Fragmento y comentario del texto: Breve discurso en la O.R.F.T. En: Lacan, J. (1966). Intervenciones y textos 2. Buenos Aires: Manantial. 1988, p. 37 [Sexta parte del comentario]
“Que no sean palabras a la deriva, es decir, que su deriva solo está sujeta a una ley de las palabras –a una lógica radical que intento establecer– es algo que lleva a una revisión total de todo cuanto ha podido pensarse hasta ahora del pensamiento.”
Comentario:
Como lo indiqué en el comentario anterior sirviéndome de algunos puntos de vista que llamé “antropológicos”, la sexualidad y la muerte, el origen y el fin, suponen, para la cultura y sus malestares, pero también para el mito individual del neurótico, la invención de un padre y un más allá del principio del placer. Esto no sería posible sin el lenguaje. Es por el significante que se hace existir aquello que no tiene ningún sustento natural; por ejemplo, un sujeto.
Es cierto que podemos afirmar la existencia de organismos que tienen un ciclo vital, como suele llamarse a un conjunto de etapas que estarían predeterminadas para las especies: nacer, crecer, reproducirse y morir. Claro está, la mayoría de las especies no tienen noticia de ese ciclo, pero, sobre todo, no tienen enigmas sobre su lugar en relación con el tiempo en el que su existencia transcurre. Prestemos atención. No me ocupo aquí de la noción de “lugar” en el sentido de un espacio intuitivo, perceptual, si se quiere, en el que nos movemos como organismos. Hablo de un lugar en relación con el cual la intuición no tiene mayor valor y al que el señor Albert Einstein llamó espacio-tiempo. Un lugar en relación con el tiempo conlleva un enigma que se resuelve exclusivamente con la demostración de una imposibilidad: la de producir un saber que constituya un todo.
Esa imposibilidad lógica, punto de real en tanto inaprehensible por lo simbólico, cumple la función de una marca, un vacío, en sentido estoico, es decir, el de un cuerpo que se ha desvanecido hasta el punto de hacer irrepresentable cualquiera de sus propiedades. Lacan le dio el nombre de objeto a, pero, seamos justos, fue en el estoicismo antiguo donde él halló eso que declaró su invención; así como halló en el lektón, articulado al symbama, también estoicos, el justo lugar para el sujeto del inconsciente.
Esa imposibilidad hace que la ley que cumple su función para ese ser que habla y usa letras (parlêttre), extraño de sí mismo, sea una sola, a saber, la ley del deseo. A pesar de los esfuerzos del neurótico por desconocerla, esa ley es constituyente del enigma que le interpela a propósito de su lugar en un mundo hecho de palabras. En ese mundo, más allá del principio del placer, apela al anhelo de un padre omnisapiente que le revele cómo hacer con su deseo, que es la tragedia en el sentido griego antiguo, y su goce que es la comedia en el sentido romano antiguo, mientras soporta el signo del drama del Edipo, al que llamamos castración.