lunes, 14 de marzo de 2016

A mi querido amigo, Pierre Angelo González quien partió de este mundo; no sin dejar en quienes tuvimos la fortuna de conocerlo, las huellas de una vida cuya transitoriedad no hace más que recordarnos su inconmensurable valor.  

"Parece que fue ayer cuando se fue, al barrio que hay detrás de las estrellas. La muerte, que es celosa y es mujer, se encaprichó con él y lo llevó a dormir siempre con ella." (Fito Páez) 

Fragmento del texto: “La transitoriedad”. Freud, S. (1916). En: Obras Completas, vol. XIV. Amorrortu Editores, Buenos Aires. 1986. Pág. 309. [Segunda parte del comentario]
Retomaré la  publicación de fragmentos y comentarios a partir  del lunes 4 de abril de 2016. 

“El valor de la transitoriedad es el de la escasez en el tiempo. La restricción en la posibilidad del goce lo torna más apreciable. Declaré incomprensible que la idea de la transitoriedad de lo bello hubiera de empañarnos su regocijo.”

Comentario:


En el comentario anterior, señalé el hecho de que el desconocimiento de la muerte puede traer como consecuencia la tendencia a conducirnos por la vida como si fuéremos eternos. A ello, habría que agregar la aflicción que a veces nos asalta cuando nos percatamos de la transitoriedad de la belleza, de la juventud y de la vida. Añoramos la eternidad como si de ella dependiera el sentido de nuestra existencia y de toda la belleza que nos rodea. Pero vale la pena interrogar la idea de que lo eterno es algo verdaderamente deseable, pues, posiblemente, desear la eternidad sea equivalente a desear el hastío, el fastidio, el tedio.

En el texto "La transitoriedad", del cual he tomado la cita que uso como motivo para este comentario, Freud nos cuenta que en una caminata de verano, en la que lo acompañaban un amigo taciturno y un joven poeta, contemplaban las bellezas de la naturaleza. Según lo relata Freud, su amigo poeta admiraba la belleza de la naturaleza pero lo preocupaba la idea de que todo lo bello estuviese destinado a desaparecer. Freud, como podemos leerlo en la cita, declara que le resulta incompresible que “la transitoriedad de lo bello pudiera empañarnos su regocijo”. Freud reconocía, claramente, que no hay nada más indeseable que la eternidad.

Y es que la finitud y La transitoriedad imprimen en el tiempo un valor fundamental. La escasez en el tiempo nos exhorta a reconocer que hemos de poner en marcha nuestro deseo y no retroceder en ese propósito. Si pudiésemos disponer de la eternidad nos entregaríamos a la espera eterna y, finalmente, llegado el hastío, solo nos quedaría desear la muerte. Es el reconocimiento de nuestra propia transitoriedad lo que nos empuja a la búsqueda de algún sentido que justifique lo injustificable, a saber, nuestra existencia.

Sin embargo, que sea injustificable, no significa que nuestra existencia carezca de valor. Reconocernos mortales puede conllevar el encuentro con lo inédito, con la invención de un sentido que a pesar de ser invención, brinde un propósito y podamos, de esa manera, reconocer, como señala Lacan, en su seminario sobre los fundamentos del psicoanálisis que: “...la causa del inconsciente –y adviertan que en este caso la palabra causa debe ser entendida en su ambigüedad, causa por defender, pero también función de la causa a nivel del inconsciente–, esta causa ha de ser concebida intrínsecamente como una causa perdida. Es la única posibilidad que tenemos de ganarla.”[1]
John James Gómez G.





[1] Lacan, J. (1964). “Los cuatro conceptos fundamentales”. En: El seminario, libro 11. Editorial Paidós. Buenos Aires, 1987, pág. 134.

jueves, 10 de marzo de 2016

Fragmento del texto: “La transitoriedad”. Freud, S. (1916). En: Obras Completas, vol. XIV. Amorrortu Editores, Buenos Aires. 1986. Pág. 309. [Primera parte del comentario]

“El valor de la transitoriedad es el de la escasez en el tiempo. La restricción en la posibilidad del goce lo torna más apreciable. Declaré incomprensible que la idea de la transitoriedad de lo bello hubiera de empañarnos su regocijo.”

Comentario:

Difícilmente creemos en nuestra mortalidad. Así, un hecho de  carácter inminente, no necesariamente es asumido como verdadero. Es fácilmente constatable que la ilusión de una supuesta inmortalidad, carente de todo fundamento, resulta para nosotros más creíble. Es así que una de las tonterías más comunes con la que nos encontramos en nuestra propia existencia, es la de conducirnos por la vida como si fuéramos seres eternos.

El aplazamiento de la puesta en marcha del deseo queda justificado con la idea de que, en algún futuro etéreo, tendría que llegar la anhelada recompensa: la felicidad plena, el goce absoluto, el retorno al paraíso, o cualquiera otra de nuestras insensatas ilusiones humanas. Como en el caso de aquel sumiso hombre en el cuento “Ante la ley”, de Franz Kafka, el neurótico prefiere esperar y recibir la autorización y las órdenes de Otro para obedecerlo, que asumir los riesgos de la incertidumbre que plantea el deseo propio. Se aplaza, entonces, la puesta en marcha del deseo, esperanzado en la ilusión de una falaz eternidad.

El neurótico no solamente no cree en su muerte, sino que, además, jamás podrá constatarla. Cuando ella acontezca, su existencia se habrá desvanecido y no habrá un “yo” que pueda decir: “Y heme aquí, ahora estoy muerto”. No habrá memoria alguna de ningún me-moría. Siempre constatamos la muerte como algo que le acontece a otro y llegamos a creer que podremos controlarla. Por esa razón no es extraño escuchar la frase: “si llego a morir, no quiero que sea ni quemado, ni ahogado”. El sólo hecho de iniciar con el “si” condicional, denuncia la falta de creencia en la muerte. Ese “si”, ubica a la muerte en el lugar de algo que puede o no ocurrir. No hay que ser demasiado astuto para percatarse del absurdo.


John James Gómez G.

sábado, 5 de marzo de 2016

Fragmento de la carta 57 de Freud a Fliess, fechada en Viena el 24 de enero de 1897. En: Obras Completas, vol. XII. Amorrortu Editores, Buenos Aires. 1986. Pág. 169. [Segunda parte del comentario]

“La idea de traer a cuento las brujas cobra vida. Y por otra parte la considero acertada. Los detalles empiezan a proliferar. El «volar» está aclarado, la escoba sobre la que cabalgan es probablemente el gran Señor Pene.”


Comentario:


El enigma que históricamente han planteado las mujeres, y con ellas la feminidad, es notable. Por un lado, para ellas mismas, por otro, y sobre todo, para los hombres. En la antigüedad romana, la obsesión por la impotencia era el fantasma de los hombres. Un fantasma que desde entonces liga al sexo con el espanto y a la culpabilidad con el erotismo. “El hombre no tiene el poder de permanecer erecto. Está condenado a la alternancia incomprensible e involuntaria de la potentia y la impotentia. Ora es pene, ora es falo (mentula y fascinus). Por eso el poder es el problema masculino por excelencia, porque su fragilidad específica y la ansiedad le preocupan a todas horas” (Quignard, 2005, pág. 58). Así pues, la prepotencia con la que los hombres suelen ubicarse con respecto a las mujeres, solo expresa el espanto que en ellos produce, permanentemente, su propia impotencia; magnificada por el enigma que de ella deriva, a saber, la ignorancia eterna sobre la pregunta ¿qué quiere una mujer?

Pero, aunque no se sepa qué quiere una mujer, se sabe que lo que quiere no es a un hombre, muy a pesar de que culturalmente trate de hacerse creer, a hombres y mujeres, que un hombre sería su complemento o, como reza el mito judeo-cristiano, que ella sería una parte de él mismo: su costilla. Si algo se expresa en el lazo constituyente entre hombre y mujer no es la complementariedad, sino la falta. Que el pene encaje anatómicamente en la vulva, no significa que se complementen de algún modo, salvo que se tratase del encuentro, simplemente mecánico con fines biológicos, entre una protuberancia y un agujero. Pero, justamente, no se trata de eso. Ni los genitales son el sexo, ni la finalidad del sexo es la reproducción. La finalidad es el goce, para lo cual es necesario tener un cuerpo; uno propio, así que nada permite saber, a ciencia cierta, alguna cosa sobre el goce en cuerpo ajeno.

Y es que: “Nuestra insuficiencia erótica, nuestras saciedades incompletas, o desincronizadas en plena felicidad, en plena eudaimonia nos dejan desamparados”. (Quignard, 2005, pág. 101). Hay un recurrente desencuentro por el cual los hombres, espantados, cierran sus puños intentando suplir con la violencia la impotencia que los habita y por la cual, en ocasiones, enfrentados a su angustia, que no es otra que la de la castración, se lanzan sobre las mujeres para silenciarlas, o bien, como un (Marco Junio) Brutus, se lanzan, suicidas, sobre su propia espada. En el desencuentro de los sexos: “El sujeto sexual, sobre todo el masculino, pierde todo (la erección en la voluptas, a elación en el taedium, el deseo en el sueño).” (Quinard, 2005, pág. 227).  Esa pérdida es constituyente. Ella es el deseo mismo. Como indicó Lacan en su escrito La dirección de la cura y los principios de su poder: “… el deseo es la metonimia de la carencia de ser.” (2008, pág. 593).

John James Gómez G.

Referencias bibliográficas:

Quignard, P. (2005). El sexo y el espanto. Barcelona: Editorial Minúscula.

Lacan, J. (2008). La dirección de la cura y los principios de su poder. Escritos 2. Buenos Aires: Siglo XXI Editores. 

¡Qué poca humanidad hay a veces en ese “gran espíritu científico”!

 “Se abre paso la vida con la misma terquedad con la que una plantita minúscula es capaz de rajar el suelo de hormigón para sacar la cabeza....