miércoles, 22 de marzo de 2017

Fragmento del texto: “La ética del psicoanálisis”. (1959-1960). En: Lacan, J. El Seminario, libro 7. Buenos Aires: Paidós Editores. 1992, pág. 112. [Segunda parte del comentario]

“La conciencia moral, nos dice [se refiere a Freud], se muestra mucho más exigente en la medida en que es más refinada –tanto más cruel en cuanto menos la ofendemos de hecho– tanto más puntillosa en la medida en que la forzamos, mediante nuestra abstención en los actos a ir a buscarlos en la intimidad de nuestros impulsos y deseos. Resumiendo, el carácter inextinguible de esa conciencia moral, su crueldad paradójica, configura en el individuo algo así como el parásito alimentado con las satisfacciones que se le otorgan.”

Comentario:

Indiqué en el comentario anterior las dificultades que conllevan los imperativos: “ama al prójimo como a ti mismo” y “amaos los unos a los otros como yo os he amado”. En ambos casos, el destino es la comedia antigua; cuestión punzante señalada por Lacan en su seminario sobre la ética del psicoanálisis: “Aquel-que-se-castiga-él-mismo”. En tal virtud, es necesario correr el velo que cubre con buenas intenciones el odio de sí. 

Abundan los deseos de ayudar. En muchas ocasiones, la caridad se impone como un mandato que debe seguirse a pies juntillas. Los ideales de bienestar en campos como la salud, la psicología y los programas asistencialistas de intervención social, se sustentan, en no pocas ocasiones, en esas buenas intenciones. No obstante, lo inconsciente que allí se juega, y que pone de manifiesto diversos modos de malestares en la cultura, revela que en nombre del deseo de ayudar se ejerce, al mismo tiempo, el odio de sí. ¿De qué manera? Proyectándolo en el prójimo. Se busca eliminar en él aquello que no soportamos de nuestra propia falta en ser; lo que nos hace, a cada uno, no-todos. Entonces, se trata de colonizar al prójimo, adaptarlo, silenciando su singularidad para que parezca "normal". Hay un empuje a la aniquilación de la diferencia, hasta el punto, como señalaba Freud, de confundir extranjero con enemigo. Sin duda, son cuestiones espinosas, en parte ya tratadas por Spinoza, quien intentó una ética geométrica, a fin de des-moralizar la ética, ésa que buena parte de las bellas almas confunden con la moral.

Reitero, pues, que silenciar la singularidad es un intento de eliminar la diferencia. Es algo que parece obvio. No obstante, en una sociedad que consideramos moderna, el rechazo a la diferencia surge por doquier. Los manuales de psicopatología son usados a fin de hacer encajar a todos en una normalidad que no tiene otro soporte que la moral característica de cada época. Los defensores de las “buenas costumbres” rechazan con vehemencia el derecho de las “minorías” a tener derechos. La homosexualidad, por su parte, fue considerada un trastorno hasta 1986; estuvo contemplada en la primera, la segunda y la tercera versión del DSM, y fueron excluidos de allí no por un descubrimiento científico –el DSM poco tiene que ver con la ciencia–, sino porque los homosexuales triunfaron jurídicamente sobre la moral sexual cultural que reinaba en aquellos días. Los transexuales, hasta la fecha, son acreedores de un lugar en el DSM, por lo cual siguen siendo juzgados como “anormales”. Las mujeres todavía son consideradas el “sexo débil” por buena parte de los hombres y las mujeres de "buenos principios". Las familias “verdaderas”, según los más “sabios”, deben estar constituidas por un papá, una mamá y sus hijos, dando cuenta así de su incomprensión de la diferencia entre el registro imaginario de las figuras y los roles paternos, y las funciones simbólicas de la ley, el deseo y el falo. Así pues, nada tan perturbador como el deseo y el goce que nos habitan, uno por uno, y que no ceden a las "buenas intenciones" que quieren ayudarnos, adaptándonos. Se castiga entonces a sí mismo en el prójimo, procurando eliminar la diferencia, como intento de acabar con los “males del mundo”.  


John James Gómez G.

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