Fragmento de la carta 57 de Freud a Fliess, fechada en Viena
el 24 de enero de 1897. En: Obras Completas, vol. XII. Amorrortu Editores,
Buenos Aires. 1986. Pág. 169. [Segunda parte del comentario]
“La idea de traer a cuento las brujas cobra vida. Y por otra
parte la considero acertada. Los detalles empiezan a proliferar. El «volar»
está aclarado, la escoba sobre la que cabalgan es probablemente el gran Señor
Pene.”
Comentario:
El enigma que históricamente han planteado las mujeres, y
con ellas la feminidad, es notable. Por un lado, para ellas mismas, por otro, y
sobre todo, para los hombres. En la antigüedad romana, la obsesión por la
impotencia era el fantasma de los hombres. Un fantasma que desde entonces liga
al sexo con el espanto y a la culpabilidad con el erotismo. “El hombre no tiene
el poder de permanecer erecto. Está condenado a la alternancia incomprensible e
involuntaria de la potentia y la impotentia. Ora es pene, ora es falo (mentula
y fascinus). Por eso el poder es el problema masculino por excelencia, porque
su fragilidad específica y la ansiedad le preocupan a todas horas” (Quignard,
2005, pág. 58). Así pues, la prepotencia con la que los hombres suelen ubicarse
con respecto a las mujeres, solo expresa el espanto que en ellos produce,
permanentemente, su propia impotencia; magnificada por el enigma que de ella
deriva, a saber, la ignorancia eterna sobre la pregunta ¿qué quiere una mujer?
Pero, aunque no se sepa qué quiere una mujer, se sabe
que lo que quiere no es a un hombre, muy a pesar de que culturalmente trate de
hacerse creer, a hombres y mujeres, que un hombre sería su complemento o, como
reza el mito judeo-cristiano, que ella sería una parte de él mismo: su
costilla. Si algo se expresa en el lazo constituyente entre hombre y mujer no
es la complementariedad, sino la falta. Que el pene encaje anatómicamente en la
vulva, no significa que se complementen de algún modo, salvo que se tratase del
encuentro, simplemente mecánico con fines biológicos, entre una protuberancia y
un agujero. Pero, justamente, no se trata de eso. Ni los genitales son el sexo,
ni la finalidad del sexo es la reproducción. La finalidad es el goce, para lo
cual es necesario tener un cuerpo; uno propio, así que nada permite saber, a
ciencia cierta, alguna cosa sobre el goce en cuerpo ajeno.
Y es que: “Nuestra insuficiencia erótica, nuestras
saciedades incompletas, o desincronizadas en plena felicidad, en plena
eudaimonia nos dejan desamparados”. (Quignard, 2005, pág. 101). Hay un
recurrente desencuentro por el cual los hombres, espantados, cierran sus puños
intentando suplir con la violencia la impotencia que los habita y por la cual,
en ocasiones, enfrentados a su angustia, que no es otra que la de la
castración, se lanzan sobre las mujeres para silenciarlas, o bien, como un
(Marco Junio) Brutus, se lanzan, suicidas, sobre su propia espada. En el
desencuentro de los sexos: “El sujeto sexual, sobre todo el masculino, pierde
todo (la erección en la voluptas, a elación en el taedium, el deseo en el
sueño).” (Quinard, 2005, pág. 227). Esa
pérdida es constituyente. Ella es el deseo mismo. Como indicó Lacan en su
escrito La dirección de la cura y los principios de su poder: “… el deseo es la
metonimia de la carencia de ser.” (2008, pág. 593).
John James Gómez G.
Referencias bibliográficas:
Quignard, P. (2005). El sexo y el espanto. Barcelona: Editorial Minúscula.
Lacan, J. (2008). La dirección de la cura y los principios de su poder. Escritos 2. Buenos Aires: Siglo XXI Editores.
Referencias bibliográficas:
Quignard, P. (2005). El sexo y el espanto. Barcelona: Editorial Minúscula.
Lacan, J. (2008). La dirección de la cura y los principios de su poder. Escritos 2. Buenos Aires: Siglo XXI Editores.
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