domingo, 29 de mayo de 2016

Fragmento del texto: Conferencia 16ª: Psicoanálisis y Psiquiatría. Freud, S. (1916). Conferencias de introducción al psicoanálisis. En: Obras Completas, vol. XVI. Amorrortu Editores, Buenos Aires. 1986. Pág. 226. [Tecera parte del comentario]

“El analista no atina a hacer gran cosa con la gente que lo visita en su consultorio médico para desplegar frente a él, en un cuarto de hora, las lamentaciones de su larga vida. Su saber más profundo le impide pronunciar el veredicto a que recurriría otro médico: «Lo que usted tiene no es nada», e impartir el consejo: «Tome una ligera cura de aguas»”.

Comentario:

Vemos entonces que, para el psicoanálisis, las palabras de alguien que sufre no pueden ser más que verdaderas. Aquello que Freud refiere con la frase “lo que usted tiene no es nada”, y que correspondía al “veredicto” de los médicos que en aquella época se enfrentaban a los síntomas de los neuróticos, sigue estando presente todavía en nuestros días bajo la forma “usted tiene estrés”. El estrés se ha convertido en una manera de decir: “no hay nada que usted tenga que pueda ser verdadero salvo el hecho de que, probablemente, está agobiado por las cargas que le impone la vida cotidiana”. Se cree con ello que se ha hecho entrar lo psíquico en la consideración médica cuando, en realidad, es un nombre que revela tanto la impotencia del saber médico como el ínfimo valor de la palabra sufriente para quienes se denominan, a sí mismos, “profesionales de la salud mental”.

Desde esa perspectiva, la respuesta es sencilla: se considera que la gente necesita descanso (huida de los factores estresantes), o bien se recomienda algún medicamento que “relaje” al paciente (silenciamiento químico del malestar), o, por qué no, ambas cosas. La cuestión es que el yo no puede huir de sí mismo y el silencio del malestar no es equivalente a la rectificación de la posición del sujeto respecto de su sufrimiento.

Démosles la razón, la cuestión es el es-tres: lo real, lo simbólico y lo imaginario. Sin embargo, solo lo imaginario es reconocible para la mayoría de los profesionales de la salud mental, pues la clínica de la mirada que busca siempre un soporte biológico, y la clínica de la escucha psicológica que busca siempre un significado del malestar, no tienen otro fin que intentar taponar el sinsentido que acompaña el dolor de existir y ante el cual la huida y el silenciamiento del malestar aparecen como manifestaciones pseudocientíficas de la cobardía.

Así, para entender cómo esa palabra sufriente es verdadera, es necesario reconocer que ella se expresa como queja del yo en sus relaciones con el mundo (imaginario), a través de palabras y acciones que se revelan como significantes carentes de sentido (simbólico), que intentan aprehender algo que es imposible de soportar y que no para de retornar (real). Es en los modos en que se anudan esos tres, y en los movimientos del sujeto a través de dichos anudamientos, donde la palabra expresa el valor de su verdad (alétheia), es decir, de lo que no se sabe y que no deja de retornar, no como recuerdo, sino como no-olvido (a-létheia).


John James Gómez G.

lunes, 23 de mayo de 2016

Fragmento del texto: Conferencia 16ª: Psicoanálisis y Psiquiatría. Freud, S. (1916). Conferencias de introducción al psicoanálisis. En: Obras Completas, vol. XVI. Amorrortu Editores, Buenos Aires. 1986. Pág. 226. [Segunda parte del comentario]

“El analista no atina a hacer gran cosa con la gente que lo visita en su consultorio médico para desplegar frente a él, en un cuarto de hora, las lamentaciones de su larga vida. Su saber más profundo le impide pronunciar el veredicto a que recurriría otro médico: «Lo que usted tiene no es nada», e impartir el consejo: «Tome una ligera cura de aguas»”.

Comentario:

La función imaginaria del falo simbólico nos ubica en la relación de la palabra con el pudor. ¿Cómo entenderlo? El pudor, de acuerdo con lo que el psicoanálisis permite constatar, se constituye a partir de los modos en que se inviste libidinalmente el espacio-tiempo. Hacemos el uso de esta noción, propia de la relatividad descripta por Einstein, para no incurrir en el error craso de suponer que nuestra libido se centra en el territorio como entidad natural. Un animal no humano se orienta en el territorio gracias a las marcas que puede reconocer con sus sentidos, las cuales produce usando sus propios fluidos corporales o dejando huellas de percepción en el territorio derivadas de acciones propias de su especie. En el caso humano, nuestro territorio no se limita a la geografía vista desde la perspectiva natural. La libido se mueve a través del espacio-tiempo, es decir, ella inviste significantes que nos permiten orientarnos en un universo hecho de lenguaje.

Nuestro espacio–tiempo, entonces, se trata de la inscripción simbólica en un universo de discurso. Nuestros recorridos dan cuenta de esa inscripción, es decir, del pudor como modalidad inconsciente de elegir qué ocultamos y qué mostramos ante el Otro, y en qué lugares lo hacemos. Con ello nos orientamos a invocar un nombre que dé sentido a nuestra vacua existencia, merced del deseo de reconocimiento.

Hablar, por tanto, es un acto fundamentalmente pudoroso que depende del modo en que nos hemos constituido como sujetos de lenguaje, que es la condición del sujeto del inconsciente y, a partir de allí, actuamos una serie de escenas que tienen como destinatario siempre a Otro del cual esperamos una respuesta. Perder esto de vista, implica dejar de lado, por completo, el valor que tienen la función de la palabra y el campo del lenguaje en el psicoanálisis.

Reconocer en las palabras del yo sufriente que demanda un alivio, el modo en que su demanda está inscrita como manifestación del pudor que tiene como destinatario al Otro a quién se dirige, es el punto de partida para reconocer los movimientos significantes del sujeto del inconsciente en el espacio-tiempo del universo de discurso. Los consejos, la comprensión del otro, las buenas intenciones, el deseo de ayudar, son manifestaciones del pudor y, por tanto, nada tienen que ver con la lectura que el analista podría hacer de lo inconsciente que se manifiesta en el decir del analizante; esas manifestaciones, si se presentan del lado de quien oferta una escucha analítica implicarían, sobre todo, el hecho de que “un analista”, al desconocer la función de la palabra y el campo del lenguaje, se vería empujado a hablar para tratar de encontrar en su analizante la respuesta ante la pregunta acerca de su propio lugar de inscripción ante el Otro, su-misión en el mundo, cuestión de la que necesariamente, para devenir analista, tendría que haberse ocupado en su propio análisis.

John James Gómez G. 

jueves, 19 de mayo de 2016

Fragmento del texto: Conferencia 16ª: Psicoanálisis y Psiquiatría. Freud, S. (1916). Conferencias de introducción al psicoanálisis. En: Obras Completas, vol. XVI. Amorrortu Editores, Buenos Aires. 1986. Pág. 226. [Primera parte del comentario]

“El analista no atina a hacer gran cosa con la gente que lo visita en su consultorio médico para desplegar frente a él, en un cuarto de hora, las lamentaciones de su larga vida. Su saber más profundo le impide pronunciar el veredicto a que recurriría otro médico: «Lo que usted tiene no es nada», e impartir el consejo: «Tome una ligera cura de aguas»”.

Comentario:

¿Qué valor tienen las palabras para un psicoanalista?

Hemos interrogado en otro momento la manera en que se propone brindar, desde el campo de la salud mental, respuestas que cumplen, sobre todo, la función de calmar la angustia de los profesionales que reciben en sus consultorios a personas que les hablan de un sufrimiento que no cuenta con otro soporte que la materialidad del lenguaje. Dichas respuestas, por otro lado, sirven para apaciguar transitoriamente los corazones de esas mismas personas que no saben cómo articular algún saber sobre aquello que los aqueja. Darle un nombre, a través de un diagnóstico, constituye ese modo ingenuo pero harto extendido de responder, buscando apaciguar corazones y calmar angustias entre quienes suponen enfermedades y anormalidades incomprensibles allí donde el cuerpo sufriente es más que simples funciones biológicas.

En este orden de ideas, las palabras de un psicoanalista no tienen como propósito responder con un conocimiento que antecede los acontecimientos propios del sujeto del inconsciente que se produce al interior de la experiencia analítica. Ningún conocimiento ni ninguna experiencia previa permiten anticipar lo desconcertante de las formaciones del inconsciente, entre ellas, aquellas a las que llamamos síntomas. 

Es así que, para los psicoanalistas, las palabras cuentan con un valor excepcional; adjetivo que resulta bastante preciso. Según la RAE, excepcional significa: "1. adj. Que constituye excepción de la regla común. 2. adj. Que se aparta de lo ordinario, o que ocurre rara vez." Entonces, la excepcionalidad constituyente del valor de las palabras para un psicoanalista reside en el reconocimiento de que ellas no hacen más que intentar dar sentido allí donde el sinsentido acecha, esa es, precisamente, la función imaginaria del falo simbólico, razón por la cual apresurarse a responder no puede más que obturar cualquier posibilidad de surgimiento de lo inconsciente. Un psicoanalista, pues, reconoce que el valor de las palabras solo puede devenir excepcional allí donde el silencio ha constituido un lugar para el enigma.

John James Gómez G.

lunes, 16 de mayo de 2016

Fragmento del texto: Variantes de la cita-tipo. Lacan, J. 1955. En: Escritos 1. Buenos Aires: Paidós. 2008; 2ª ed., págs. 345-346 [Segunda parte del comentario]

“...para situar el análisis en el lugar eminente que los responsables de la educación pública están en el deber de reconocerle, hay que abrirlo a la crítica de sus fundamentos, a falta de lo cual se degrada en efectos de soborno colectivo."

Comentario:

¿Por qué el psicoanálisis sería un discurso vigente en nuestro tiempo? Podríamos forzar las cosas para brindar una respuesta ingenua: el psicoanálisis es una práctica que devuelve al sujeto su dignidad y opera sobre el malestar, allí donde los demás discursos propenden por silenciarlo para hacer del ser que habla y usa letras (parlêttre) un ser-vil. Ahora bien, que esa respuesta sea ingenua no implica que sea falsa. La ingenuidad radica en el hecho de que, en nuestros días, abundan más los psicoanalistas que los psicoanalizantes y que, incluso, buena parte de dichos psicoanalizantes, solo están ahí porque quieren llegar a convertirse en psicoanalistas.  

La fascinación con la imagen del psicoanalista tiene diversos matices. Desde aquella en que se presenta ante los otros como portador de un saber que está “más allá del bien y del mal”, o bien como amo y señor del saber hacer con el goce, pasando por aquellos que hablan ese “idioma de los lacanianos”, como bien lo ha llamado Jorge Baños en su libro, pero que, en no pocas ocasiones, se limitan a repetir frases, cocidas a la manera de una colcha de retazos, que han devenido ensalmos y de las cuales se asume su peso y su valor solo porque fueron pronunciadas o escritas por Lacan, aunque poco o nada se comprenda de ellas. La tarea de aparentar un ser que no es más que ilusión, hace de la imagen del psicoanalista un botón de oro que algunos quieren ostentar en la solapa como si se tratara de una función que mereciera un lugar eminente.

El psicoanálisis implica aprender a leer en la dificultad, en la equivocación, en el tropiezo. Y si acaso queremos asumir de modo responsable eso que llamamos "práctica psicoanalítica", resulta inminente interrogar el lugar desde el cual suponemos en el psicoanálisis un discurso que puede permitir la producción de un saber sobre eso a lo que Freud denominó inconsciente. No bastan las apariencias, un idioma común o rituales dogmáticos para que algo al respecto pueda producirse. Que haya un lenguaje autorizado no garantiza nada más que un modo de sugestión o soborno colectivo que opera a la manera de la eficacia simbólica. Es necesario, pues, fracturar esa coraza imaginaria con la cual se intenta validar la práctica psicoanalítica evitando así el encuentro con lo imposible, único encuentro que puede propiciar la irrupción de un saber que valga la pena.


John James Gómez G.

jueves, 12 de mayo de 2016

Fragmento del texto: Variantes de la cita-tipo. Lacan, J. 1955. En: Escritos 1. Buenos Aires: Paidós. 2008; 2ª ed., págs. 345-346 [Primera parte del comentario]

“...para situar el análisis en el lugar eminente que los responsables de la educación pública están en el deber de reconocerle, hay que abrirlo a la crítica de sus fundamentos, a falta de lo cual se degrada en efectos de soborno colectivo."

Comentario:

No estoy seguro, mucho menos convencido, de que la educación pública tenga “el deber”, como lo expresara Lacan, de reconocerle un lugar eminente al psicoanálisis. La cuestión está, sin duda, abierta a discusión en una época en que, además, merced del discurso capitalista, pocos rastros quedan de la educación y de lo público. Sin embargo, la necesidad de abrirlo a la crítica de sus fundamentos me parece una tarea necesaria y, honestamente, cada vez menos frecuente. Es probable que este comentario resulte, entonces, algo indignante para muchos psicoanalistas y que, por ello, me haga merecedor de sus reproches, empero, ¿no es menester aplicar el psicoanálisis al psicoanálisis si es que queremos estar a la altura que su ética nos exhorta? Partiré, pues, de una premisa: nada se parece más a una institución religiosa que algunas instituciones psicoanalíticas en las que el dogmatismo es actuado sin ser por ello reconocido.

El dogmatismo está a la orden del día y se apuntala en la creencia en aquella fantasía que sostiene la existencia de un padre omnipotente, el mismo que Freud supo ubicar en “Tótem y Tabú”. Por tanto, lo que sorprende, entonces, no es el dogmatismo, sino la ausencia de su reconocimiento. Un matemático, por ejemplo, si es que quiere ir más allá de los límites que le impone su disciplina, se verá en la necesidad de reconocer en la matemática un dogma del cual debe prescindir a condición de servirse de él. ¿No fue ésa la apuesta lacaniana, que por su estructura paradójica parece algo tan difícil de sostener, al punto de preferir usarla para reproducir aquello a lo cual, por principio, interroga?

Es así como hablando en nombre de un padre omnipotente, y tomándose a sí mismo por heredero de su palabra, suele haber quien forja grandes congregaciones en las que los feligreses hacen fila esperando se les otorgue el Don que los hará, finalmente, psicoanalistas legítimos, es decir, militantes abnegados que defenderán una práctica sin cuestionar sus fundamentos, a fin de no ser excomulgados. Y es que el significante “excomunión”, con el cual Lacan nombró su salida de la I.P.A., revela retroactivamente la exigencia dogmática de aquella institución que no soportaba la crítica de sus fundamentos. No obstante, lo que fuese subversión en manos de Lacan, terminó por devenir revolución para buena parte de los lacanianos; revolución que es siempre retorno al punto de inicio, el de la degradación del psicoanálisis a los efectos de un soborno colectivo.

John James Gómez G.

domingo, 1 de mayo de 2016

jueves, 28 de abril de 2016

Fragmento del texto: “¿Pueden los legos ejercer el psicoanálisis?”. Freud, S. (1926). En: Obras Completas, vol. XX. Amorrortu Editores, Buenos Aires. 1986. Pág. 175. [Tercera parte del comentario]

“No hay ensalmo sin la prontitud; se diría: sin un éxito repentino. Pero los tratamientos analíticos requieren meses y aun años; un ensalmo tan lento pierde el carácter de lo maravilloso. Por lo demás, no despreciemos la palabra.”

Comentario:
 
Para finalizar esta terna de comentarios acerca del fragmento traído a cuentas, considero valiosa la respuesta brindada por el físico y escritor Paolo Giordano en entrevista concedida durante la Feria del Libro de Bogotá (FilBo) 2016:

"¿Su carrera como físico le ayudó a escribir, es decir, las nociones y conceptos de la física le aportaron a su literatura?
Me ayudó en la medida de que fue un gran entrenamiento. La física por varios años constituyó para mí una exigencia muy fuerte porque los temas estudiados son muy duros y de difícil comprensión. Entonces yo aprendí a ser muy paciente, a trabajar, volver a trabajar y empezar de nuevo, hasta que las cosas resultaran claras. La física me enseñó a ir más despacio y esto me ayudó mucho en la escritura."[1]

El físico se encarga de una escritura que intenta captar algo de eso imposible a lo que Lacan llamó: lo real. Su trabajo consiste, principalmente, en el uso de la matemática como un lenguaje que le permite articular algo del acontecimiento con alguna Ley. Esto no quiere decir que pueda hallarse en el texto que resulta como producto un significado sobre el universo, sino, sobre todo, cadenas significantes que pueden hacer inteligible algo que era ininteligible y, en eso, el trabajo del matemático, también del físico, se parece mucho al trabajo del analizante. Y, nótese, por favor, que no he dicho que se parece al trabajo del psicoanalista.

El trabajo del analizante va de lo imposible a lo probable, es decir, de lo que no puede representarse a lo que puede hacerse entrar en la conjetura y, a partir de allí, devenir como un saber que será siempre potencial. Es por eso que no hay fórmulas mágicas ni médicas cuando se trata de la práctica psicoanalítica. El saber acerca de lo real, digamos, sobre lo más imposible de eso que Freud llamó inconsciente, no se encuentra en ningún recetario ni vademécum, no viene de algún otro que sabría de antemano cómo se articula el sujeto en su propio enjambre (essaim, en francés homófono de S1) significante, sino del Otro al que el analizante se enfrenta cuando recibe su propio mensaje invertido allí donde sus asociaciones lo conducen más allá de las voluntades del yo. Por esa razón no hay psicoanálisis breve.

Dicho esto, me parece necesario señalar que cuando hablamos del psicoanálisis como una clínica de la escucha, diferenciándolo así de la clínica (médica) de la mirada, caemos aún en una grosera imprecisión. La clínica de la escucha muy probablemente sea la de algunas orientaciones de la psicología, la de los humanistas, los transpersonales, los  existenciales; lógicamente, no es la de los conductuales, pues allí se trata de lo que puede observarse, lo cual les acerca más a la clínica de la mirada.

La clínica psicoanalítica, por su parte, es la clínica textual, ¿no es eso lo que aparece ya puesto sobre el tapete (del consultorio de Freud) con el reconocimiento de que las imágenes del sueño son, como el jeroglífico egipcio, un texto que puede ser leído? Recordemos, también, la indicación de Lacan a propósito de ello: “Es en la versión del texto donde empieza lo importante…”[2]. Analizar, como bien lo expresa Jean Michel Vapperau, es aprender a leer y a escribir en la dificultad.

John James Gómez G.





[2] Lacan, J. (1953). Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis. En: En: Escritos 1. (págs. 231-310). Argentina: Editorial Paidós, 2ª ed. 2008, pág. 259.

¡Qué poca humanidad hay a veces en ese “gran espíritu científico”!

 “Se abre paso la vida con la misma terquedad con la que una plantita minúscula es capaz de rajar el suelo de hormigón para sacar la cabeza....