miércoles, 28 de enero de 2015

Fragmento del texto: “La ciencia y la verdad”. Lacan, J. (1966). En: Escritos 2. Siglo XXI Editores. 2ª ed. Argentina. pp. 832. [Segunda parte del comentario].

“Esta exploración no tiene por única meta darles la ventaja de un dominio elegante de los marcos que escapan en sí mismos a nuestra jurisdicción.
Quiero decir magia, religión, incluso ciencia.
Sino más bien recordarles que en cuanto sujeto de la ciencia psicoanalítica, es la solicitación de cada uno de esos modos de la relación con la verdad como causa a la que tienen ustedes que resistir.”

Comentario:

La palabra proferida por aquel que ocupa, para un analizante, la función de analista, opera sostenida en el supuesto de que hay en ella un saber. Es por esa razón que el silencio juega un papel crucial. El silencio exhorta al advenimiento de un sujeto, también supuesto, precisamente porque el saber siempre está en el horizonte pero no sale al encuentro por la creencia en la persona a quien se dirige una queja, sino por la sorpresa que causa en el analizante el hecho de que en sus propias palabras hay un decir que interroga su creencia en la omnipotencia y la completitud de algún Otro, cualquiera que sea el modo en que se le nombre. Ese doble supuesto, el de la probabilidad de aparición de un saber y  la emergencia probable de un sujeto, implica que nada está garantizado, es decir, que no es suficiente con el encuentro entre las dos personas que participan de él, para que se produzca una experiencia analítica.   

Así, resulta crucial percatarse del valor de la palabra en tanto función imaginaria del falo simbólico. Ella puede llegar a inhibir y obturar por completo la producción del saber inconsciente y, por tanto, impedir la aparición del sujeto, es decir, el efecto que se introduce por el deslizamiento significante cuando el significado cae dando paso al sinsentido.

En la medida en que se ejerce el poder de la palabra como función imaginaria del falo simbólico, el supuesto se convierte, o bien en creencia, o bien en desengaño; en cualquiera de los dos casos se trata de un rechazo del saber inconsciente provocado por la propia resistencia de quien, a veces sin saber muy bien cómo, se ha autorizado a escuchar esperando ocupar, para otro, la función de analista. En tal sentido, la función de la palabra en la operación analítica no es seducir para provocar la creencia, ni intentar probar que se sabría exactamente a qué se debe el malestar que aqueja a ese yo padeciente que ha demandado una escucha, mucho menos curar por algún modo de eficacia simbólica la angustia o perdonar la culpabilidad que manifiesta aquel que sufre. Tampoco se trata de corregir los modos de desear y gozar para hacer entrar en lo que suele llamarse la “buena educación”, pues no hay tal cosa como el buen modo de gozar ni de desear. Cualquiera de estas modalidades, que son propias de la ciencia, la magia y la religión, serían una forma de silenciar al sujeto al ponérsele en el lugar de un objeto que puede ser modificado a través de la potencia ostentada por una persona que cree que, con sus palabras, podría probar que es el representante de alguna representación omnisapiente y omnipotente o, en todo caso, que conocería la verdad verdadera sobre la existencia misma. Sería, pues, negar la falta estructural que hace al sujeto deseante.

En este orden de ideas, autorizarse a escuchar a otro esperando propiciar la experiencia analítica no es, pues, equivalente a hablar a otro de lo que se ha aprendido en una universidad, ni de las creencias a las que se adhiere o los dogmas de fe que dan sentido al propio modo de vivir; mucho menos hablar como predicador de alguna verdad infalible. Lo difícil está, precisamente, en autorizarse a silenciar la propia creencia y el propio dogma que, inevitablemente, siempre estará allí. En tal sentido, la autorización en juego requiere haberse arriesgado a vivir en carne propia el encuentro con el sinsentido de una presencia que no responde con su creencia, con lo cual la ilusión de garantía es interrogada al punto de convocar a la responsabilidad de destituir el poder absoluto que se atribuye al Otro del cual se es objeto en la fantasía neurótica.


John James Gómez G.

lunes, 26 de enero de 2015

Fragmento del texto: “La ciencia y la verdad”. Lacan, J. (1966). En: Escritos 2. Siglo XXI Editores. 2ª ed. Argentina. pp. 832. [Primera parte del comentario].

“Esta exploración no tiene por única meta darles la ventaja de un dominio elegante de los marcos que escapan en sí mismos a nuestra jurisdicción.
Quiero decir magia, religión, incluso ciencia.
Sino más bien recordarles que en cuanto sujeto de la ciencia psicoanalítica, es la solicitación de cada uno de esos modos de la relación con la verdad como causa a la que tienen ustedes que resistir”.

Comentario:

La cuestión de la verdad ha estado en el centro de las preocupaciones humanas desde tiempos inmemoriales. Cada uno de los discursos dominantes, en cada una de las diferentes épocas transcurridas hasta hoy, ha intentado ocuparse de ella, de develarla, de conocerla, regularmente con la aspiración de encontrar una verdad suprema que operaría como causa de todo; causa infalible y, como tal, incuestionable. En esa diversidad de discursos la lucha ha estado siempre a la orden del día, y cada uno reclama sin cesar la potestad sobre su supuesta verdad verdadera. De esta manera, no solo se trata de la verdad sino, sobretodo, del problema de una lucha por ser reconocido como aquel que sería portador de la verdad sin falla; aquella que demostraría que todas aquellas verdades defendidas por los demás discursos serían falaces. En el marco de esa lucha, es el rechazo de la Otredad lo que se opera como una constante. Desde la simple deslegitimación por vía de la difamación, hasta el asesinato, han sido incontables los modos de ejercer el poder por el cual se esperaría silenciar todas aquellas otras verdades que se consideran falaces. La inquisición y el nacismo son ejemplos recientes de esa lucha inmemorial, para citar algunos que pueden parecernos familiares. Ni la magia, ni la religión, ni la ciencia, tampoco el psicoanálisis, han estado exentos de esa lucha. Y es que la creencia en la verdad como causa se instituye como fuente de insondables pasiones; no importa como quiera disfrazársele, la creencia siempre resuena por su ferocidad ante aquello que la cuestiona y, para luchar contra la interrogación, se construyen medios que tienen como finalidad sostenerla y probar que estaría legítimamente fundada en una verdad garantizada. Claro, no es lo mismo la prueba que la demostración, pero es la primera a la que suele invocarse cuando se requiere sostener alguna creencia férrea en la verdad como causa.

Así, hay confusiones entre lo que sería una prueba y una demostración, pero no son la misma cosa. La primera obedece a la inquietud de Tomás, el apóstol; es el requerimiento de ver para creer. La ciencia positivista es, sin duda, hija de la posición de Tomás y heredera de la idea medieval de que los escribanos (salvo los que pertenecían a los altos mandos eclesiales) no debían saber leer ni escribir, así no podrían afectar el texto; solo reproducirían las letras, ingenua creencia en la objetividad que es la creencia en el discurso de la Voluntad de Verdad de la que habla Foucault. La demostración implica la lógica independientemente de que se pueda ver o no algo que lo pruebe. A los físicos les costó aceptarlo, pero en términos generales han tenido que renunciar al hambre de prueba y con ello al ver para creer. Así, el punto crucial no es creer sino demostrar, y demostrar no es probar. El psicoanálisis apunta a la demostración, de allí el interés de Lacan por la lógica y las matemáticas, no a la prueba, por eso no necesita ver conductas, ni probar hipótesis, sino establecer la lógica de lo inconsciente en juego en el caso por caso. Definitivamente mejor no creer en el psicoanálisis. Quien cree en él se ha entregado a una posición religiosa, haciendo del psicoanálisis su religión y de las instituciones psicoanalíticas sus iglesias.


John James Gómez G.

¡Qué poca humanidad hay a veces en ese “gran espíritu científico”!

 “Se abre paso la vida con la misma terquedad con la que una plantita minúscula es capaz de rajar el suelo de hormigón para sacar la cabeza....