sábado, 5 de marzo de 2016

Fragmento de la carta 57 de Freud a Fliess, fechada en Viena el 24 de enero de 1897. En: Obras Completas, vol. XII. Amorrortu Editores, Buenos Aires. 1986. Pág. 169. [Segunda parte del comentario]

“La idea de traer a cuento las brujas cobra vida. Y por otra parte la considero acertada. Los detalles empiezan a proliferar. El «volar» está aclarado, la escoba sobre la que cabalgan es probablemente el gran Señor Pene.”


Comentario:


El enigma que históricamente han planteado las mujeres, y con ellas la feminidad, es notable. Por un lado, para ellas mismas, por otro, y sobre todo, para los hombres. En la antigüedad romana, la obsesión por la impotencia era el fantasma de los hombres. Un fantasma que desde entonces liga al sexo con el espanto y a la culpabilidad con el erotismo. “El hombre no tiene el poder de permanecer erecto. Está condenado a la alternancia incomprensible e involuntaria de la potentia y la impotentia. Ora es pene, ora es falo (mentula y fascinus). Por eso el poder es el problema masculino por excelencia, porque su fragilidad específica y la ansiedad le preocupan a todas horas” (Quignard, 2005, pág. 58). Así pues, la prepotencia con la que los hombres suelen ubicarse con respecto a las mujeres, solo expresa el espanto que en ellos produce, permanentemente, su propia impotencia; magnificada por el enigma que de ella deriva, a saber, la ignorancia eterna sobre la pregunta ¿qué quiere una mujer?

Pero, aunque no se sepa qué quiere una mujer, se sabe que lo que quiere no es a un hombre, muy a pesar de que culturalmente trate de hacerse creer, a hombres y mujeres, que un hombre sería su complemento o, como reza el mito judeo-cristiano, que ella sería una parte de él mismo: su costilla. Si algo se expresa en el lazo constituyente entre hombre y mujer no es la complementariedad, sino la falta. Que el pene encaje anatómicamente en la vulva, no significa que se complementen de algún modo, salvo que se tratase del encuentro, simplemente mecánico con fines biológicos, entre una protuberancia y un agujero. Pero, justamente, no se trata de eso. Ni los genitales son el sexo, ni la finalidad del sexo es la reproducción. La finalidad es el goce, para lo cual es necesario tener un cuerpo; uno propio, así que nada permite saber, a ciencia cierta, alguna cosa sobre el goce en cuerpo ajeno.

Y es que: “Nuestra insuficiencia erótica, nuestras saciedades incompletas, o desincronizadas en plena felicidad, en plena eudaimonia nos dejan desamparados”. (Quignard, 2005, pág. 101). Hay un recurrente desencuentro por el cual los hombres, espantados, cierran sus puños intentando suplir con la violencia la impotencia que los habita y por la cual, en ocasiones, enfrentados a su angustia, que no es otra que la de la castración, se lanzan sobre las mujeres para silenciarlas, o bien, como un (Marco Junio) Brutus, se lanzan, suicidas, sobre su propia espada. En el desencuentro de los sexos: “El sujeto sexual, sobre todo el masculino, pierde todo (la erección en la voluptas, a elación en el taedium, el deseo en el sueño).” (Quinard, 2005, pág. 227).  Esa pérdida es constituyente. Ella es el deseo mismo. Como indicó Lacan en su escrito La dirección de la cura y los principios de su poder: “… el deseo es la metonimia de la carencia de ser.” (2008, pág. 593).

John James Gómez G.

Referencias bibliográficas:

Quignard, P. (2005). El sexo y el espanto. Barcelona: Editorial Minúscula.

Lacan, J. (2008). La dirección de la cura y los principios de su poder. Escritos 2. Buenos Aires: Siglo XXI Editores. 

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