miércoles, 22 de febrero de 2017

Fragmento del texto: “Algunas lecciones elementales sobre psicoanálisis.” (1940). En: Freud. S. Obras Completas, Vol. XXII. Buenos Aires: Amorrortu Editores. 1984, págs. 284-285. [Segunda parte del comentario]

“No cualquiera osa formular juicios sobre cosas físicas, pero todos —el filósofo tanto como el hombre de la calle— tienen su opinión sobre cuestiones psicológicas y se comportan como si fueran al menos unos psicólogos aficionados.”

Comentario:
  
Se sabe que Bourdieu llamaba "sociología espontánea" a la manera en que cada uno de nosotros habla intentando explicar los fenómenos sociales como si supiéramos de qué se tratan, por el simple hecho de suponer que, dado que vivimos en una sociedad, seríamos portadores de un conocimiento sensato al respecto. Con la vida psíquica pasa algo similar. "Tener" “psykhé”, parece razón suficiente para sentirnos autorizados a hablar de la vida psíquica con entera propiedad. Este es uno  de los problemas de dar a la doxa el estatuto de un razonamiento lógico cuando, a lo sumo, no es más que una impostura. En ese sentido, hay un desprecio notable por el conocimiento propio de las ciencias sociales y humanas. La mayoría se sienten autorizados a afirmar conclusiones tajantes, que consideran evidentes, sin tomarse el menor trabajo de proveer para sí el mínimo conocimiento necesario, mucho menos de someter sus ideas a un razonamiento lógico y/o matemático. Con las ciencias naturales en general, y la física en particular, las cosas son diferentes. Es fácil constatar el reducido número de personas que se arriesgarían a hablar del comportamiento de las partículas subatómicas, amparados simplemente en el hecho de que todos estamos hechos de materia.

Las imposturas son difíciles de sostener en campos que exigen demostración, por ejemplo, en las matemáticas, la física, la interpretación de una partitura ejecutando un instrumento musical, el ballet y los deportes de alto rendimiento, entre algunos otros. Uno puede afirmar que es un gran atleta, pero llegado el caso, si hay que demostrarlo, habrá que ver si media cuadra no resulta suficiente para tirar por el piso nuestras ambiciosas ilusiones. Alguien que tenga una partitura frente a sus ojos y desconozca el lenguaje musical, se sentirá tan desorientado, y porqué no, tan impotente, como si tuviese una serie de formulas que resolver y ni el menor rastro de formación matemática. Así las cosas, es comprensible que nos veamos enfrentados diariamente a una erudición falaz en campos que, aparentemente, no requieren de una formación ni de una práctica disciplinadas. Pero, como sabemos, las apariencias engañan.

Por cierto, estaríamos mucho más tranquilos si estos modos de “conocimiento espontáneo” fueran un asunto exclusivamente de los legos. Sin embargo, al interior de las ciencias sociales y humanas, y también en las disciplinas encargadas del estudio de lo psíquico, encontramos personas que, habiendo cursado una carrera profesional, no logran hacer ruptura epistemológica y, por tanto, a pesar de lo que podría esperarse de una formación universitaria, siguen atados a la doxa y a sus prejuicios morales, a los cuales quieren hacer valer como modos de razonamiento lógico, avalados en el hecho de que, en alguna pared, cuelga un título que los “certifica” como expertos. Ni qué decir de la pregunta acerca de si se han hecho cargo primero de reconocer su docta ignorancia, viéndose exhortados a sustentar sus posiciones en la incompletud de todo saber. ¿Cómo podría el discurso universitario garantizar, a través de un trozo de papel, la formación de un “profesional”, cuando su formación propiamente dicha depende de la posición del sujeto y no de un número n de créditos académicos?

John James Gómez G.
  

miércoles, 15 de febrero de 2017

Fragmento del texto: “Algunas lecciones elementales sobre psicoanálisis.” (1940). En: Freud. S. Obras Completas, Vol. XXII. Buenos Aires: Amorrortu Editores. 1984, págs. 284-285. [Primera parte del comentario]

“No cualquiera osa formular juicios sobre cosas físicas, pero todos —el filósofo tanto como el hombre de la calle— tienen su opinión sobre cuestiones psicológicas y se comportan como si fueran al menos unos psicólogos aficionados.”

Comentario:

¡Cuán lejanos están nuestros sentidos de permitirnos tener una idea, medianamente clara, de lo que llamamos “realidad”! Sin embargo, confiamos en ellos. Si preguntásemos a alguien: “¿Puede usted señalar el lugar en el cual se encuentra el Sol en este momento?”, es muy probable que esa persona eleve su vista hacia el cielo y, levantando un dedo índice, apunte hacia el lugar exacto desde el cual ve provenir esa luz intensa que emerge de una figura incandescente con forma redondeada. Podríamos estar de acuerdo con ella, pues, sin duda, veríamos también al sol en ese mismo lugar. La coincidencia de nuestras impresiones podría dejarnos satisfechos; no podríamos estar más felices y más seguros de la veracidad de la respuesta. Ya es bastante difícil estar de acuerdo como para no sentirnos regocijados con el acuerdo incuestionable de nuestras percepciones. “Ver para creer”. Sin embargo, a pesar del regocijo que pudiésemos sentir, la cuestión es que ambos estaríamos equivocados.

Como afirma el físico Brian Greene: “Es difícil imaginar una experiencia más reveladora que aprender, como hemos hecho durante el último siglo, que la realidad que experimentamos es tan sólo un pálido reflejo de lo que la realidad es."[1] Para brindar una idea más precisa, aunque en extremo sencilla, de lo que trato de expresar, retomemos el ejemplo acerca de la posición del Sol; ¿por qué estaríamos equivocados, tanto el interrogado como el interrogador, respecto de la respuesta, a pesar de que nuestra experiencia sensible coincida? Y bien, ocurre que allí donde el índice se alza para señalar el lugar exacto en donde vemos al sol, en realidad, es el lugar en donde estuvo hace ocho minutos y diecinueve segundos. Ese es el tiempo que le toma a la luz recorrer los 150 millones de kilómetros que separan al Sol de nuestro planeta Tierra. Entonces, al alzar la vista hacia el firmamento, vemos el pasado. Incluso la luz tiene  un límite de velocidad para moverse en el espacio; se trata de una velocidad constante de 299.792.458 m/s. Nada puede moverse en nuestro universo más rápido que los fotones, las partículas de luz, y las consecuencias de ello son fascinantes en múltiples niveles y sentidos.

La cuestión es, entonces, que no importa qué tan de acuerdo estemos y qué tan veraz parezca nuestra percepción, lo que vemos no es lo que está ahí; vemos siempre un fantasma de eso que llamamos realidad, un pasado que no podemos aprehender sino retroactivamente y que hace que nuestro presente, y que la verdad que creemos experimentar en él, tenga siempre una estructura de ficción. ¿Cómo corregir esa experiencia? Es ahí donde la lógica, la matemática y la topología, vienen a prestarnos su ayuda. Corregimos la experiencia sirviéndonos del lenguaje en su expresión simbólica pero, aún así, la corrección que hagamos siempre estará sometida a una imposiblidad, en la medida en que nos aproximamos a la verdad y a la realidad, solo de manera asintótica o por vías torcidas. Somos nosotros quienes construimos la vara con la que medimos y corregimos la experiencia, así que esa vara está limitada por los alcances de nuestra imaginación. Tal vez por ello, Einstein no dudaba en afirmar que la imaginación es más importante que el conocimiento.

Ustedes dirán que estoy hablando de física y tendrán algo de razón. Sin embargo, son estos los mismos problemas que ocupan al psicoanálisis desde la época de Freud y con los cuales Lacan se enfrentó, armado con las ciencias de su época. Por eso, mientras Freud creía en la diferencia entre realidad efectiva y realidad psíquica, Lacan no tardó en descubrir que no existe tal diferencia y que la realidad es siempre un asunto de lectura, con lo cual se intenta corregir una experiencia que, en algún punto, siempre escapa de nosotros. Esa experiencia es la del encuentro continuo con algo que es imposible de escribir completamente y a la que, para diferenciarla de la ficción a la que llamamos “realidad”, Lacan denominó  “lo real”. Si comprendemos algo de esto, el estudio de lo psíquico se nos presenta como una disciplina tan compleja como solo la física puede serlo y, por tanto, observar conductas para sacar conclusiones será tan problemático como mirar al Sol para juzgar dónde se encuentra. 

John James Gómez G.   



[1] Brian Greene. El tejido del cosmos. Espacio, tiempo y la textura de la realidad. Barcelona: Editorial Drakontos de Bolsillo. 2006, pág. 29

lunes, 6 de febrero de 2017

Fragmento del texto: Carta de disolución, del 5 de enero de 1980. Lacan, J. (1980). En: Seminario 27. Versión crítica. Establecimiento del texto, traducción y notas: Ricardo E. Rodríguez Ponte. Escuela Freudiana de Buenos Aires. http://www.e-diciones-elp.net/images/secciones/seminario/LACAN-DISOLUCION-VC-RRP.pdf
[Segunda parte del comentario]

“Demostrando en acto que no es por su empeño que mi Escuela sería Institución, efecto de grupo consolidado, a expensas del efecto de discurso esperado de la experiencia, cuando ella es freudiana. Se sabe lo que ha costado, que Freud haya permitido que el grupo psicoanalítico prevalezca sobre el discurso, se vuelva Iglesia.”

Comentario:

Lacan afirmaba que el precio a pagar por el hecho de que Freud haya permitido que el grupo psicoanalítico prevalezca sobre el discurso, es que la institución deviene iglesia. Es una afirmación que podría suponerse superada por el lacanismo y atribuible única y exclusivamente a la institución psicoanalítica fundada por Freud. Sin embargo, una suposición tal, sería el testimonio de una ceguera, derivada de la idolatría, bastante común, que se mueve en torno al nombre de Lacan. Es cierto que él se ocupó de interrogar, al punto de la subversión, las lógicas dominantes en las instituciones psicoanalíticas de aquellos días. Sabía de los riesgos que acarrea formar grupos, por pequeños y transitorios que sean. Los efectos imaginarios, la identificación al líder (padre de la horda) y la especularidad entre pares (los hermanos del clan), habían sido suficientemente indicados por Freud, tanto en Tótem y Tabú como en Psicología de las Masas, y varios otros textos, como para ser pasados por alto.

El grupo tiende a la agresividad y, muerto el padre, a la religión, que tiene su cara más familiar, como institución, en lo que la iglesia intenta representar bajo la rúbrica de un pecado original: la falta que por retroacción hace de la agresión el motivo de una culpabilidad a la que llamamos pacto social. La sumisión, la abnegación y el sacrificio en nombre del padre muerto y la lucha soterrada por su amor y su castigo como añoranza de un perdón que no llega, arremeten con fuerza en cada una de las acciones que comprometen a los integrantes de un grupo. Amor y odio, son, a fin de cuentas, dos caras de una misma moneda.

En la medida en que el grupo prevalece sobre el discurso psicoanalítico, –discurso que ya es bastante difícil de sostener, incluso en la práctica que implica la transferencia del analizante hacia el saber que supone en la función del analista­–, la identificación pareciera ser la manera más común de sostener el sentimiento de unidad, de pertenencia. Y no basta omitir el uso de la palabra grupo para liberarse de ello. Evitar una denominación no cambia el hecho de que las escuelas de psicoanálisis pueden llegar, más fácilmente de lo que podría pensarse, a constituirse como iglesias. De hecho, el intento de desalojo de la palabra grupo es una forma de represión, con la cual el yo trata de desconocer el lugar que ocupa en aquello que le acontece en su odioamoración y sumisión merced de la ligadura entre culpabilidad y erotismo. Es lo que Freud puso en escena con sus descubrimientos en torno a las neuropsicosis de defensa. El síntoma adviene como manifestación de aquello que fue desalojado pues resultaba perturbador, pero que resulta imposible de eliminar. Retorna con más fuerza desde lo inconsciente, interrogando las imposturas de saber y de poder con las que el yo trata de presentarse ante los otros y ante sí mismo. Es la paradoja a la que nos enfrentamos constantemente. Y es tan engañoso creer que es posible alcanzar el ideal de una institución que no se vea afectada por los fenómenos imaginarios del grupo, como pensar que evitar la palabra grupo nos exime de sus efectos. ¿Cómo podría hacerse prevaler el discurso sobre el grupo? Esta es una pregunta que, en sí misma, nos plantea que solo hay una prevalencia de lo uno sobre lo otro, pero no una exclusión de lo uno por lo otro.


John James Gómez G.

¡Qué poca humanidad hay a veces en ese “gran espíritu científico”!

 “Se abre paso la vida con la misma terquedad con la que una plantita minúscula es capaz de rajar el suelo de hormigón para sacar la cabeza....