miércoles, 29 de marzo de 2017


Fragmento del texto: “La ética del psicoanálisis”. (1959-1960). En: Lacan, J. El Seminario, libro 7. Buenos Aires: Paidós Editores. 1992, pág. 112. [Tercera parte del comentario]

“La conciencia moral, nos dice [se refiere a Freud], se muestra mucho más exigente en la medida en que es más refinada –tanto más cruel en cuanto menos la ofendemos de hecho– tanto más puntillosa en la medida en que la forzamos, mediante nuestra abstención en los actos a ir a buscarlos en la intimidad de nuestros impulsos y deseos. Resumiendo, el carácter inextinguible de esa conciencia moral, su crueldad paradójica, configura en el individuo algo así como el parásito alimentado con las satisfacciones que se le otorgan.”

Comentario:

Tras las buenas intenciones y la búsqueda de acabar con los “males del mundo”, se expresa el odio de sí. Así finalizaba el comentario anterior. Y en nombre de semejantes aspiraciones, advienen todo tipo de esperanzas y promesas. Desde “Un mundo feliz”, hasta “El shock del futuro”, se nos revela la desilusión por todas ellas. Sin embargo, la esperanza y las promesas no cesan de surgir y nosotros de ilusionarnos.

En nuestra época, ese horizonte ha venido a manifestarse en la búsqueda de la “eficacia”. "Si es eficaz es bueno", parece uno de los máximos mantras de nuestros días. Entonces, la tecnología y el apremio del tiempo, que ya no se soporta si no está delimitado por la inmediatez, aparecen como respuestas cuando ya nadie quiere plantearse las preguntas que podrían abrir la puerta a algún saber sobre su propio malestar. Así fuimos del peligro del furor de curar, advertido por Freud, al afán de comprender, advertido por Lacan, hasta el afán de hacer, del que nadie parece querer estar advertido. Hacer sin preguntar se propone como la mejor vía para ser bueno y querido, amándose los unos a los otros, atenidos a al carácter inextinguible de esa conciencia moral y a su crueldad paradójica.

La idea generalizada de eficacia, en nuestro tiempo, se basa en una creencia soterrada en la magia. Las personas usan los aparatos tecnológicos, desde la cafetera hasta el smartphone, sin tener, en la mayoría de los casos, la menor idea de cómo es posible que ellos operen. Asimismo ocurre con la cuestión del sujeto. Se busca que haya psicoterapias, por ejemplo, que "resuelvan" sus vidas sin que tengan que ocuparse de entender absolutamente nada. Tal vez por eso es harto común que se oferten y demanden con tanto esmero, como objetos de mercado, terapéuticas que proporcionan la ilusión de que pueden darse cambios sobre el propio sufrimiento sin tener que entender cómo opera algo de eso.

John James Gómez G. 

miércoles, 22 de marzo de 2017

Fragmento del texto: “La ética del psicoanálisis”. (1959-1960). En: Lacan, J. El Seminario, libro 7. Buenos Aires: Paidós Editores. 1992, pág. 112. [Segunda parte del comentario]

“La conciencia moral, nos dice [se refiere a Freud], se muestra mucho más exigente en la medida en que es más refinada –tanto más cruel en cuanto menos la ofendemos de hecho– tanto más puntillosa en la medida en que la forzamos, mediante nuestra abstención en los actos a ir a buscarlos en la intimidad de nuestros impulsos y deseos. Resumiendo, el carácter inextinguible de esa conciencia moral, su crueldad paradójica, configura en el individuo algo así como el parásito alimentado con las satisfacciones que se le otorgan.”

Comentario:

Indiqué en el comentario anterior las dificultades que conllevan los imperativos: “ama al prójimo como a ti mismo” y “amaos los unos a los otros como yo os he amado”. En ambos casos, el destino es la comedia antigua; cuestión punzante señalada por Lacan en su seminario sobre la ética del psicoanálisis: “Aquel-que-se-castiga-él-mismo”. En tal virtud, es necesario correr el velo que cubre con buenas intenciones el odio de sí. 

Abundan los deseos de ayudar. En muchas ocasiones, la caridad se impone como un mandato que debe seguirse a pies juntillas. Los ideales de bienestar en campos como la salud, la psicología y los programas asistencialistas de intervención social, se sustentan, en no pocas ocasiones, en esas buenas intenciones. No obstante, lo inconsciente que allí se juega, y que pone de manifiesto diversos modos de malestares en la cultura, revela que en nombre del deseo de ayudar se ejerce, al mismo tiempo, el odio de sí. ¿De qué manera? Proyectándolo en el prójimo. Se busca eliminar en él aquello que no soportamos de nuestra propia falta en ser; lo que nos hace, a cada uno, no-todos. Entonces, se trata de colonizar al prójimo, adaptarlo, silenciando su singularidad para que parezca "normal". Hay un empuje a la aniquilación de la diferencia, hasta el punto, como señalaba Freud, de confundir extranjero con enemigo. Sin duda, son cuestiones espinosas, en parte ya tratadas por Spinoza, quien intentó una ética geométrica, a fin de des-moralizar la ética, ésa que buena parte de las bellas almas confunden con la moral.

Reitero, pues, que silenciar la singularidad es un intento de eliminar la diferencia. Es algo que parece obvio. No obstante, en una sociedad que consideramos moderna, el rechazo a la diferencia surge por doquier. Los manuales de psicopatología son usados a fin de hacer encajar a todos en una normalidad que no tiene otro soporte que la moral característica de cada época. Los defensores de las “buenas costumbres” rechazan con vehemencia el derecho de las “minorías” a tener derechos. La homosexualidad, por su parte, fue considerada un trastorno hasta 1986; estuvo contemplada en la primera, la segunda y la tercera versión del DSM, y fueron excluidos de allí no por un descubrimiento científico –el DSM poco tiene que ver con la ciencia–, sino porque los homosexuales triunfaron jurídicamente sobre la moral sexual cultural que reinaba en aquellos días. Los transexuales, hasta la fecha, son acreedores de un lugar en el DSM, por lo cual siguen siendo juzgados como “anormales”. Las mujeres todavía son consideradas el “sexo débil” por buena parte de los hombres y las mujeres de "buenos principios". Las familias “verdaderas”, según los más “sabios”, deben estar constituidas por un papá, una mamá y sus hijos, dando cuenta así de su incomprensión de la diferencia entre el registro imaginario de las figuras y los roles paternos, y las funciones simbólicas de la ley, el deseo y el falo. Así pues, nada tan perturbador como el deseo y el goce que nos habitan, uno por uno, y que no ceden a las "buenas intenciones" que quieren ayudarnos, adaptándonos. Se castiga entonces a sí mismo en el prójimo, procurando eliminar la diferencia, como intento de acabar con los “males del mundo”.  


John James Gómez G.

miércoles, 15 de marzo de 2017

Fragmento del texto: “La ética del psicoanálisis”. (1959-1960). En: Lacan, J. El Seminario, libro 7. Buenos Aires: Paidós Editores. 1992, pág. 112. [Primera parte del comentario]

“La conciencia moral, nos dice [se refiere a Freud], se muestra mucho más exigente en la medida en que es más refinada –tanto más cruel en cuanto menos la ofendemos de hecho– tanto más puntillosa en la medida en que la forzamos, mediante nuestra abstención en los actos a ir a buscarlos en la intimidad de nuestros impulsos y deseos. Resumiendo, el carácter inextinguible de esa conciencia moral, su crueldad paradójica, configura en el individuo algo así como el parásito alimentado con las satisfacciones que se le otorgan.”

Comentario:

“Ama al prójimo como a ti mismo” [1], es uno de los mandatos morales más indicados durante los últimos 20 siglos. Se conoce una variante: “Ama a tu prójimo como yo os he amado”. Ambas se atribuyen a Jesucristo y a su nueva enseñanza, es decir, al paso de la ley del talión del judaísmo, hacia una nueva fe en la que el Dios del Antiguo Testamento y el del Nuevo Testamento se separan en dos diferentes. El primero, vengativo. El segundo, todo amor y perdón. La moral romana antigua afincó su lugar en Occidente a través de esa nueva fe. Hizo del cristianismo un modo de expandir el Imperio, sirviéndose del descubrimiento de que la espada blandida en nombre de la fe en un Dios de amor, era más efectiva que la espada que se blandía por amor al Imperio. Pero, ¿qué lugar pueden tener mandatos como estos si se desconoce aquello que es fácil de constatar por vía de la práctica psicoanalítica, a saber, que estamos habitados por un estructurante “odio de sí”?

La idea de una moral sexual natural que, para ser más precisos, pone en escena una moral sexual cultural, sirve de estandarte a quienes asumen posiciones morales, radicales, según las cuales puede saberse con claridad cómo deben ser las cosas. Desde la deuda con Dios hasta las deudas bancarias, el “deber” suele poner en aprietos al sujeto. Se parte del supuesto según el cual el ser humano es bueno por naturaleza, como si la “naturaleza” supiera algo sobre el bien y el mal. Sin embargo, este supuesto se muestra fallido por definición. Atribuir juicios de índole moral al mundo natural, no humano, es otra muestra de la ingenuidad recurrente, manifiesta en nuestros deseos animistas. Solemos imponer nuestra inmunda humanidad al mundo natural. De ese modo, se busca hacer pasar imperativos de orden estrictamente lenguajero por leyes de la naturaleza que, en el caso del cristianismo, es decir, del modo de subsistencia de la moral romana antigua hasta nuestros días, serían equivalentes a las leyes de Dios. Entonces, las leyes morales de los hombres se le imponen por esa vía, no solo a la naturaleza, sino también a un ser al que se le considera omnipotente y omnisciente, lo cual no deja de ser contradictorio. Se busca que las cosas sean como deben ser, “así en la tierra como en el cielo”.

En definitiva, queremos inventar una naturaleza y un Dios a nuestra imagen y semejanza. Por tanto, si nos amamos unos a otros como a nosotros mismos, o como Jesucristo nos amó, estamos destinados a darnos, unos a otros, el odio de sí. Y si bien podría aparecer el argumento de que Jesús dio(s) su vida por amor, no hay que olvidar que para ello fue necesario que se hiciese odiar por sus hermanos para cumplir las escrituras y ser asesinado por ellos, en nombre de un Dios liminal, es decir, que ya no era el del Antiguo Testamento, pero tampoco era con propiedad el que sería en el Nuevo Testamento. Sea como fuere, si él fue agente en los acontecimientos, como permiten constatarlo las escrituras, da cuenta con ello del odio de sí, “lo que se desprende de la comedia antigua que lleva el título de Aquel-que-se-castiga-él-mismo.” [2] (Lacan, 1992, pág. 112).






[1] Agrego esta precisión indicada por Eduardo Serrano: "Ama al prójimo como a ti mismo" proviene del Antiguo Testamento: Levítico 19:18: ``No te vengarás, ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo, sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo; yo soy el SEÑOR". La parábola del buen samaritano está en Lucas 10:25-37. El sentido de 'prójimo' que se deriva de esta parábola es sorprendente.
[2] Cursivas en el original.

¡Qué poca humanidad hay a veces en ese “gran espíritu científico”!

 “Se abre paso la vida con la misma terquedad con la que una plantita minúscula es capaz de rajar el suelo de hormigón para sacar la cabeza....