miércoles, 24 de mayo de 2017

Fragmento del texto: “La ciencia y la verdad”. Lacan, J. (1966). En: Escritos 2. Argentina: Editorial Siglo XXI, 2ª ed. 2008, pág. 828. [Segunda parte del comentario]

“Digamos que el religioso le deja a Dios la carga de la causa, pero que con ello corta su propio acceso a la verdad. Así, se ve arrastrado a remitir a Dios la causa de su deseo, lo cual es propiamente el objeto del sacrificio. Su demanda está sometida al deseo supuesto de un Dios al que entonces hay que seducir. El juego del amor entra por ahí.
El religioso instala así la verdad en un estatuto de culpabilidad.”

Comentario:

Conocemos un antecedente importante de los manuales diagnósticos. Se trata de un libro escrito por dos monjes dominicos en 1486, el cual lleva por título Malleus Maleficarum (El martillo de las brujas). El libro constituía un documento oficial de la Santa Inquisición con el cual se determinaban las causas, los diagnósticos y los modos de tratamiento válidos para los padecimientos espirituales. En él se atribuye a Dios toda causalidad para esos fenómenos del alma,  incluso cuando ellos iban en contra de los mismos propósitos divinos:

…toda alteración que se produce en el cuerpo humano -por, ejemplo el estado de salud o el de enfermedad - puede atribuirse a causas naturales, como nos lo demostró Aristóteles en su séptimo libro de la Física. Y la mayor de estas causas es la influencia de las estrellas. Pero los demonios no pueden inmiscuirse en el movimiento de las estrellas. Esta es la opinión de Dionisio en su epístola, a San Policarpo. Porque eso sólo puede hacerlo Dios. Por lo tanto es evidente que los demonios no pueden en verdad efectuar ninguna transformación permanente en los cuerpos de los humanos; es decir, ninguna metamorfosis real[1].

En esta cita, podemos ver la dicotomía que más adelante reaparecerá, con Descartes, en torno a la res extensa y la res cogintans. Tenemos, pues, que el estado de salud y enfermedad era explicable por causas naturales, mientras que las afecciones del alma tenían sólo a Dios como causa. Veamos un poco más del texto:

…yerran quienes dicen que la brujería no existe, sino que es algo puramente imaginario, aunque no creen que los diablos existan, salvo en la imaginación de la gente ignorante y vulgar, y los accidentes naturales que le ocurren al hombre los atribuye él por error a un supuesto demonio. Pues la imaginación de algunos hombres es tan vívida, que les hace creer que ven figuras y apariciones reales, que no son otra cosa que el reflejo de sus pensamientos, y entonces éstos son tomados por apariciones de espíritus malignos, y aun por espectros de brujas. Pero esto es contrario a la verdadera fe, que nos enseña que ciertos ángeles cayeron del cielo y ahora son demonios, y debemos reconocer que por naturaleza son capaces de hacer cosas que nosotros no podemos. Y quienes tratan de inducir a otros a realizar tales maravillas de malvada índole son llamados brujos o brujas. Y como la infidelidad en una persona bautizada se denomina técnicamente herejía, esas personas son lisa, y llanamente herejes[2].

No hay, allí, lugar para la “causalidad psíquica”. La verdadera fe suponía, para los representantes de la autoridad divina, una causalidad sobrehumana que manifestaba sus efectos sobre aquellos sujetos que estarían en la posición de interrogar la verdad revelada por Dios. Lógicamente, en la medida en que Dios había sido el creador de aquellos seres caídos, Él quedaba ubicado en el lugar de la causa. Se usaba para esos sujetos la palabra “herejes”, la cual servía para separar aquellos que habían traicionado el credo acorde con la verdad divina, de los que seguían siendo ovejas mansas del rebaño. Esto implica entonces que dicha palabra tenía, en ese contexto, una impronta moral. Sin embargo, vale la pena recordar que “hereje”, surge en el griego antiguo bajo la forma hairetikós. Con aquella palabra se nombraba la posibilidad que una persona tiene de elegir entre diferentes opciones. En ese entonces no estaba cargada con la impronta de la traición, no implicaba moralidad ni pecado alguno; lo que sí estará presente a partir del cristianismo. Entonces, en la Antigüedad,  “hereje” era una manera de nombrar el libre albedrío, la libertad de elegir.

Si el sujeto no puede elegir, pues su elección es el resultado de la influencia de algún demonio, queda por ello separado de toda responsabilidad e implicación.  Entonces, bajo esa perspectiva, no puede pensarse a un sujeto deseante. Todo margen para el deseo queda restringido, o bien a la naturaleza o bien a un dios que sería causa de todos los acontecimientos de su alma. Si no es deseante, es culpable, aunque no sea responsable. En esa perspectiva, si se desea sosiego, hay que seducir a Dios, rogarle, implorarle, y ofrecer sacrificio para conseguir lo deseado. Si no se consigue, de todos modos será porque Dios así lo quiso y, entonces, será bueno. Es importante reconocer que esta posición es en la que el neurótico suele ubicarse y en la cual llega cuando demanda un análisis. Entonces, alojar esa palabra sufriente requiere reconocer que el sujeto se encuentra, de acuerdo con su estructura, desarticulado en relación con la causa de su deseo y la única materialidad de la que disponemos para propiciar su re articulación es la materialidad del lenguaje. Es lo único con lo que contamos para dar el paso desde la causalidad eficiente hacia la causalidad material. Pero, para ello, es necesario entender que el lenguaje es un cuerpo, y que de la fusión entre el cuerpo del lenguaje y el cuerpo orgánico surge uno nuevo que Freud nombró, corrigiendo así a Descartes, con el concepto de pulsión. No es uno el continente del otro, sino que se han fusionado y ahora son, al mismo tiempo, uno y dos. Continuaré con este punto en el comentario de la próxima semana.

John James Gómez G.





[1] Kramer, H y Sprenger, J. El martillo de las brujas. España: Ediciones Orión. 1975.
[2] Ibídem.

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¡Qué poca humanidad hay a veces en ese “gran espíritu científico”!

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