jueves, 11 de agosto de 2016

Fragmento del texto: La ética del psicoanálisis. Lacan, J. (1959-1960). En: El seminario, libro 7. Editorial Paidós. Buenos Aires, 2011, pág. 134. [Tercera parte del comentario]

“Precisamente allí el análisis, en última instancia, ilumina en el fondo del hombre lo que podemos denominar el odio de sí. Esto es lo que se desprende de la comedia antigua que lleva el título de Aquel-que-se-castiga-él-mismo.”

Comentario:

Freud indicó el modo en que el Yo tiende a reprimir, como también a proyectar afuera, todo aquello que le resulta perturbador y displacentero. Luego, Lacan, puso sobre el tapete la condición paranoica como constituyente del Yo, la cual hace de la autorreferencia y del rechazo a la diferencia manifestaciones constantes ante todo aquello que pone en riesgo esa ilusión de unidad que intenta sostener a toda costa. No ha de extrañarnos que el odio de sí se silencie a través del odio a la diferencia, pues ella nos pone frente a lo inquietante de la otredad que es, al mismo tiempo, algo propio; al fin y al cabo el Yo ignora que eso otro que rechaza e intenta eliminar también lo implica.

Esa posición del Yo responde a la lógica que le es propia: tiende a rechazar la paradoja como estructura y se pone a la tarea de interpretarla, aristotélicamente, bajo el principio de no contradicción. Las premisas mayores, formuladas a partir del cuantificador universal x (para todo x), que expresa premisas generales, totalitarias, y que regularmente se constituyen como proton pseudos (premisas falsas), son su más frecuente arma justificativa, a la vez que la mayor prueba de su pasión por la ignorancia.

Así, algunos, fascinados con ciertos ideales, prefieren sostener  discursos totalitarios y homogenizantes en nombre de un supuesto bien común. Hay que decirlo, Hitler estaba convencido de que sus actos apuntaban a un bien común, como también lo estaba la Santa Inquisición, o los que rechazan la diversidad sexual o la identidad de género. El bien común, como idea totalitaria, no tarda en caer en el horror y la estupidez; a la última Einstein la consideraba infinita, tanto como el universo, aunque afirmó que estaba menos seguro de la infinitud del universo que de la estupidez humana.

John James Gómez G. 

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