, la incomprensión de esta cuestión, derivó en una división tajante entre los físicos teóricos y los físicos que se consideran a sí mismos "empiristas"; éstos últimos suelen apreciar poco a los primeros por su falta de “pruebas” experimentales, a pesar del interés y el valor con el que cuentan sus demostraciones.

Esa división, que no es exclusiva de la física, opera como sostén de luchas consumadas entre quienes confunden los datos con la “verdad”, desconociendo que un dato es siempre una construcción teórica y no alguna “realidad empírica” –aunque la información para construirlo haya sido tomada del mundo sensible–, y, de otro lado, quienes viven temerosos, aferrados a las referencias de autoridad, la de aquellos autores que gozan de alguna credibilidad, más o menos significativa, esperando ser aceptados como científicos algún día. Esto suele tener como resultado un posicionamiento servil ante las referencias, con el fin de ampliar su buen nombre –el de los autores de referencia y el de sus defensores, quienes sueñan con ser reconocidos como científicos–, conminándose, en no pocas ocasiones, a caer en la evitación de la crítica y en la falta de un estudio riguroso de aquello que defienden. En todos los campos disciplinarios de la ciencia, esta división que, a mi juicio, es ante todo un malentendido amparado en la ilusión de que la verdad puede encontrarse de manera diáfana en algún lugar, solo conduce a una entropía injustificada.

Esa incomprensión, expresada en la defensa sin crítica, obsecuencia inaudita anclada en el deseo de reconocimiento, no está ausente en el psicoanálisis. Basta con sentarse a leer a Freud y a Lacan con alguna rigurosidad y, sobre todo, sin creer de antemano que hay intérpretes que sabrían decirnos lo que sus textos significan de manera completa y verdadera, para vernos exhortados a revisar fuentes diversas, ricas y de sumo valor entre las ciencias, la filosofía y las artes; incluso, y sobre todo, las más recientes, esas que Freud y Lacan no llegaron a conocer y que hacen parte de nuestro tiempo. Enfrentado a esa empresa, uno empieza a entender que los textos de Freud y de Lacan, tanto como los de cualquier otro autor, o como cualquier hecho teórico, es decir, cualquier "verdad empírica", están ahí para ser interrogados, para debatir con ellos, no para repetirlos y armar textos, a la manera de "colchas de retazos", que se leen en congresos, jornadas y encuentros, sin que se tenga la menor idea de lo que se dice, solo para parecer psicoanalista y/o científico. Se descubre así, no con demasiada sorpresa, que a pesar de que abundan los psicoanalistas y las escuelas de psicoanálisis, escasean el psicoanálisis y los psicoanalizantes.

John James Gómez G. 

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