miércoles, 31 de mayo de 2017

Fragmento del texto: “La ciencia y la verdad”. Lacan, J. (1966). En: Escritos 2. Argentina: Editorial Siglo XXI, 2ª ed. 2008, pág. 828. [Tercera parte del comentario]

“Digamos que el religioso le deja a Dios la carga de la causa, pero que con ello corta su propio acceso a la verdad. Así, se ve arrastrado a remitir a Dios la causa de su deseo, lo cual es propiamente el objeto del sacrificio. Su demanda está sometida al deseo supuesto de un Dios al que entonces hay que seducir. El juego del amor entra por ahí.
El religioso instala así la verdad en un estatuto de culpabilidad.”

Comentario:

En el comentario anterior, dejé planteado que el único medio que tenemos en la práctica psicoanalítica para posibilitar la rearticulación del sujeto con la causa de su deseo es el lenguaje, siempre y cuando reconozcamos su materialidad. Dado el triunfo del pensamiento aristotélico en Occidente, estamos acostumbrados a pensar la materialidad de los cuerpos exclusivamente en torno a un espacio concebido como “natural”: la physis. Toda explicación causal en el sentido de la ciencia parte de ese supuesto, lo cual hace de la física la ciencia por excelencia. A esto hemos de sumar que desde la perspectiva Aristotélica, la única relación posible entre los cuerpos es la de continente/contenido puesto que, de acuerdo con la materialidad de la physis, dos cuerpos no pueden ocupar el mismo espacio en un mismo tiempo. Así, Aristóteles admitía una explicación mecanicista de la vida. Sin embargo, los estoicos concebían de otra manera la relación entre los cuerpos. Debemos prestar atención a esto si deseamos entender de qué cuerpo se trata en el psicoanálisis cuando hablamos de cuestiones como síntoma, pulsión, inconsciente, o cualquier otro de los conceptos atinentes a nuestra práctica.

Los estoicos asumían que todo lo que existe es un cuerpo. Para ellos incluso el alma debe ser considerado un cuerpo. Se trata de una forma de materialismo distinta a la aristotélica, según la cual dos cuerpos sí pueden coexistir ocupando el mismo espacio en un mismo instante.

Los seres reales pueden sin embargo entrar en relación unos con otros y por medio de estas relaciones modificarse. “No son, dice Clemente de Alejandría exponiendo la teoría estoica, causas unos de los otros, sino causas de ciertas cosas unos para los otros”. ¿Estas modificaciones son realidades? ¿Sustancias o cualidades? En absoluto: un cuerpo no puede dar a otro, propiedades nuevas. Se sabe de qué modo paradójico los Estoicos están obligados a representarse las relaciones entre los cuerpos; para evitar esta producción de las cualidades unas por las otras: admitían una mezcla de los cuerpos que se penetraban en su intimidad, y tomaban una extensión común. Cuando el fuego calienta el hierro al rojo por ejemplo, no hay que decir que el fuego ha dado al hierro una nueva cualidad, sino que el fuego ha penetrado en el hierro para coexistir con él en todas sus partes[1].

Siguiendo esta lógica, organismo y lenguaje pueden ser considerados cuerpos. Si nos orientáramos por la perspectiva de Aristóteles resultaría necesario suponer, como se hace en las neurociencias, que el lenguaje e incluso lo inconsciente tendrían que poder hallarse de manera específica en un área cerebral que sería su continente. Estaríamos ante una topografía. No obstante, si prestamos atención a los estoicos, hay otra manera de plantearnos la cuestión. Lenguaje y organismo, en tanto cuerpos, no se contienen uno a otro sino que se mezclan, se fusionan uno con otro hasta su más insondable intimidad. No es uno continente del otro, sino que ellos son al mismo tiempo un cuerpo y dos cuerpos. Vemos aparecer así el juego de palabras que se plantea con la pronunciación en francés de la conocida pareja significante expresada por Lacan S1/S2, que puede leerse bajo la forma est un ou est deux (es uno o es dos), cuestión indicada y enfatizada por Jean Michel Vappereau[2].

Ahora bien, de acuerdo con los estoicos debe cumplirse que, como resultado de esa fusión entre dos cuerpos quede un resto, al que llamaron “incorporal”. Veremos el lugar que esto tiene en la perspectiva de Lacan, si al seguir su discurso del amo, observamos que de la relación S1/S2 surge como producto ese objeto que él consideraba su única invención y que no puede concebirse como un cuerpo, sino, más bien, como un incorporal, a saber, el objeto a. Retomaré este punto el próximo miércoles y cerraré con ello esta serie de comentarios.

John James Gómez G.



[1] Brehiér, E. (2011). La teoría de los incorporales en el estoicismo antiguo. Buenos Aires: Editorial Leviatán, pág. 27.
[2] Vappereau, J. (1997). Es uno… o es dos? Buenos Aires: Editorial Kliné.

lunes, 29 de mayo de 2017

La corrección política es una forma más peligrosa de totalitarismo

Hoy comparto con ustedes este interesante comentario del filósofo y psicoanalista esloveno, Slavoj Žižek, acerca de los riesgos de lo que se ha denominado “lenguaje políticamente correcto”, pues, según su criterio, constituye una forma todavía más peligrosa de totalitarismo que las propias de los regímenes claramente autoritarios. Hacia el final del video, formula además una muy interesante hipótesis: "Sin una pizca de mutua obscenidad amigable, no es posible tener un contacto real con el otro. Eso es de lo que carece, para mí, lo políticamente correcto".

¡Qué lo disfruten!

miércoles, 24 de mayo de 2017

Fragmento del texto: “La ciencia y la verdad”. Lacan, J. (1966). En: Escritos 2. Argentina: Editorial Siglo XXI, 2ª ed. 2008, pág. 828. [Segunda parte del comentario]

“Digamos que el religioso le deja a Dios la carga de la causa, pero que con ello corta su propio acceso a la verdad. Así, se ve arrastrado a remitir a Dios la causa de su deseo, lo cual es propiamente el objeto del sacrificio. Su demanda está sometida al deseo supuesto de un Dios al que entonces hay que seducir. El juego del amor entra por ahí.
El religioso instala así la verdad en un estatuto de culpabilidad.”

Comentario:

Conocemos un antecedente importante de los manuales diagnósticos. Se trata de un libro escrito por dos monjes dominicos en 1486, el cual lleva por título Malleus Maleficarum (El martillo de las brujas). El libro constituía un documento oficial de la Santa Inquisición con el cual se determinaban las causas, los diagnósticos y los modos de tratamiento válidos para los padecimientos espirituales. En él se atribuye a Dios toda causalidad para esos fenómenos del alma,  incluso cuando ellos iban en contra de los mismos propósitos divinos:

…toda alteración que se produce en el cuerpo humano -por, ejemplo el estado de salud o el de enfermedad - puede atribuirse a causas naturales, como nos lo demostró Aristóteles en su séptimo libro de la Física. Y la mayor de estas causas es la influencia de las estrellas. Pero los demonios no pueden inmiscuirse en el movimiento de las estrellas. Esta es la opinión de Dionisio en su epístola, a San Policarpo. Porque eso sólo puede hacerlo Dios. Por lo tanto es evidente que los demonios no pueden en verdad efectuar ninguna transformación permanente en los cuerpos de los humanos; es decir, ninguna metamorfosis real[1].

En esta cita, podemos ver la dicotomía que más adelante reaparecerá, con Descartes, en torno a la res extensa y la res cogintans. Tenemos, pues, que el estado de salud y enfermedad era explicable por causas naturales, mientras que las afecciones del alma tenían sólo a Dios como causa. Veamos un poco más del texto:

…yerran quienes dicen que la brujería no existe, sino que es algo puramente imaginario, aunque no creen que los diablos existan, salvo en la imaginación de la gente ignorante y vulgar, y los accidentes naturales que le ocurren al hombre los atribuye él por error a un supuesto demonio. Pues la imaginación de algunos hombres es tan vívida, que les hace creer que ven figuras y apariciones reales, que no son otra cosa que el reflejo de sus pensamientos, y entonces éstos son tomados por apariciones de espíritus malignos, y aun por espectros de brujas. Pero esto es contrario a la verdadera fe, que nos enseña que ciertos ángeles cayeron del cielo y ahora son demonios, y debemos reconocer que por naturaleza son capaces de hacer cosas que nosotros no podemos. Y quienes tratan de inducir a otros a realizar tales maravillas de malvada índole son llamados brujos o brujas. Y como la infidelidad en una persona bautizada se denomina técnicamente herejía, esas personas son lisa, y llanamente herejes[2].

No hay, allí, lugar para la “causalidad psíquica”. La verdadera fe suponía, para los representantes de la autoridad divina, una causalidad sobrehumana que manifestaba sus efectos sobre aquellos sujetos que estarían en la posición de interrogar la verdad revelada por Dios. Lógicamente, en la medida en que Dios había sido el creador de aquellos seres caídos, Él quedaba ubicado en el lugar de la causa. Se usaba para esos sujetos la palabra “herejes”, la cual servía para separar aquellos que habían traicionado el credo acorde con la verdad divina, de los que seguían siendo ovejas mansas del rebaño. Esto implica entonces que dicha palabra tenía, en ese contexto, una impronta moral. Sin embargo, vale la pena recordar que “hereje”, surge en el griego antiguo bajo la forma hairetikós. Con aquella palabra se nombraba la posibilidad que una persona tiene de elegir entre diferentes opciones. En ese entonces no estaba cargada con la impronta de la traición, no implicaba moralidad ni pecado alguno; lo que sí estará presente a partir del cristianismo. Entonces, en la Antigüedad,  “hereje” era una manera de nombrar el libre albedrío, la libertad de elegir.

Si el sujeto no puede elegir, pues su elección es el resultado de la influencia de algún demonio, queda por ello separado de toda responsabilidad e implicación.  Entonces, bajo esa perspectiva, no puede pensarse a un sujeto deseante. Todo margen para el deseo queda restringido, o bien a la naturaleza o bien a un dios que sería causa de todos los acontecimientos de su alma. Si no es deseante, es culpable, aunque no sea responsable. En esa perspectiva, si se desea sosiego, hay que seducir a Dios, rogarle, implorarle, y ofrecer sacrificio para conseguir lo deseado. Si no se consigue, de todos modos será porque Dios así lo quiso y, entonces, será bueno. Es importante reconocer que esta posición es en la que el neurótico suele ubicarse y en la cual llega cuando demanda un análisis. Entonces, alojar esa palabra sufriente requiere reconocer que el sujeto se encuentra, de acuerdo con su estructura, desarticulado en relación con la causa de su deseo y la única materialidad de la que disponemos para propiciar su re articulación es la materialidad del lenguaje. Es lo único con lo que contamos para dar el paso desde la causalidad eficiente hacia la causalidad material. Pero, para ello, es necesario entender que el lenguaje es un cuerpo, y que de la fusión entre el cuerpo del lenguaje y el cuerpo orgánico surge uno nuevo que Freud nombró, corrigiendo así a Descartes, con el concepto de pulsión. No es uno el continente del otro, sino que se han fusionado y ahora son, al mismo tiempo, uno y dos. Continuaré con este punto en el comentario de la próxima semana.

John James Gómez G.





[1] Kramer, H y Sprenger, J. El martillo de las brujas. España: Ediciones Orión. 1975.
[2] Ibídem.

lunes, 22 de mayo de 2017

Jean-Michel Vappereau: sobre la violencia

Hoy comparto con ustedes este video, en el cual se presenta un comentario sobre la violencia desde el punto de vista del psicoanálisis de Freud y Lacan. Se trata del matemático y psicoanalista francés Jean Michel Vappereau, discípulo y analizante de Lacan, quien además colaboró en las elaboraciones de éste último durante los últimos diez años de su enseñanza y ha realizado interesantes aportes a la clínica desde la formalización topológica. El video fue realizado durante las V Jornadas de Investigación en Psicoanálisis, llevadas a cabo del 23 al 25 de julio de 2015 y organizadas por el Departamento de Psicoanálisis de la Universidad Kennedy, en la ciudad de Buenos Aires, Argentina, en la cual Jean Michel Vappereau reside desde hace varios años. 

Nota: Hay un error en los subtítulos. Donde dice "realidad física", debe leerse "realidad psíquica", tal como puede constatarse en las palabras de J. M. Vappereau. 

¡Qué lo disfruten!


miércoles, 17 de mayo de 2017

Fragmento del texto: “La ciencia y la verdad”. Lacan, J. (1966). En: Escritos 2. Argentina: Editorial Siglo XXI, 2ª ed. 2008, pág. 828. [Primera parte del comentario]

“Digamos que el religioso le deja a Dios la carga de la causa, pero que con ello corta su propio acceso a la verdad. Así, se ve arrastrado a remitir a Dios la causa de su deseo, lo cual es propiamente el objeto del sacrificio. Su demanda está sometida al deseo supuesto de un Dios al que entonces hay que seducir. El juego del amor entra por ahí.
El religioso instala así la verdad en un estatuto de culpabilidad.”

Comentario:

Mencioné en el comentario anterior la relevancia que tienen para el sujeto sufriente la magia y la religión, aunque aparentemente su relevancia para el sujeto de la ciencia sea muy poca. Esto lo constatamos en la cotidianidad cuando alguien que sufre se “encomienda” a algún ser divino o a alguna fuerza sobrenatural o sobrehumana. La eficacia simbólica, estudiada tan cuidadosamente por Lévi-Strauss, es fuente de esperanza para los corazones afligidos que añoran sosiego. No tener esto en cuenta en nuestra práctica resulta cuando menos problemático: razón de un fracaso. De allí que Lacan no dudara de El triunfo de la religión:

El psicoanálisis no triunfará sobre la religión, justamente porque la religión es inagotable. El psicoanálisis no triunfará, sobrevivirá o no.
No sólo triunfará sobre el psicoanálisis, también lo hará sobre un montón de otras cosas. Ni siquiera se puede imaginar lo poderosa que es la religión. […]
Para eso fue pensada la religión, para curar a los hombres, es decir, para que no se den cuenta de lo que no anda[1].

Cuando una persona consulta a un médico es porque espera de él una respuesta. Esto se debe a que supone que ese profesional es portador de un saber que le orientará a fin de establecer un diagnóstico y un tratamiento. No es común que la gente ruegue a dios ni recurra a ritos mágicos cuando tiene fe en su médico, salvo en aquellos casos en que el médico declara que su saber es impotente, por ejemplo, cuando el diagnóstico resulta ser el de una enfermedad incurable. Este modelo se ha replicado en la psiquiatría y en la psicología. El psiquiatra, que sigue siendo un médico, usa el conocimiento del que dispone para dar un diagnóstico, a veces apresurado y sin otro rigor que el de ponerle un nombre –o varios–, al sufrimiento con base en un manual. A partir de ese diagnóstico propone un tratamiento, regularmente, basado en alguna medicación. Es muy interesante ese lugar que se revela en el ejercicio de la psiquiatría, pues se enfrentan padecimientos que no son enfermedades y que, por tanto, no pueden entrar en la dicotomía curable/incurable. Sin embargo, eso no suele interrogarse. 

En la psicología, por otro lado, la medicación no es un tratamiento posible, pues el psicólogo no está autorizado legalmente para ello. Entonces, la pregunta por el tratamiento se hace más problemática. Incluso plantea contradicciones interesantes. Por ejemplo, ¿si la postura de un psicólogo es la de que el sufrimiento que aqueja a un sujeto tiene causas biológicas, cómo puede considerar su tratamiento legítimo y efectivo si no puede intervenir directamente sobre las condiciones orgánicas que estarían determinando el mal que intenta “curar”? ¡Mejor que se encomiende a algún santo! Si, por otro lado, considera que la causalidad no es de orden biológico, ¿cómo no incurrir en la causalidad eficiente? Es decir, ¿como operar de otra manera que no sea la de un mago, un curandero, un chamán o un sacerdote? ¿Qué estatuto dar a esa causalidad para que ella sea material aunque no sea biológica? Es ese el punto en el que el descubrimiento de Freud resulta, a mi juicio, imprescindible, si es que uno desea tomarse en serio su quehacer en la escucha de un sujeto que sufre. Profundizaré sobre este punto en el comentario de la próxima semana.

John James Gómez G. 





[1] Lacan, J. (1974). El triunfo de la religión. Buenos Aires: Paidós, págs. 78 y 86.

¡Qué poca humanidad hay a veces en ese “gran espíritu científico”!

 “Se abre paso la vida con la misma terquedad con la que una plantita minúscula es capaz de rajar el suelo de hormigón para sacar la cabeza....