lunes, 2 de noviembre de 2015

Fragmento del texto: “¿Debe enseñarse el psicoanálisis en la universidad?”. Freud, S. (1919). En. Obras Completas, vol. XVII. Amorrortu Editores, 1979. Pág. 171. [Segunda parte del comentario]

“…cabe afirmar que la universidad únicamente puede beneficiarse con la asimilación del psicoanálisis en sus planes de estudio. Naturalmente, su enseñanza sólo podrá tener carácter dogmático-crítico, por medio de clases teóricas, pues nunca, o sólo en casos muy especiales, ofrecerá la oportunidad de realizar experimentos o demostraciones prácticas. A los fines de la investigación que debe llevar a cabo el docente de psicoanálisis, bastará con disponer de un consultorio externo que provea el material necesario, en la forma de los enfermos denominados «nerviosos»…”

Comentario:

En vías de continuar el comentario anterior acerca de la enseñanza del psicoanálisis en la universidad, retomemos el camino por la vía del señalamiento hecho por Freud acerca de la relación entre las clases teóricas y la investigación que el psicoanalista llevaría por fuera de la universidad, en su consultorio. Así, se pone en juego la pregunta acerca de la articulación posible entre la práctica del psicoanálisis y el discurso universitario que, cada vez más, exige la enseñanza de técnicas.

Digámoslo sin eufemismos. Las universidades, en el marco del discurso, no solo universitario, sino también del discurso capitalista, corren el riesgo de convertirse en maquinarias de producción en serie (no en serio) de profesionales, de los cuales se espera una “calidad” medible a partir de estándares que pueden identificarse, no en el ejercicio del pensamiento, sino en la repetición irreflexiva de tareas. De ser así, el quehacer del psicoanalista que enseña en la universidad no es solo el de trasmitir algo de su experiencia, sino, sobre todo, de estar a la altura de una ética que devuelva al sujeto, llamémoslo “estudiante”, la posibilidad de interrogar su posición respecto de la repetición, del conocimiento y, en la medida de lo posible, también del saber.

Pero no caigamos demasiado rápido en el optimismo que llevaría a pensar que se trata de una tarea fácil, pues se podría creer entonces que la experiencia necesaria sería la de “atender pacientes” en un consultorio. Considero crucial recordar que la experiencia, por definición, no es otra que la de analizante. Así, la posición ética a la que me refiero, no puede confundirse con la moral, ni tampoco con el cumplimiento del deber, sino que responde a aquella que se hace posible cuando se ha dado el paso hacia la subversión del sujeto y, con ello, a la restitución de un deseo que no se resigna ante los imperativos que ordenan sumisión, abnegación y sacrificio. Es así, pues, que esa posición es problemática y difícil de sostener, ya que es incómoda para quien se hace cargo de ella, e incomoda al discurso que busca homogenizar por vía del estándar. Sin embargo, a mi juicio, es la única que vale la pena si se quiere abrir un camino por el que los "estudiantes" puedan devenir algo más que la encarnación de un ser-vil.


John James Gómez G.

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