Fragmento del texto: “La ética del psicoanálisis”.
(1959-1960). En: Lacan, J. El Seminario, libro 7. Buenos Aires: Paidós
Editores. 1992, pág. 112. [Cuarta parte del comentario]
“La conciencia moral, nos dice [se refiere a Freud], se
muestra mucho más exigente en la medida en que es más refinada –tanto más cruel
en cuanto menos la ofendemos de hecho– tanto más puntillosa en la medida en que
la forzamos, mediante nuestra abstención en los actos a ir a buscarlos en la
intimidad de nuestros impulsos y deseos. Resumiendo, el carácter inextinguible
de esa conciencia moral, su crueldad paradójica, configura en el individuo algo
así como el parásito alimentado con las satisfacciones que se le otorgan.”
Comentario:
De acuerdo con lo señalado en los comentarios anteriores, es
fácil percatarse de cuál podría ser la mayor dificultad en el trabajo analítico: el rechazo del saber inconsciente. Y es que no es
fácil soportar sus consecuencias. En general, parece preferible, de acuerdo con
los cánones de nuestra época, entregarse con los ojos cerrados a la fe en algún
modo de magia o a la sumisión ante algún amo que nos asegure que sabe
claramente qué es lo mejor para nosotros. Ya sea en las TV Compras o en las
terapéuticas para las cuales el saber del sujeto que sufre carece de valor ante
la sapiensa suma, a todas luces
moral, evidenciada en las “buenas intenciones” de quienes quieren ayudar a
otros silenciando lo que no marcha, intentando adaptar al sujeto a una
normalidad imposible de definir, o reduciéndolo a un dato calculable que deja
excluida toda singularidad, la oferta de “garantías de satisfacción”, imposible
de sostener, pulula por doquier.
Pero, ¿qué haría del saber inconsciente algo tan insoportable
como para ser rechazado? Para comenzar, se trata de un saber que incomoda
porque exige plantearse preguntas acerca de eso que es al mismo tiempo lo más propio y lo
más extraño de nuestra existencia; eso que al mismo tiempo nos es tan
familiar y tan siniestro (unheimlich). En general, parece más fácil demandar a
otro una respuesta, preferiblemente “rápida y eficaz”, de amor, cura o salvación,
que ocuparse de interrogar la posición en la que uno se ubica respecto del sufrimiento que lo aqueja. Es difícil descubrir que se está prisionero de una
estupidez, o, sirviéndonos de un juego de palabras, se está prisionero de una
es-tú- pides, es decir, de una demanda que no cesa de convocar al otro a
convertirse en salvador, a fin de demostrarle que uno no puede ser salvado, y/o
en verdugo, intentando hacer valer el goce masoquista por un signo de amor. En
cualquiera de los dos casos se renuncia al saber que puede develar el lugar que ocupamos como agentes en nuestros modos de sufrimiento.
Y no hay que entregarse a la ingenuidad. Visitar el
consultorio de un analista no significa, per
se, que una cosa distinta de las que ya hemos mencionado ocurra. Frecuentemente, quien asiste, lo hace esperando que algo mágico acontezca por el solo hecho de dirigir sus
quejas a esa persona que en ocasiones ha idealizado, dándole el lugar de un
chamán y a su práctica, soporte de los efectos anhelados, el estatuto de una eficacia simbólica. Las
entrevistas preliminares pueden abonar el camino para que alguien que llega con
un sufrimiento abra la puerta al saber inconsciente, pero no hay garantía de
que eso ocurrirá. Resulta inevitable enfrentarse, sin mayores pretensiones, a
cada caso en particular. Que se haya producido una entrada en análisis para un
sujeto, no garantiza que pasará también con los otros. El analista se enfrenta,
así, a una incertidumbre constante. Cada caso es una probabilidad de análisis
pero jamás una certeza. No hay una exigencia mayor, ética, técnica y teórica que esa. Por lo demás, las técnicas estandarizadas, aunque sirvan para poco cuando del sufrimiento singular se trata, mantienen silenciada la angustia de quien quiere salvar a otros del mal que los aqueja a pesar de saber que eso es imposible.
John James Gómez G.
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