Fragmento del texto: “La ciencia y la verdad”. Lacan, J.
(1966). En: Escritos 2. Siglo XXI Editores. 2ª ed. Argentina. pp. 832. [Segunda
parte del comentario].
“Esta exploración no tiene por única meta darles la ventaja
de un dominio elegante de los marcos que escapan en sí mismos a nuestra
jurisdicción.
Quiero decir magia, religión, incluso ciencia.
Sino más bien recordarles que en cuanto sujeto de la ciencia
psicoanalítica, es la solicitación de cada uno de esos modos de la relación con
la verdad como causa a la que tienen ustedes que resistir.”
Comentario:
La palabra proferida por aquel que ocupa, para un
analizante, la función de analista, opera sostenida en el supuesto de que hay
en ella un saber. Es por esa razón que el silencio juega un papel crucial. El
silencio exhorta al advenimiento de un sujeto, también supuesto, precisamente
porque el saber siempre está en el horizonte pero no sale al encuentro por la
creencia en la persona a quien se dirige una queja, sino por la sorpresa que
causa en el analizante el hecho de que en sus propias palabras hay un decir
que interroga su creencia en la omnipotencia y la completitud de algún Otro,
cualquiera que sea el modo en que se le nombre. Ese doble supuesto, el de la
probabilidad de aparición de un saber y la emergencia probable de un sujeto, implica
que nada está garantizado, es decir, que no es suficiente con el encuentro
entre las dos personas que participan de él, para que se produzca una
experiencia analítica.
Así, resulta crucial percatarse del valor de la palabra en
tanto función imaginaria del falo simbólico. Ella puede llegar a inhibir y obturar
por completo la producción del saber inconsciente y, por tanto, impedir la aparición
del sujeto, es decir, el efecto que se introduce por el deslizamiento
significante cuando el significado cae dando paso al sinsentido.
En la medida en que se ejerce el poder de la palabra como
función imaginaria del falo simbólico, el supuesto se convierte, o bien en
creencia, o bien en desengaño; en cualquiera de los dos casos se trata de un
rechazo del saber inconsciente provocado por la propia resistencia de quien, a
veces sin saber muy bien cómo, se ha autorizado a escuchar esperando ocupar,
para otro, la función de analista. En tal sentido, la función de la palabra en
la operación analítica no es seducir para provocar la creencia, ni intentar probar
que se sabría exactamente a qué se debe el malestar que aqueja a ese yo
padeciente que ha demandado una escucha, mucho menos curar por algún modo de
eficacia simbólica la angustia o perdonar la culpabilidad que manifiesta aquel
que sufre. Tampoco se trata de corregir los modos de desear y gozar para hacer
entrar en lo que suele llamarse la “buena educación”, pues no hay tal cosa como
el buen modo de gozar ni de desear. Cualquiera de estas modalidades, que son propias
de la ciencia, la magia y la religión, serían una forma de silenciar al sujeto
al ponérsele en el lugar de un objeto que puede ser modificado a través de la
potencia ostentada por una persona que cree que, con sus palabras, podría
probar que es el representante de alguna representación omnisapiente y
omnipotente o, en todo caso, que conocería la verdad verdadera sobre la
existencia misma. Sería, pues, negar la falta estructural que hace al sujeto
deseante.
En este orden de ideas, autorizarse a escuchar a otro
esperando propiciar la experiencia analítica no es, pues, equivalente a hablar
a otro de lo que se ha aprendido en una universidad, ni de las creencias a las
que se adhiere o los dogmas de fe que dan sentido al propio modo de vivir; mucho
menos hablar como predicador de alguna verdad infalible. Lo difícil está,
precisamente, en autorizarse a silenciar la propia creencia y el propio dogma
que, inevitablemente, siempre estará allí. En tal sentido, la autorización en
juego requiere haberse arriesgado a vivir en carne propia el encuentro con el
sinsentido de una presencia que no responde con su creencia, con lo cual la
ilusión de garantía es interrogada al punto de convocar a la responsabilidad de
destituir el poder absoluto que se atribuye al Otro del cual se es objeto en la
fantasía neurótica.
John James Gómez G.