miércoles, 24 de agosto de 2016

A propósito de la apertura del X Congreso Argentino de Salud Mental.

Fragmento del texto: Conferencias de Introducción al Psicoanálisis. (1915-1916). En: Obras Completas, vol. XV. Buenos Aires, Amorrortu Editores. 1986, pág. 18. [Primera parte del comentario]  

"He ahí la laguna que el psicoanálisis se empeña en llenar. Quiere dar a la psiquiatría esa base psicológica que se echa de menos, y espera descubrir el terreno común desde el cual se vuelva inteligible el encuentro de la perturbación corporal con la perturbación anímica."

Comentario:

Hoy inició el X Congreso Argentino de Salud Mental. En él, entre otras, dos cuestiones han llamado particularmente mi atención. La primera, la riqueza con la que el psicoanálisis permea la salud mental en este país, en mayor medida de la que podemos encontrar en cualquier otro lugar de Latinoamérica, y muy a pesar de la tendencia a la medicalización de la vida y de la cultura –como la llama Néstor Braunstein– que reina en la actualidad. La segunda, que aquello que Freud enunciaba en 1915 respecto de la base psicológica que se echaba de menos en la psiquiatría sigue vigente, al menos,  en las tendencias más ligadas a las neurociencias.

La idea de un organismo viviente como suma de operaciones biológicas de tipo anatomofuncionales, prima hoy, incluso, tal vez, con mayor fuerza que en el tiempo de los albores del psicoanálisis. Sabemos que las escuelas francesa y alemana de psiquiatría consiguieron articular, durante la primera mitad del siglo XX, una rica semiología que no se reducía a la clasificación de los fenómenos en trastornos, ni a la medicación como modalidad reina de tratamiento. No obstante, la creencia acérrima en la eficacia de los psicofármacos, llegó para obnubilar el juicio clínico con una fascinación que, en no pocas ocasiones, petrifica al psiquiatra y lo deja en un límite que no es propio de la clínica sino de su impotencia para saber hacer con lo imposible.

Así, una de las riquezas del espacio propiciado por el Congreso, es que no se elude la crítica, ni las preguntas que esa impotencia revela. Señalar de entrada, –tal como lo hizo el primer ponente de la mesa plenaria de la mañana, médico-psiquiatra– que la investigación de psicofármacos no ha logrado ningún avance en varias décadas, pues no se logran nuevos efectos o acciones sobre los procesos neuroquímicos del cerebro es, cuando menos, un acto de honestidad intelectual invaluable. Esto no debe hacernos pensar que los psicofármacos son inútiles o innecesarios, sino advertirnos de que silenciar un síntoma o estabilizar transitoriamente una estructura no es equivalente a una cura, y que un tratamiento requiere el despliegue de una palabra que ponga en juego los avatares de la subjetividad, la fantasía, el delirio, la alucinación o cualquier otro fenómeno clínico. En definitiva, hacer clínica no es saber usar un manual para clasificar, ni saber recetar para acallar el sufrimiento; más bien, se trata de reconocer el modo en que pueden franquearse, a través de la palabra, con una posición ética y un deseo irrefrenables, los límites de lo imposible de soportar haciéndolo entrar en un discurso que restituya el lazo.

John James Gómez G.



jueves, 11 de agosto de 2016

Fragmento del texto: La ética del psicoanálisis. Lacan, J. (1959-1960). En: El seminario, libro 7. Editorial Paidós. Buenos Aires, 2011, pág. 134. [Tercera parte del comentario]

“Precisamente allí el análisis, en última instancia, ilumina en el fondo del hombre lo que podemos denominar el odio de sí. Esto es lo que se desprende de la comedia antigua que lleva el título de Aquel-que-se-castiga-él-mismo.”

Comentario:

Freud indicó el modo en que el Yo tiende a reprimir, como también a proyectar afuera, todo aquello que le resulta perturbador y displacentero. Luego, Lacan, puso sobre el tapete la condición paranoica como constituyente del Yo, la cual hace de la autorreferencia y del rechazo a la diferencia manifestaciones constantes ante todo aquello que pone en riesgo esa ilusión de unidad que intenta sostener a toda costa. No ha de extrañarnos que el odio de sí se silencie a través del odio a la diferencia, pues ella nos pone frente a lo inquietante de la otredad que es, al mismo tiempo, algo propio; al fin y al cabo el Yo ignora que eso otro que rechaza e intenta eliminar también lo implica.

Esa posición del Yo responde a la lógica que le es propia: tiende a rechazar la paradoja como estructura y se pone a la tarea de interpretarla, aristotélicamente, bajo el principio de no contradicción. Las premisas mayores, formuladas a partir del cuantificador universal x (para todo x), que expresa premisas generales, totalitarias, y que regularmente se constituyen como proton pseudos (premisas falsas), son su más frecuente arma justificativa, a la vez que la mayor prueba de su pasión por la ignorancia.

Así, algunos, fascinados con ciertos ideales, prefieren sostener  discursos totalitarios y homogenizantes en nombre de un supuesto bien común. Hay que decirlo, Hitler estaba convencido de que sus actos apuntaban a un bien común, como también lo estaba la Santa Inquisición, o los que rechazan la diversidad sexual o la identidad de género. El bien común, como idea totalitaria, no tarda en caer en el horror y la estupidez; a la última Einstein la consideraba infinita, tanto como el universo, aunque afirmó que estaba menos seguro de la infinitud del universo que de la estupidez humana.

John James Gómez G. 

viernes, 5 de agosto de 2016

Fragmento del texto: La ética del psicoanálisis. Lacan, J. (1959-1960). En: El seminario, libro 7. Editorial Paidós. Buenos Aires, 2011, pág. 134. [Segunda parte del comentario]

“Precisamente allí el análisis, en última instancia, ilumina en el fondo del hombre lo que podemos denominar el odio de sí. Esto es lo que se desprende de la comedia antigua que lleva el título de Aquel-que-se-castiga-él-mismo.”


Comentario:

La idea de amarse a sí mismo es sumamente problemática. Lo que suele constatarse es que no hay amor de sí que no traiga aparejado el odio de sí. Y en la medida en que amor y odio son dos caras de la misma moneda, tienden a ser directamente proporcionales. El romanticismo trata de silenciar este problema, tanto como la cortesía silencia a la virtud y la honestidad, pues por ganar el aprecio de aquel que ostenta un poder, el cortes-ano prefiere parecer servil ofreciendo su ser y su voluntad a cambio de favorabilidad y en pro de hacerse bienquisto; tal como lo recuerda Norbert Elias en su investigación sobre El proceso de la civilización. Hacerse amar no es amarse a sí mismo, y el odio de sí es una manera bastante frecuente de expresar amor.

De allí el lugar ridículo en el que cae fácilmente la noción de autoestima, al menos como ella es usada en la doxa y en la jerga psicológica. Se habla de tener baja la autoestima y se afirma que debe elevársela. La cuestión es que si tomamos el problema de la culpabilidad, tal como el superyó permite comprenderla, reconocemos la paradoja que aquello implica. La ferocidad del superyó es inapelable. Ataca al yo que, constituyentemente paranoico y, como tal, embebido en su propia investidura narcisista, padece los azotes del padre imaginario expresado en el superyó, a la vez que se toma a sí mismo por un objeto que debe ser amado en calidad de imagen ideal por el Otro.

Así las cosas, el yo se hace obsecuente en su anhelo de ser amado por el Otro, de igual modo que ama su propia imagen idealizada, por lo que se arroja a la culpabilidad que lo hace merecedor del odio de sí y de un castigo por parte del mismo Otro al que le demanda amor, dado que para hacerse amar eligió ceder en su deseo. Entonces, el azote que se cree merecido y el odio de sí padecido a costas del superyó, son directamente proporcionales a la imagen idealizada del yo; por tanto, amarse a sí mismo es, necesariamente, odiarse a sí mismo. Esto es algo que se caracteriza de manera ejemplar en el sufrimiento del neurótico, sobre todo en la neurosis obsesiva.

John James Gómez G. 

¡Qué poca humanidad hay a veces en ese “gran espíritu científico”!

 “Se abre paso la vida con la misma terquedad con la que una plantita minúscula es capaz de rajar el suelo de hormigón para sacar la cabeza....