Escribo a continuación una excepción al estilo del blog.
Pero la interrogación que la motiva, me parece más que justificada...
MORIR POR LA TIERRA PROMETIDA O EL HORROR EN EL NOMBRE DEL
PADRE
Cuenta la leyenda que existió una época en que un dios, el
alabado por los israelitas, hablaba. Sabemos que hace mucho no habla, al
parecer, desde tiempos de Moisés. Según se lee en los libros, esos bíblicos
relatos escritos por hombres en Nombre del Padre de la horda primitiva, -aquel
que desterraba del paraíso, enviaba diluvios y plagas e incluso dictaba
mandamientos-, que hubo una promesa conocida por todos sus hijos, también
llamados: "el pueblo elegido".
No discutiré la intención de la elección, mucho menos el destino de la misma;
no creo tener idea alguna de cuáles fueron los motivos de tal elección, y muy
probablemente ni siquiera los mismos elegidos lo sepan con certeza. Sin
embargo, esa elección no ha dejado de mostrar sus consecuencias.
Pero bueno, volvamos a la promesa. Claro, una promesa es
siempre luz en el horizonte, más aún si se trata de una promesa de libertad.
Pasaron 40 años, según dicen, errantes por el desierto, a la espera de que la
promesa, finalmente, fuese cumplida. No perdían la esperanza, o al menos, eso
nos han hecho creer. Y, al parecer, el Moisés al que Dios hablaba, -no el otro
Moisés, el egipcio, también conocido como Amenhotep IV, luego llamado Akenaton,
faraón que debió huir a causa de la persecución de su pueblo ante su creencia
monoteísta, no, ése no, me refiero al otro, el israelita, llamado Moshè-,
habría recibido el mandato directo del Padre, de llevar su "pueblo
elegido" a la tierra donde la promesa de libertad se cumpliría.
Según dicen, Moshè, el Moisés israelita, era el encargado de
guiarlos a destino. Un báculo era su fascinus, el signo de que Dios le había
otorgado la potencia divina. Ya lo había exhibido ante los egipcios,
convirtiéndolo en serpiente, haciendo sangrar las aguas y abriendo el mar en dos. No era poca la potencia; suficiente al menos para que la fe se extendiera
por doquier en las almas de quienes veían en lo inexplicable la prueba de la
existencia de Dios. A pesar de eso, algunos dudaban, y Moisés tuvo que
desplegar su ira, en el Nombre del Padre y de sus mandamientos, para corregir
el desvío de todos aquellos quienes osaron construir un becerro de oro para
adorarlo. Moisés estaba decidido, Dios le había hablado y encomendado la misión
de llevar a su "pueblo elegido" hasta la "tierra
prometida".
Como no hay mal que dure cien años, ni cuerpo que lo
resista, antes de morir, Moshè, señaló con su dedo, como anticipando la escena
de la creación de Adan que casi 3.000 años después, Miguel Ángel pintaría.
Entregó a Josué su báculo y, con él, la potencia divina, así como la tarea de
terminar el trecho que aún los separaba de la anhelada promesa. Según nos
cuentan, Moisés no podía entrar en la tierra prometida. Era su destino morir al
margen, exiliado, separado de la promesa, preso del destino divino. O, tal vez,
simplemente, no estaba seguro de qué sería aquello que encontrarían en aquella
tierra. Tal vez, Dios dejó de hablar en algún momento, y Moisés había perdido
el rumbo. Tal vez, esa tierra a la que había apuntado con el dedo, era el lugar
en donde sus ojos cansados veían, a lo lejos, su propia libertad; la de
separarse de la promesa que, ya a punto de morir, no sabría si podría cumplir.
Pero quién podía cuestionarlo, finalmente, ¿no hablaba acaso en Nombre del
Padre? Finalmente, Josué aceptó la cesión de los derechos y llevó el
"pueblo elegido" hasta entrar en la "tierra prometida".
¡Oh sorpresa! La tierra prometida no era tierra de nadie.
Otros la habitaban hacía tiempo; otro pueblo la proclamaba suya. ¿Sería acaso
también ese otro pueblo, un pueblo elegido? Pero, cómo podrían serlo, si entre
ellos nadie hablaba en el Nombre del Padre. En cambio ellos, estaban seguros de
que Dios había hablado a Moisés. Debían estar seguros, pues ya no estaba Moisés
con ellos para preguntarle, para increparlo por la desilusión de que la tierra
prometida fuese tierra de otros. ¡Qué importaba! Ellos eran el "pueblo
elegido", y si esa tierra era el signo del amor del Padre, con el cual la
promesa se veía realizada, había que estar dispuestos a matar o morir por ella.
Sea como fuere, ¿no es legítimo estar
dispuestos a matar en el Nombre del Padre? Y, así lo hicieron. Y vieron que era
bueno. Y, aunque no lo fuera, ¿no era bueno por el solo hecho de que lo hacían
en el Nombre del Padre que los había elegido?
Han pasado 3.000 años y sabemos de las consecuencias. No
solo las de hace unos días, con las que las cadenas de noticas se jactan
captando la imagen más siniestra para vender pautas publicitarias que hagan
engordar, gracias al rating, las billeteras de los chanchos capitalistas. No
solo las recientes imágenes que deambulan por el mundo virtual, por los muros
de Facebook, de Twitter, de Instagram, donde aquellos que se suponen a sí
mismos personas de bien, seres humanitarios, creen que compartiendo las
ominosas imágenes devendrán héroes salvadores de las víctimas de quienes matan
en Nombre del Padre. ¡No! Las consecuencias van mucho más lejos. Son las de la
reiteración perpetua del encuentro con la desilusión por la promesa no-toda
cumplida, y el ejercicio de la muerte, esfuerzo de desalojo del otro
perturbador, que pone en cuestión la fe en el Padre de la horda. Ira humana
escudada en furia divina. Se mata en Nombre del Padre, y quien lo hace, ve en
ello, estando ciego, algo bueno.
Y no ha de extrañarnos el horror que a través del Padre de
la horda se revela. Cada vez que alguien se ha tomado a sí mismo por elegido
del Padre, ha muerto por ello, o ha matado por ello. Desde el Moisés,
Moshè israelita, pasando por el Dios encarnado en el hijo, crucificado a causa
de sus hijos-hermanos, escenificando así el mito de la horda primitiva, pasando
por las cruzadas, hasta Hitler, y hasta cada uno que, tomando su propio Yo como
imagen individual del pueblo elegido, intenta desalojar, en Nombre del Padre,
todo lo que resulte perturbador y ponga en peligro la tierra prometida, la
ilusión de ser el-hijo, elijo, el elegido. Cada vez que alguien mata en Nombre
del Padre, incluso, matándose a sí mismo, ve en ello algo bueno y, en ese
instante, la pulsión de muerte triunfa y el horror amanece...
John James Gómez G.